Sin embargo, en la época en que se incubaba la guerra las consignas que difundía Sánchez Mazas aún poseían una flamante sugestión de modernidad que los jóvenes patriotas de buena familia y violentos ideales que las acataban contribuían a afianzar. Por entonces a José Antonio le gustaba mucho citar una frase de Oswald Spengler, según la cual a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Por entonces los jóvenes falangistas sentían que eran ese pelotón de soldados. Sabían (o creían saber) que sus familias dormían un inocente sueño de beatitud burguesa, ignorantes de que una ola de impiedad y de barbarie igualitaria iba a despertarlas de golpe con un tremendo fragor de catástrofe. Sentían que su deber consistía en preservar por la fuerza la civilización y evitar la catástrofe. Sabían (o creían saber) que eran pocos, pero esta mera circunstancia numérica no les arredraba. Sentían que eran los héroes. Aunque ya no era joven y carecía de la fuerza y el coraje físico y hasta de la convicción precisa para serlo -pero no de una familia cuyo inocente sueño de beatitud preservar-, Sánchez Mazas también lo sintió, y por eso abandonó la literatura para entregarse con empeño sacerdotal a la causa. Esto no le impedía frecuentar con José Antonio los salones más selectos de la capital, ni secundarle en algunas de sus sonadas excentricidades de señorito, como las Cenas de Carlomagno, unos banquetes enfáticamente suntuosos que una vez al mes se celebraban en el Hotel París para conmemorar al emperador y, sobre todo, para protestar con su rigurosa exquisitez aristocrática contra la vulgaridad democrática y republicana que acechaba más allá de las paredes del hotel. Pero las reuniones más asiduas de José Antonio y su séquito perpetuo de futuros poetas soldados se celebraban en los bajos del Café Lyon, en la calle Alcalá, en un lugar conocido como La Ballena Alegre, donde discutían acaloradamente, hasta altas horas de la noche, de política y de literatura, y donde convivían en una atmósfera de cordialidad inverosímil con jóvenes escritores de izquierdas con quienes compartían inquietudes y cervezas y conversaciones y bromas y cordiales insultos.
El estallido de la guerra iba a trocar esa hostilidad afectuosa e ilusoria en una hostilidad real, aunque el imparable deterioro de la vida política durante los años treinta ya había anunciado a quien quisiera verlo la inminencia del cambio. Quienes meses o semanas o días atrás habían conversado frente a una taza de café, a la salida de un teatro o de la exposición de un amigo común, se veían enzarzados ahora desde bandos opuestos en peleas callejeras que no desdeñaban el estampido de los disparos ni la efusión de la sangre. La violencia, en realidad, venía de antes y, a pesar de las protestas victimistas de algunos dirigentes del partido, reacios a ella por temperamento y por educación, lo cierto es que la Falange la había alimentado sistemáticamente con el fin de hacer insostenible la situación de la República, y que el uso de la fuerza se hallaba en el mismo corazón de la ideología del falangismo, que, como todos los demás movimientos fascistas, adoptó los métodos revolucionarios de Lenin, para quien bastaba una minoría de hombres valerosos y decididos -el equivalente del pelotón de soldados de Spengler- para tomar el poder con las armas. Como José Antonio, Sánchez Mazas fue también uno de esos falangistas renuentes, a ratos y en teoría, al empleo de la violencia (en la práctica la fomentó: lector de Georges Sorel, que la consideraba un deber moral, sus escritos son casi siempre una incitación a ella); por eso en febrero de 1934, en la Oración por los muertos de la Falange, compuesta a petición de José Antonio para frenar los ímpetus de venganza de los suyos después del asesinato del estudiante Matías Montero en una refriega callejera, escribió que «a la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa preferimos la derrota, porque es necesario que mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores». El tiempo demostró que esas hermosas palabras no eran más que retórica. El 16 de junio de 1935, en una reunión celebrada en el Parador de Gredos, la Junta Política de Falange, convencida de que nunca alcanzaría el poder por la fuerza de las urnas y de que peligraba su existencia misma como partido político, pues la República lo consideraba con razón una amenaza permanente para su supervivencia, tomó la decisión de lanzarse a la conquista del poder mediante la insurrección armada. Durante el año que siguió a esa reunión las maniobras conspiratorias de Falange -plagadas como estuvieron de innumerables recelos, escrúpulos, salvedades y dudas que traducían tanto su escasa confianza en las propias posibilidades de triunfo como los justificados y a la postre premonitorios temores de su jefe ante la posibilidad de que el partido y su programa revolucionario fueran engullidos por la previsible alianza entre el ejército y los sectores sociales más conservadores que apoyarían el golpe- no cesaron ni un instante, hasta que el 14 de marzo de 1936, después de ser arrasada en las elecciones de febrero de ese mismo año, la Falange fue descabezada cuando la policía cerró su local de la calle Nicasio Gallego, detuvo a su Junta Política en pleno y prohibió sine die el partido.
A partir de este momento el rastro de Sánchez Mazas se esfuma. Su peripecia durante los meses previos a la contienda y durante los tres años que duró ésta sólo puede intentar reconstruirse a través de testimonios parciales -fugitivas alusiones en memorias y documentos de la época, relatos orales de quienes compartieron con él retazos de sus aventuras, recuerdos de familiares y amigos a quienes refirió sus recuerdos- y también a través del velo de una leyenda constelada de equívocos, contradicciones y ambigüedades que la selectiva locuacidad de Sánchez Mazas acerca de ese periodo turbulento de su vida contribuyó de forma determinante a alimentar. Así pues, lo que a continuación consigno no es lo que realmente sucedió, sino lo que parece verosímil que sucediera; no ofrezco hechos probados, sino conjeturas razonables.