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Entonces lo ve. Está de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Presa de la anómala resignación de quien sabe que su hora ha llegado, a través de sus gafas de miope enteladas de agua Sánchez Mazas mira al soldado que lo va a matar o va a entregarlo -un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo por la lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos salientes- y lo recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos que le vigilaban en el monasterio. Lo reconoce o cree reconocerlo, pero no le alivia la idea de que vaya a ser él y no un agente del SIM quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo humilla como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo no haber muerto junto a sus compañeros de cárcel o no haber sabido hacerlo a campo abierto y a pleno sol y peleando con un coraje del que carece, en vez de ir a hacerlo ahora y allí, embarrado y solo y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así, loca y confusa la encendida mente, aguarda Rafael Sánchez Mazas -poeta exquisito, ideólogo fascista, futuro ministro de Franco- la descarga que ha de acabar con él. Pero la descarga no llega, y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte recordara una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor de acecho de los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil apuntándole sin ostentación, el gesto más indagador que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su primera presa, y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor vegetal de la lluvia un grito cercano:

– ¿Hay alguien por ahí?

El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:

– ¡Aquí no hay nadie!

Luego da media vuelta y se va.

Durante nueve días con sus noches del invierno brutal de 1939 Rafael Sánchez Mazas anduvo vagando por la comarca de Banyoles tratando de cruzar las líneas del ejército republicano en retirada y pasar a la zona nacional. Muchas veces pensó que no iba a conseguirlo; solo, sin más recursos que su voluntad de supervivencia, incapaz de orientarse en una zona desconocida y poblada de bosques agrestes y espesísimos, debilitado hasta la extenuación por las caminatas, el frío, el hambre y los tres años ininterrumpidos de cautiverio, muchas veces tuvo que hacer acopio de fuerzas para no dejarse derrotar por el desaliento. Las tres primeras jornadas fueron terribles. Dormía de día y caminaba de noche, evitando la publicidad de las carreteras y los pueblos, mendigando alimento y refugio en las masías, y aunque en ninguna de ellas osó por prudencia revelar su verdadera identidad, sino que se presentaba como un soldado republicano extraviado, y aunque casi todo el mundo al que se lo pedía le daba algo de comer, le permitía descansar un rato y le indicaba sin preguntas cómo seguir su camino, el miedo impidió que alguien lo acogiera bajo su protección. Al amanecer del cuarto día, después de más de tres horas de vagar por bosques a oscuras, Sánchez Mazas divisó a lo lejos una masía. Menos por decisión racional que por puro agotamiento, se dejó caer sobre un lecho de agujas de pino y quedó inmóvil allí, con los ojos cerrados, sintiendo apenas el ruido de su respiración y el perfume de la tierra empapada de rocío. Desde la mañana anterior no había probado bocado, estaba exhausto y se sentía enfermo, porque no había un solo músculo de su cuerpo que no le doliese. Hasta entonces el milagro de haber sobrevivido al fusilamiento y la esperanza del encuentro con los nacionales le habían dotado de una perseverancia y una fortaleza que creía perdidas; ahora comprendió que sus energías se estaban acabando y que, a menos que ocurriera otro milagro o que alguien lo ayudara, muy pronto la aventura iba a tocar a su fin. Al rato, cuando se sintió un poco repuesto y el brillo del sol entre la fronda le infundió una brizna de optimismo, juntando fuerzas se incorporó y echó a andar hacia la masía.

María Ferré no iba a olvidar nunca el radiante amanecer de febrero en que por vez primera vio a Rafael Sánchez Mazas. Sus padres estaban en el campo y ella se disponía a echar de comer a las vacas cuando el hombre apareció en el patio -alto, famélico y espectral, con las gafas torcidas y barba de muchos días, con la zamarra y los pantalones agujereados y sucios de tierra y de hierbajos- y le pidió un pedazo de pan. María no tuvo miedo. Acababa de cumplir veintiséis años y era una muchacha trigueña, analfabeta y laboriosa para quien la guerra no era más que un confuso rumor de fondo en las cartas que enviaba desde el frente su hermano, y un torbellino sin sentido que dos años atrás se había llevado la vida de un muchacho de Palol de Revardit con el que alguna vez había soñado casarse. Durante ese tiempo su familia no había pasado hambre ni miedo, porque las tierras de labranza que rodeaban la masía y las vacas, cerdos y gallinas que albergaban los establos bastaban y sobraban para alimentarla, y porque, aunque el Mas Borrell, su casa, se hallaba a medio camino entre Palol de Revardit y Cornellá de Terri, los desmanes de los días de la revolución no les habían alcanzado y el desorden de la retirada sólo les enfrentó a algún soldado perdido y sin armas que, más temeroso que amenazante, les pedía algo de comer o les robaba una gallina. Es posible que al principio Sánchez Mazas fuera para María Ferré otro más de los muchos desertores que durante aquellos días vagaban por las cercanías, y que por eso no se asustara, pero ella sostuvo siempre que, apenas vio recortarse su figura lastimosa contra la tierra del camino que cruzaba frente al patio, reconoció detrás de los estragos inclementes de tres días de intemperie su porte inconfundible de caballero. Sea o no verdad lo anterior, María dispensó al hombre el mismo trato piadoso que a los demás fugitivos.