Pero la guerra aún no había terminado para ellos. La columna Leclerc fue el primer contingente aliado que entró en París; Miralles lo hizo por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto, apenas una hora después de que, al mando del capitán Dronne, lo hiciera el primer destacamento francés. No habían transcurrido quince días cuando los hombres de Leclerc, integrados ahora en el tercer ejército francés de De Lattre de Tassigny, entraban de nuevo en combate. Las semanas siguientes no les concedieron un instante de tregua: embistieron la línea Sigfried, penetraron en Alemania, llegaron hasta Austria. Allí acabó la aventura militar de Miralles. Allí, una mañana ventosa de invierno que no olvidaría nunca, Miralles (o alguien que estaba junto a Miralles) pisó una mina.
– Se hizo papilla -dijo Bolaño después de hacer una pausa para acabar de beberse el té, que se le había enfriado en la taza-. La guerra en Europa estaba a punto de terminar y, después de ocho años combatiendo, Miralles había visto morir a su alrededor a montones de gente, amigos y compañeros españoles, africanos, franceses, de todas partes. Había llegado su turno… -Bolaño golpeó el brazo de la butaca-. Había llegado su turno, pero el cabrón no se murió. Lo llevaron a la retaguardia hecho mierda y lo recompusieron como Dios les dio a entender. Increíblemente, sobrevivió. Y al cabo de poco más de un año ya tienes a Miralles convertido en ciudadano francés y con una pensión de por vida.
Al terminar la guerra y recuperarse de sus heridas, Miralles se fue a vivir a Dijon, o a algún lugar de los alrededores de Dijon, Bolaño no recordaba bien. En más de una ocasión le preguntó a Miralles por qué se había instalado en Dijon (o en los alrededores de Dijon), y él a veces le contestaba que se había instalado allí como podía haberse instalado en cualquier otra parte, y otras veces le decía que se había instalado allí porque durante la guerra se prometió a sí mismo que, si conseguía sobrevivir, iba a pasarse el resto de su vida bebiendo buen vino, «y hasta hoy he cumplido», añadía palmeándose su desnuda y feliz barriga de buda. Mientras frecuentó a Miralles, Bolaño pensaba que ninguna de esas dos razones era la verdadera; ahora pensaba que tal vez lo eran las dos. Lo cierto es que Miralles se casó en Dijon (o en los alrededores de Dijon) y que en Dijon (o en los alrededores de Dijon) tuvo una hija. Se llamaba María. Bolaño la conoció en el camping, porque al principio acudía allí cada verano, con su padre: recordaba una chica fina, seria y fuerte, «totalmente francesa», aunque con su padre hablaba siempre un castellano empedrado de erres guturales. Recordaba también que a Miralles, que había enviudado poco después de tenerla, se le caía la baba con ella: era María quien llevaba el gobierno de la casa, quien impartía órdenes que Miralles obedecía con una especie de pudorosa humildad de veterano acostumbrado a obedecer órdenes, y quien, cuando la conversación con los amigos se prolongaba demasiado en el bar del cámping y a Miralles el vino le empezaba a poner la boca pastosa y a enredarle las frases, le cogía del brazo y se lo llevaba a la rulot, sumiso y trastabillando, con su mirada turbia de bebedor y su sonrisa culpable de padre orgulloso. Lo de María, sin embargo, duró poco tiempo, no más de dos años (dos de los cuatro en que Bolaño trabajó en el cámping), y Miralles empezó a ir solo al Estrella de Mar. Fue a partir de entonces cuando Bolaño y él intimaron de veras; también cuando Miralles empezó a acostarse con Luz. Luz era una prostituta que algunos veranos faenaba por el cámping. Bolaño la recordaba muy bien: morena y corpulenta y bastante joven y guapa, con una generosidad natural y un sentido común imperturbable; quizá sólo ocasionalmente trabajaba de puta, conjeturaba Bolaño.
– Miralles se encoñó de mala manera con ella -añadió-. El cabrón se ponía tristísimo y se emborrachaba a morir cuando no estaba Luz.
Bolaño recordó entonces que una noche del último verano en que estuvo con Miralles, mientras hacía la primera ronda, ya de madrugada, oyó una música muy tenue que llegaba del extremo del camping, justo al lado de la valla que lo aislaba de un bosque de pinos. Más por curiosidad que para exigir que quitaran la música -sonaba tan baja que no podía estorbar el sueño de nadie-, se acercó sigilosamente y vio a una pareja bailando abrazada bajo la marquesina de una rulot. En la rulot reconoció la rulot de Miralles; en la pareja, a Miralles y a Luz; en la música, un pasodoble muy triste y muy antiguo (o eso es lo que entonces le pareció a Bolaño) que muchas veces le había oído tararear entre dientes a Miralles. Antes de que ellos pudieran advertir su presencia, Bolaño se ocultó tras otra rulot y, durante unos minutos, estuvo observándolos. Bailaban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano, y a Bolaño le llamó la atención sobre todo el contraste entre la solemnidad de sus movimientos y su atuendo, Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio, conduciendo a Luz, que, quizá porque vestía una blusa blanca que le llegaba hasta las rodillas y dejaba entrever su cuerpo desnudo, parecía flotar como un fantasma en el frescor de la noche. Bolaño dijo que en aquel momento, espiando detrás de una rulot a aquel viejo veterano de todas las guerras, con el cuerpo cosido a cicatrices y el alma en vilo por una puta ocasional que no sabía bailar un pasodoble, sintió una emoción extraña y, como un reflejo acaso falaz de esa emoción, en un giro de la pareja le pareció divisar un destello en los ojos de Miralles, igual que si en aquel instante se hubiese echado a llorar o intentase en vano contener las lágrimas o llevase mucho rato llorando, y entonces supo o imaginó que su presencia allí tenía algo de obsceno, que le estaba robando aquella escena a alguien y que tenía que marcharse, y supo también, confusamente, que su tiempo en el cámping se había agotado, porque ya había aprendido en él todo lo que podía aprender. Así que encendió un cigarrillo, miró por última vez a Luz y a Miralles bailando bajo la marquesina, dio media vuelta y siguió su ronda.
– Al final de aquel verano me despedí de Miralles hasta el año siguiente, como siempre -dijo Bolaño después de otro largo silencio, como si hablara consigo mismo, o más bien con alguien que estaba escuchándole pero que no era yo. Al otro lado de los ventanales del Carlemany ya era de noche; frente a mí tenía la expresión nublada o ausente de Bolaño y una mesita con varios vasos vacíos y un cenicero rebosante de colillas. Habíamos pedido la cuenta-. Pero yo ya sabía que al año siguiente no volvería al cámping. Y no volví. Tampoco volví a ver a Miralles.
Insistí en acompañar a Bolaño a la estación y, mientras compraba un paquete de Ducados para el viaje, le pregunté si en todos esos años no había vuelto a saber nada de Miralles.
– Nada -contestó-. Le perdí la pista, como a tanta gente. A saber dónde andará ahora. A lo mejor todavía va al cámping; pero no lo creo: tendrá más de ochenta años, y dudo mucho que esté para eso. Quizá siga viviendo en Dijon. O quizás esté muerto, en realidad supongo que es lo más probable, ¿no? ¿Por qué lo preguntas?