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Ésa fue la primera vez que oí contar la historia, y así la oí contar. En cuanto a la entrevista con Ferlosio, conseguí finalmente salvarla, o quizás es que me la inventé: que yo recuerde, ni una sola vez se aludía en ella a la batalla de Salamina (y sí a la distinción entre personajes de destino y personajes de carácter), ni al uso exacto de la garlopa (y sí a los fastos del quinto centenario del descubrimiento de América). Tampoco se mencionaba en la entrevista el fusilamiento del Collell ni a Sánchez Mazas. Del primero yo sólo sabía lo que acababa de oírle contar a Ferlosio; del segundo, poco más: en aquel tiempo no había leído una sola línea de Sánchez Mazas, y su nombre no era para mí más que el nombre brumoso de uno más de los muchos políticos y escritores falangistas que los últimos años de la historia de España habían enterrado aceleradamente, como si los enterradores temiesen que no estuvieran del todo muertos.

De hecho, no lo estaban. O por lo menos no lo estaban del todo. Como la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell y las circunstancias que lo rodearon me habían impresionado mucho, tras la entrevista con Ferlosio empecé a sentir curiosidad por Sánchez Mazas; también por la guerra civil, de la que hasta aquel momento no sabía mucho más que de la batalla de Salamina o del uso exacto de la garlopa, y por las historias tremendas que engendró, que siempre me habían parecido excusas para la nostalgia de los viejos y carburante para la imaginación de los novelistas sin imaginación. Casualmente (o no tan casualmente), por entonces se puso de moda entre los escritores españoles vindicar a los escritores falangistas. La cosa, en realidad, venía de antes, de cuando a mediados de los ochenta ciertas editoriales tan exquisitas como influyentes publicaron algún volumen de algún exquisito falangista olvidado, pero, para cuando yo empecé a interesarme por Sánchez Mazas, en determinados círculos literarios ya no sólo se vindicaba a los buenos escritores falangistas, sino también a los del montón e incluso a los malos. Algunos ingenuos, como algunos guardianes de la ortodoxia de izquierdas, y también algunos necios, denunciaron que vindicar a un escritor falangista era vindicar (o preparar el terreno para vindicar) el falangismo. La verdad era exactamente la contraria: vindicar a un escritor falangista era sólo vindicar a un escritor; o más exactamente: era vindicarse a sí mismos como escritores vindicando a un buen escritor. Quiero decir que esa moda surgió, en los mejores casos (de los peores no merece la pena hablar), de la natural necesidad que todo escritor tiene de inventarse una tradición propia, de un cierto afán de provocación, de la certidumbre problemática de que una cosa es la literatura y otra la vida y de que por tanto se puede ser un buen escritor siendo una pésima persona (o una persona que apoya y fomenta causas pésimas), de la convicción de que se estaba siendo literariamente injusto con ciertos escritores falangistas, quienes, por decirlo con la fórmula acuñada por Andrés Trapiello, habían ganado la guerra, pero habían perdido la historia de la literatura. Sea como fuere, Sánchez Mazas no escapó a esta exhumación colectiva: en 1986 se publicaron por vez primera sus poesías completas; en 1995 se reeditó en una colección muy popular la novela La vida nueva de Pedrito de Andía; en 1996 se reeditó también Rosa Krüger, otra de sus novelas, que de hecho había permanecido inédita hasta 1984. Por entonces leí todos esos libros. Los leí con curiosidad, con fruición incluso, pero no con entusiasmo: no necesité frecuentarlos mucho para concluir que Sánchez Mazas era un buen escritor, pero no un gran escritor, aunque apuesto a que no hubiera sabido explicar con claridad qué diferencia a un gran escritor de un buen escritor. Recuerdo que en los meses o años que siguieron fui recogiendo también, al azar de mis lecturas, alguna noticia dispersa acerca de Sánchez Mazas e incluso alguna alusión, muy sumaria e imprecisa, al episodio del Collell.

Pasó el tiempo. Empecé a olvidar la historia. Un día de principios de febrero de 1999, el año del sesenta aniversario del final de la guerra civil, alguien del periódico sugirió la idea de escribir un artículo conmemorativo del final tristísimo del poeta Antonio Machado, que en enero de 1939, en compañía de su madre, de su hermano José y de otros cientos de miles de españoles despavoridos, empujado por el avance de las tropas franquistas huyó desde Barcelona hasta Collioure, al otro lado de la frontera francesa, donde murió poco después. El episodio era muy conocido, y pensé con razón que no habría periódico catalán (o no catalán) que por esas fechas no acabara evocándolo, así que ya me disponía a escribir el consabido artículo rutinario cuando me acordé de Sánchez Mazas y de que su frustrado fusilamiento había ocurrido más o menos al mismo tiempo que la muerte de Machado, sólo que del lado español de la frontera. Imaginé entonces que la simetría y el contraste entre esos dos hechos terribles -casi un quiasmo de la historia- quizá no era casual y que, si conseguía contarlos sin pérdida en un mismo artículo, su extraño paralelismo acaso podía dotarlos de un significado inédito. Esta superstición se afianzó cuando, al empezar a documentarme un poco, di por casualidad con la historia del viaje de Manuel Machado hasta Collioure, poco después de la muerte de su hermano Antonio. Entonces me puse a escribir. El resultado fue un artículo titulado «Un secreto esencial». Como a su modo también es esencial para esta historia, lo copio a continuación:

«Se cumplen sesenta años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el Hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero. La noche del 22 de enero de 1939, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cerviá de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar seiscientos metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Collioure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizás el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia".

»La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, que vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Collioure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante las tumbas de su madre y de su hermano Antonio, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos.