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Tercera parte . Cita en Stockton

Terminé de escribir Soldados de Salamina mucho antes de que concluyera el permiso que me habían concedido en el periódico. Salvo a Conchi, con la que salía a cenar un par o tres de veces por semana, en todo ese tiempo apenas vi a nadie, porque me pasaba el día y la noche encerrado en mi cuarto, delante del ordenador. Escribía de forma obsesiva, con un empuje y una constancia que ignoraba que poseía; también sin demasiada claridad de propósito. Éste consistía en escribir una suerte de biografía de Sánchez Mazas que, centrándose en un episodio en apariencia anecdótico pero acaso esencial de su vida -su frustrado fusilamiento en el Collell-, propusiera una interpretación del personaje y, por extensión, de la naturaleza del falangismo o, más exactamente, de los motivos que indujeron al puñado de hombres cultos y refinados que fundaron Falange, a lanzar al país a una furiosa orgía de sangre. Por descontado, yo suponía que, a medida que el libro avanzase, este designio se alteraría, porque los libros siempre acaban cobrando vida propia, y porque uno no escribe acerca de lo que quiere, sino de lo que puede; también suponía que, aunque todo lo que con el tiempo había averiguado sobre Sánchez Mazas iba a constituir el núcleo de mi libro, lo que me permitía sentirme seguro, llegaría un momento en que tendría que prescindir de esas andaderas, porque -si es que lo que escribe va a tener verdadero interés- un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora.

Ninguna de las dos conjeturas resultó equivocada, pero a mediados de febrero, un mes antes de que concluyera el permiso, el libro estaba terminado. Eufórico, lo leí, lo releí. A la segunda relectura la euforia se trocó en decepción: el libro no era malo, sino insuficiente, como un mecanismo completo pero incapaz de desempeñar la función para la que ha sido ideado porque le falta una pieza. Lo malo es que yo no sabía cuál era esa pieza. Corregí a fondo el libro, reescribí el principio y el final, reescribí varios episodios, otros los cambié de lugar. La pieza, sin embargo, no aparecía; el libro seguía estando cojo.

Lo abandoné. El día en que tomé la decisión salí a cenar con Conchi, que debió de notarme raro, porque me preguntó qué me pasaba. Yo no tenía ganas de hablar de ello (en realidad, tampoco tenía ganas de hablar; ni siquiera de salir a cenar), pero acabé explicándoselo.

– ¡Mierda! -dijo Conchi-. Ya te dije que no escribieras sobre un facha. Esa gente jode todo lo que toca. Lo que tienes que hacer es olvidarte de ese libro y empezar otro. ¿Qué tal uno sobre García Lorca?

Pasé las dos semanas siguientes sentado en un sillón, frente al televisor apagado. Que yo recuerde, no pensaba en nada, ni siquiera en mi padre; tampoco en mi primera mujer. Conchi me visitaba a diario: ordenaba un poco la casa, preparaba comida y, cuando yo ya me había metido en la cama, se iba. Lloraba poco, pero no podía evitar hacerlo cuando cada noche, a eso de las diez, Conchi ponía la tele para verse vestida de pitonisa y comentar su programa de la televisión local.

También fue Conchi quien me convenció de que, aunque mi permiso no hubiera acabado y yo no estuviera recuperado del todo, debía volver a mi trabajo en el periódico. Quizá porque llevaba menos tiempo fuera que la vez anterior, o porque mi cara y mi aspecto movían más a la misericordia que al sarcasmo, en esta ocasión el regreso de vacío fue menos humillante, y en la redacción no hubo comentarios irónicos ni nadie preguntó nada, ni siquiera el director; éste, por lo demás, no sólo no me obligó a traerle cafés desde el bar de la esquina (una actividad para la que yo ya venía preparado), sino que ni siquiera me castigó con labores subalternas. Al contrario: como si adivinara que necesitaba airearme un poco, me propuso dejar la sección de cultura y dedicarme a realizar una serie casi diaria de entrevistas a personajes de algún relieve que, sin haber nacido en la provincia, residieran habitualmente en ella. Fue así como, durante varios meses, entrevisté a empresarios, actores, deportistas, poetas, políticos, diplomáticos, picapleitos, vagos.

Uno de mis primeros entrevistados fue Roberto Bolaño. Bolaño, que era escritor y chileno, vivía desde hacía mucho tiempo en Blanes, un pueblo costero situado en la frontera entre Barcelona y Gerona, tenía cuarenta y siete años, un buen número de libros a sus espaldas y ese aire inconfundible de buhonero hippie que aqueja a tantos latinoamericanos de su generación exiliados en Europa. Cuando fui a visitarle acababa de obtener un importante premio literario y vivía con su mujer y su hijo en el Carrer Ample, una calle del centro de Blanes en la que había comprado un piso modernista con el dinero que le habían dado. Allí me recibió aquella mañana, y aún no habíamos cruzado los saludos de rigor cuando me espetó:

– Oye, ¿tú no serás el Javier Cercas de El móvil y El inquilino?

El móvil y El inquilino eran los títulos de los dos únicos libros que yo había publicado, más de diez años atrás, sin que nadie salvo algún amigo de entonces se diera por enterado del acontecimiento. Aturdido o incrédulo, asentí.

– Los conozco -dijo-. Creo que incluso los compré.

– ¿Ah, fuiste tú?

No hizo caso del chiste.

– Espera un momento.

Se perdió por un pasillo y regresó al rato.

– Aquí están -dijo, blandiendo triunfalmente mis libros.

Hojeé los dos ejemplares, advertí que estaban usados. Casi con tristeza comenté:

– Los leíste.

– Claro -sonrió apenas Bolaño, que no sonreía casi nunca, pero que casi nunca parecía hablar del todo en serio-. Yo leo hasta los papeles que encuentro por las calles.

Ahora fui yo el que sonrió.

– Los escribí hace muchos años.

– No tienes que disculparte -dijo-. A mí me gustaron, o por lo menos recuerdo que me gustaron.

Pensé que se burlaba; levanté la vista de los libros y le miré a los ojos: no se burlaba. Me oí preguntar:

– ¿De veras?

Bolaño encendió un cigarrillo, pareció reflexionar un momento.

– Del primero no me acuerdo muy bien -reconoció al cabo-. Pero creo que había un cuento muy bueno sobre un hijo de puta que induce a un pobre hombre a cometer un crimen para poder terminar su novela, ¿verdad? -Sin darme tiempo a asentir de nuevo, añadió-: En cuanto a El inquilino, me pareció una novelita deliciosa.

Bolaño pronunció este dictamen con tal mezcla de naturalidad y convicción que de golpe supe que los escasos elogios que habían merecido mis libros eran fruto de la cortesía o la piedad. Me quedé sin habla, y sentí unas ganas enormes de abrazar a aquel chileno de voz escasa, de pelo rizoso, escuálido y mal afeitado, a quien acababa de conocer.