Выбрать главу

– Ahora son mis amigos. -Ni María ni Joaquim Figueras lo recuerdan, pero sí Angelats: fue en ese momento cuando, según él, Sánchez Mazas pronunció por vez primera unas palabras que iba a repetir muchas veces en los años que siguieron y que hasta el final de sus vidas resonarían en la memoria de los muchachos que lo ayudaron a sobrevivir con un tintineo aventurero de contraseña secreta-. «Los amigos del bosque». -Y, siempre según Ángelats, añadió con alguna solemnidad-: Algún día contaré todo esto en un libro: se titulará Soldados de Salamina.

Antes de marcharse les reiteró a los Ferré su eterna gratitud por haberle acogido, les rogó que no dudaran en ponerse en contacto con él siempre que creyeran que podía ayudarles, y a modo de salvoconducto, por si tenían algún problema con las nuevas autoridades, escuetamente relató en un pedazo de papel lo que habían hecho por él. Después se fueron, y desde la puerta del patio María y sus padres los vieron alejarse por el camino de tierra en dirección a Cornellá, Sánchez Mazas al frente, erguido como un capitán al mando de los restos ínfimos, exultantes y desastrados de sus tropas victoriosas, Joaquim y Angelats escoltándolo, y Pere un poco más atrás y casi cabizbajo, como si no participara del todo de la alegría de los otros pero batallara con todas las fuerzas que le quedaban por no quedar excluido de ella. Durante los años que siguieron María escribió muchas veces a Sánchez Mazas y éste siempre le contestó de su puño y letra. Las cartas de Sánchez Mazas ya no existen, porque María, aconsejada por su madre, que por algún motivo temía que pudieran comprometerla, acabó destruyéndolas. En cuanto a sus propias cartas, se las escribía el secretario del Ayuntamiento de Banyoles, y en ellas solicitaba la puesta en libertad de familiares, amigos o conocidos encarcelados, cosa que casi indefectiblemente se le concedía y que durante varios años la envolvió en un halo de santa o de hada madrina de los desesperados de la comarca, cuyas familias acudían a ella en busca de protección para las víctimas indiscriminadas de una posguerra que por entonces nadie podía imaginar que duraría tanto tiempo. Salvo su familia, nadie tampoco sabía que la fuente de aquellos favores no era un amante secreto de María, ni un poder sobrenatural que ella había poseído siempre pero no había juzgado oportuno usar hasta entonces, sino un pordiosero fugitivo al que un amanecer había ofrecido un poco de comida caliente y al que, después de aquel mediodía de febrero en que se perdió por el camino de tierra en compañía de los Figueras y de Angelats, nunca volvió a ver en toda su vida.

Sánchez Mazas pasó algún tiempo en Can Pigem a la espera de un transporte que lo devolviera a Barcelona. Fueron días muy felices. Aunque en algunas partes de España la guerra seguía su curso, para él y para sus compañeros había terminado, y el recuerdo terrible de los meses de incertidumbre y cautiverio y de la proximidad de la muerte reforzaban su euforia, igual que lo hacían la anticipación del reencuentro inmediato con su familia y sus amigos y con el nuevo país que él había contribuido decisivamente a forjar. En el afán por congraciarse con las nuevas autoridades -en el afán de las nuevas autoridades por congraciarse con la gente-, aquella comarca de militancia republicana celebró por todo lo alto la entrada de los nacionales con cuchipandas y verbenas populares en las que nunca faltó la presencia de Sánchez Mazas y sus tres compañeros, vestidos todavía con sus uniformes de soldados rojos y armados con sus pistolas del nueve largo, pero sobre todo protegidos por la presencia intimidadora del jerarca, que de forma un tanto irónica pero indefectible los presentaba como su guardia personal. Ese periodo de alegre impunidad terminó para ellos la mañana en que un teniente de regulares irrumpió en Can Pigem con el anuncio de que el jeep en el que partía de inmediato hacia Barcelona tenía un asiento libre para Sánchez Mazas. Sin apenas tiempo para despedirse de la familia Figueras y de Angelats, Sánchez Mazas alcanzó a entregarle a Pere la libreta de tapas verdes donde, además del diario de sus días del bosque, había puesto por escrito el vínculo de gratitud que le uniría para siempre a ellos, y Joaquim Figueras y Daniel Angelats recuerdan muy bien que las últimas palabras que le oyeron pronunciar, sacando una mano de despedida por la ventanilla del jeep que se alejaba ya por la carretera de Gerona, fueron:

– ¡Volveremos a vernos!

Pero Sánchez Mazas se equivocaba: nunca volvió a ver a Pere y Joaquim Figueras, ni a Daniel Angelats. Sin embargo, y aunque él nunca llegó a saberlo, Daniel Angelats y Joaquim Figueras sí volvieron a verle a él.

Ocurrió varios meses más tarde, en Zaragoza. Para entonces Sánchez Mazas era un hombre completamente distinto al que ellos habían conocido. Propulsado por el ímpetu de la liberación, en ese tiempo había desarrollado una actividad sin descanso: había visitado Barcelona, Burgos, Salamanca, Bilbao, Roma, San Sebastián; por todas partes fue objeto de agasajos que festejaban su libertad y su incorporación a la España nacional como un triunfo de valor incalculable para el porvenir de ésta; por todas partes escribió artículos, concedió entrevistas, pronunció conferencias, discursos y alocuciones radiofónicas donde veladamente aludía a episodios de su larga cautividad y donde, con una fe sin fisuras, se ponía al servicio del nuevo régimen. No obstante, desde que al día siguiente de abandonar Can Pigem empezó a frecuentar en Barcelona el despacho de Dionisio Ridruejo, jefe de Prensa y Propaganda de los sublevados, donde de forma asidua se reunían viejos y nuevos camaradas de la Falange intelectual, Sánchez Mazas pudo captar, por encima o por debajo de la atmósfera triunfalista de fraternidad superficial, los recelos y suspicacias que entre los vencedores habían causado la astucia de Franco y tres años de conciliábulos conspirativos en la retaguardia. Pudo captarlo, pero no lo captó o no quiso captarlo. El hecho es explicable: recién recobrada la libertad, Sánchez Mazas lo encontraba todo a pedir de boca, porque no podía imaginar que la realidad de la España de Franco difiriera en un ápice de sus deseos; no era ése el caso de algunos de sus viejos camaradas falangistas. Desde que el 19 de abril de 1937 fue promulgado el Decreto de Unificación, un verdadero golpe de Estado a la inversa (como años más tarde lo llamó Ridruejo) por el que todas las fuerzas políticas que se habían sumado al Alzamiento pasaban a integrarse en un único partido bajo el mando del Generalísimo, la vieja guardia de Falange podía empezar a intuir que la revolución fascista con que había soñado no iba a llegar nunca, porque el cóctel expeditivo de su doctrina -que en una amalgama brillante, demagógica e imposible mezclaba la preservación de ciertos valores tradicionales y la urgencia de cambios profundos en la estructura social y económica del país, el terror de las clases medias ante la revolución proletaria y el irracionalismo vitalista de raíz nietzscheana, que, frente al vivere cauto burgués, propugnaba el vivere pericoloso romántico-, iba a acabar diluyéndose en un aguachirle gazmoño, previsible y conservador. A la altura de 1937, descabezada por la muerte de José Antonio, domesticada como ideología y anulada como aparato autónomo de poder, Franco podía usar ya la Falange, con su retórica y sus ritos y demás manifestaciones externas fascistas, a la manera de un instrumento para homologar su régimen con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini (de quienes tanta ayuda había recibido y recibía y esperaba todavía recibir), pero también podía usarla, según había previsto y temido años atrás José Antonio, «como un mero elemento auxiliar de choque, como una guardia de asalto de la reacción, como una milicia juvenil destinada a desfilar ante los fantasmones encaramados en el poder». Todo conspiró en esos años para diluir la Falange primigenia, desde el uso ortopédico que de ella hizo Franco hasta el hecho crucial de que en el curso de la guerra no sólo se sumaron de forma masiva a ella quienes compartían de buen grado su ideario, sino también quienes trataban de esa forma de blindarse de su pasado republicano. Así las cosas, la disyuntiva que tarde o temprano hubieron de afrontar muchos camisas viejas era diáfana: denunciar la flagrante discrepancia entre su proyecto político y el que gobernaba el nuevo estado o convivir con la menor incomodidad posible con esa contradicción y aplicarse a rebañar hasta la más mínima migaja del banquete del poder. Por supuesto, entre esos dos extremos las posturas intermedias fueron casi infinitas; pero lo cierto es que, a despecho de tanta protesta de honestidad inventada a toro pasado, salvo Ridruejo -un hombre que se equivocó muchas veces, pero que siempre fue limpio y valiente y puro en lo puro- casi nadie optó de forma abierta por la primera.