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– Español de puro bruto -citó Bolaño, sin decirle a Miralles que citaba a César Vallejo, sobre el que por entonces estaba escribiendo una novela chiflada.

Miralles se rió.

– Exacto -convino-. Luego he leído muchas cosas sobre él, contra él en realidad. La mayoría falsas, por lo que yo sé. Supongo que se equivocó en muchas cosas, pero también acertó en muchas otras, ¿no es verdad?

En los primeros días de la guerra Miralles había sentido simpatía por los anarquistas, no tanto por sus confusas ideas o por su ímpetu revolucionario, cuanto porque fueron los primeros en echarse a la calle a pelear contra el fascismo. No obstante, a medida que la contienda avanzaba y los anarquistas sembraban el caos en la retaguardia, esa simpatía se desvaneció: como todos los comunistas -y sin duda esto también contribuyó a acercarle a ellos-, Miralles entendía que lo primero era ganar la guerra; luego ya habría tiempo de hacer la revolución. De modo que, cuando en el verano del 37 la 11.ª División, a la que él pertenecía, liquidó por orden de Líster las colectividades anarquistas de Aragón, a Miralles la operación le pareció brutal, pero no injustificada. Más tarde peleó en Belchite, en Teruel, en el Ebro y, cuando el frente se derrumbó, Miralles se retiró con el ejército hacia Cataluña y a principios de febrero del 39 cruzó la frontera francesa con los otros 450.000 españoles que lo hicieron en los días finales de la guerra. Al otro lado le esperaba el campo de concentración de Argelés, en realidad una playa desnuda e inmensa rodeada por una doble alambrada de espino, sin barracones, sin el menor abrigo en el frío salvaje de febrero, con una higiene de cenagal, donde, en condiciones de vida infrahumanas, con mujeres y viejos y niños durmiendo en la arena moteada de nieve y escarcha y hombres vagando cargados con el peso alucinado de la desesperación y el rencor de la derrota, ochenta mil fugitivos españoles aguardaban el final del infierno.

– Los llamaban campos de concentración -solía decir Miralles-. Pero no eran más que morideros.

Así que, unas semanas después de llegar a Argelés, cuando aparecieron por el campo las banderas de enganche de la Legión Extranjera francesa, sin dudarlo un instante Miralles se alistó en ella. Fue así como llegó al Magreb, a algún punto del Magreb, Túnez o tal vez Argelia, Bolaño no recordaba bien. Allí le sorprendió el inicio de la guerra mundial. Francia cayó en manos de los alemanes en junio del cuarenta, y la mayor parte de las autoridades francesas del Magreb se pusieron del lado del gobierno títere de Vichy. Pero en el Magreb estaba también Leclerc, el general Jacques-Philippe Leclerc. Leclerc se negó a aceptar las órdenes de Vichy y empezó a reclutar cuanta gente pudo con la idea desatinada de cruzar a su mando la mitad de África y alcanzar alguna posesión ultramarina francesa que aceptase la autoridad de De Gaulle, quien desde Londres, igual que él, se había rebelado en nombre de la Francia libre contra Pétain.

– ¡Chucha, Javier! -Recostado en una butaca del bar del Carlemany, Bolaño me miraba burlón o incrédulo a través de los gruesos cristales de sus gafas y del humo de su Ducados-. Miralles se pasó toda su vida cagándose en Leclerc y en sí mismo por haberle hecho caso a Leclerc. Porque ni él ni ninguno de los desharrapados a los que Leclerc engañó como a chinos tenían ni idea de dónde se metían. Era un viaje de varios miles de kilómetros a través del desierto, a puro huevo, en condiciones mucho peores que las que había dejado Miralles en Argelés y sin apenas pertrechos. ¡Ríete tú del París-Dakar, que es un puto paseíto de domingo comparado con eso! ¡Hay que tener los cojones cuadrados para hacer una cosa así!

Pero ahí estaban Miralles y su montón de engañados voluntarios reclutados de urgencia por el proselitismo insensato de Leclerc, quienes, después de varios meses de contramarchas suicidas por el desierto, arribaron a la provincia del Chad, en el África Ecuatorial francesa, donde entraron por fin en contacto con la gente de De Gaulle. Poco después de su llegada al Chad, junto a un destacamento inglés procedente de El Cairo y en compañía de otros cinco hombres de la Legión Extranjera al mando del coronel D'Ornano, comandante en jefe de las fuerzas francesas en el Chad, Miralles tomó parte en el ataque al oasis italiano de Murzuch, en Libia sudoccidental. Los seis miembros de la patrulla francesa eran en teoría voluntarios; la realidad es que Miralles nunca hubiera intervenido en esa incursión de no haber sido porque, como en su compañía nadie se presentaba voluntario a ella, se lo jugaron a la taba y Miralles acabó perdiendo. La patrulla de Miralles era sobre todo simbólica, porque, después de la caída de Francia, era la primera vez que un contingente francés tomaba parte en una acción bélica contra una de las potencias del Eje.

– Date cuenta, Javier -acotó Bolaño, un poco perplejo, como reprimiendo la risa, como si él mismo estuviera descubriendo la historia (o el significado de la historia) a medida que la contaba-. Toda Europa dominada por los nazis, y en el culo del mundo, y sin que nadie se enterase, los cuatro putos moros, el puto negro y el cabrón de español que formaban la patrulla de D'Ornano estaban levantando por vez primera en meses la bandera de la libertad. ¡Tiene cojones la cosa! Y ahí estaba Miralles, engañado y por puñetera mala suerte y a lo mejor sin saber para qué estaba ahí. Pero ahí estaba él.

El coronel D'Ornano cayó en Murzuch. Su puesto al mando de las fuerzas del Chad lo cubrió Leclerc, quien, espoleado por el éxito de Murzuch, se lanzó de inmediato contra el oasis de Cufra -el más importante del desierto de Libia, que estaba también en manos italianas con un puñado de voluntarios de la Legión Extranjera y un puñado de indígenas, con muy pocas armas y muy pocos medios de transporte, y el 1 de marzo de 1942, después de otra marcha de más de mil kilómetros por el desierto, Leclerc y sus hombres tomaron Cufra. Y allí, naturalmente, estaba Miralles. De regreso en el Chad, Miralles gozó de sus primeras semanas de descanso en años, y en algún momento diversos indicios ilusorios le llevaron a imaginar que, después de las gestas de Murzuch y Cufra, durante algún tiempo la guerra iba a quedar bien lejos de él y de sus compañeros. Fue entonces cuando Leclerc tuvo su segunda idea genial en poco tiempo. Convencido con razón de que la suerte de la guerra se estaba jugando en el norte de África, donde el 8.° Ejército de Montgomery combatía contra el Afrika-Korps alemán, decidió tratar de unirse a las tropas inglesas, realizando a la inversa la marcha que, desde el Magreb al Chad, había realizado meses antes. Otras unidades aliadas hicieron por entonces la misma o parecida operación, pero Leclerc carecía por completo de su infraestructura, así que Miralles y los tres mil doscientos hombres que para entonces había conseguido reunir tuvieron que recorrer de nuevo, a pie y en condiciones todavía más precarias que la primera vez, los miles de kilómetros de desierto sin clemencia que los separaban de Trípoli, adonde finalmente llegaron en enero del 43, justo cuando las tropas de Rommel acababan de ser expulsadas de la ciudad por el 8.° de Montgomery. La columna de Leclerc hizo el resto de la campaña de África con ese cuerpo de ejército, de forma que Miralles combatió a los alemanes en la ofensiva contra la Línea Mareth, y más tarde a los italianos en Gabés y Sfax.

Concluida la campaña de África, la columna Leclerc, integrada en el organigrama del ejército aliado, se motorizó, convirtiéndose en la División Acorazada n.° 2 y siendo enviada a Inglaterra para su adiestramiento en el manejo de los tanques americanos, y el 1 de agosto de 1944, casi dos meses después del día D, Miralles desembarcó en la playa de Utah, en Normandía, operando con el Cuerpo de Ejército XV de Hislip. Inmediatamente la columna Leclerc partió hacia el frente, y durante los veintitrés días que para Miralles duró la campaña de Francia no dejó de pelear ni un instante, sobre todo en la región de Sarthe y en los combates que precedieron al aislamiento definitivo de la bolsa de Falaise. Porque la de Leclerc era en aquel momento una unidad muy especiaclass="underline" no sólo era la única división francesa que luchaba en suelo francés (aunque estuviera llena de africanos y de veteranos españoles de la guerra civil; lo proclamaban los nombres de sus tanques: Guadalajara, Zaragoza, Belchite), sino también porque era una división que se nutría exclusivamente de voluntarios, de tal manera que no podía jugar con los recambios de tropas frescas con que jugaba una división normal y, cuando un soldado caía, su puesto quedaba vacante hasta que otro voluntario venía a sustituirlo. Esto explica que, aunque ningún mando sensato mantiene a un soldado más de cuatro o cinco meses en primera línea de combate, porque la tensión del frente resulta insoportable, cuando Miralles y sus compañeros de la guerra civil pisaron las playas de Normandía llevaran más de siete años peleando sin parar.