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– La noche anterior nos dijeron que preparáramos nuestras cosas, porque al día siguiente nos íbamos -explicó-. Por la mañana vimos a una cuerda de presos salir del santuario escoltados por unos cuantos carabineros.

– ¿Sabían que los iban a fusilar?

– No. Creíamos que iban a hacer algún trabajo, o quizás a canjearlos, se había hablado mucho de eso. Aunque su cara no era de que fueran a canjearlos, la verdad.

– ¿Conocía usted a Sánchez Mazas? ¿Lo reconoció entre los presos?

– No, no lo sé… Creo que no.

– ¿No lo conocía o no lo reconoció?

– No lo reconocí. Conocerlo sí lo conocía. ¡Cómo no iba a conocerlo! Lo conocíamos todos.

Miralles aseguró que alguien como Sánchez Mazas no podía pasar inadvertido en un lugar como aquél, y que por eso, igual que todos sus demás compañeros, se había fijado en él muchas veces, cuando salía a pasear al jardín con los otros presos; vagamente recordaba aún sus gafas de miope, su escarpada nariz de judío, la zamarra de piel con la que días más tarde relataría triunfalmente ante una cámara de Franco su aventura inverosímil… Miralles se calló, como si el esfuerzo de recordar le hubiese dejado por un momento exhausto. Un débil rumor de cubertería llegaba del interior del edificio; de un vistazo fugaz vi la pantalla del televisor apagada. Ahora Miralles y yo estábamos solos en el jardín.

– ¿Y luego?

Miralles dejó de escarbar con el bastón entre las baldosas y aspiró el aire impecable del mediodía.

– Luego nada. -Espiró largamente-. La verdad es que no lo recuerdo muy bien, todo fue muy confuso. Recuerdo que oímos disparos y que echamos a correr. Alguien, entonces, gritó que los presos intentaban escapar, así que nos pusimos a registrar el bosque, para encontrarlos. No sé cuánto duró la batida, pero de vez en cuando se oían disparos, y era que habían cazado a alguno. De todos modos, no me extraña que más de uno escapara.

– Escaparon dos.

– Ya le digo que no me extraña. Se había puesto a llover y el bosque allí es muy espeso. O por lo menos yo lo recuerdo así. En fin, cuando nos cansamos de buscar (o cuando alguien nos lo ordenó) volvimos al santuario, acabamos de recoger las cosas y esa misma mañana nos fuimos.

– O sea, que según usted no fue un fusilamiento.

– No me haga decir cosas que no he dicho, joven. Yo sólo le cuento las cosas como son, o como yo las viví. La interpretación corre de su cuenta, que para eso es usted el periodista, ¿no? Además, reconocerá usted que, si alguien mereció que lo fusilaran entonces, ése fue Sánchez Mazas: si lo hubieran liquidado a tiempo, a él y a unos cuantos como él, quizá nos hubiéramos ahorrado la guerra, ¿no cree?

– Yo no creo que nadie merezca ser fusilado.

Miralles se volvió sin prisa y me miró con sus ojos dispares, fijamente, como si buscara en los míos una respuesta a su irónica perplejidad; una sonrisa afectuosa, que por un momento temí que desembocara en carcajada, suavizó la repentina dureza de sus facciones.

– ¡No me diga que es usted pacifista! -dijo, y me puso una mano en la clavícula-. ¡Haber empezado por ahí, hombre! Y a propósito -apoyándose en mí se incorporó y señaló con el bastón la entrada de la residencia-, a ver cómo se las arregla con la hermana Françoise.

Ignoré la burla de Miralles y, porque pensé que se me agotaba el tiempo, precipitadamente dije:

– Me gustaría hacerle una última pregunta.

– ¿Sólo una? -En voz alta se dirigió a la monja-: Hermana, el periodista quiere hacerme una última pregunta.

– Me parece muy bien -dijo la hermana Françoise-. Pero si la respuesta es muy larga se va a quedar usted sin comer, Miralles. -Sonriéndome añadió-: ¿Por qué no vuelve por la tarde?

– Claro, joven -convino Miralles, jovial-. Vuelva por la tarde y seguiremos hablando.

Acordamos que volvería a las cinco, después de la siesta y de los ejercicios de recuperación. Con la hermana Françoise acompañé a Miralles hasta el comedor. «No se olvide del tabaco», me susurró Miralles al oído, a modo de despedida. Luego entró en el comedor y mientras se sentaba a una mesa, entre dos ancianas de pelo blanquísimo que ya habían empezado a comer, aparatosamente me guiñó un ojo cómplice.

– ¿Qué le ha dado? -preguntó la hermana Françoise mientras caminábamos hacia la salida.

Como creí que se refería al paquete de tabaco prohibido, que abultaba en el bolsillo de la camisa de Miralles, me ruboricé.

– ¿Darle?

– Se le veía muy contento.

– Ah. -Sonreí, aliviado-. Estuvimos hablando de la guerra.

– ¿De qué guerra?

– De la guerra de España.

– No sabía que Miralles hubiera hecho la guerra.

Iba a decirle que Miralles no había hecho una guerra, sino muchas, pero no pude, porque en ese momento vi a Miralles caminando por el desierto de Libia hacia el oasis de Murzuch, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, llevando la bandera tricolor de un país que no es su país, de un país que es todos los países y también el país de la libertad y que ya sólo existe porque él y cuatro moros y un negro la están levantando mientras siguen caminando hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

– ¿Viene alguien a verle? -pregunté a la hermana Françoise.

– No. Al principio venía su yerno, el viudo de su hija. Pero luego dejó de venir; creo que acabaron de mala manera. En fin, Miralles tiene un carácter un poco difícil; le aseguro una cosa: su corazón es de oro.

Oyéndola hablar de la embolia que meses atrás había paralizado el costado izquierdo de Miralles, me dije que la hermana Françoise hablaba como la directora de un orfanato tratando de colocarle a un cliente potencial un pupilo díscolo; me dije también que Miralles quizá no era un pupilo díscolo, pero seguro que era un huérfano, y entonces me pregunté al recuerdo de quién iba a aferrarse Miralles cuando estuviera muerto, para no morir del todo.

– Creímos que se nos quedaba en ésa -prosiguió la hermana Françoise-. Pero se ha recuperado muy bien: tiene una constitución de toro. Lleva muy mal lo del tabaco y lo de comer sin sal, pero ya se acostumbrará. -Al llegar al mostrador de recepción hizo una sonrisa y me alargó la mano-. Bueno, le vemos por la tarde, ¿no?

Antes de salir de la residencia miré el reloj: eran poco más de las doce. Tenía ante mí cinco horas vacías. Caminé un rato por la Route des Daix en busca de una terraza donde tomar algo, pero, como no la encontré -el barrio era un entramado de anchas avenidas suburbiales con casitas apareadas-, apenas vi un taxi lo paré y le pedí que me llevara de vuelta al centro. Me dejó en una plaza semicircular que se abría hasta acoger en su seno el palacio de los duques de Borgoña. Frente a su fachada, sentado en una terraza, me bebí dos cervezas. Desde donde me hallaba se veía un letrero con el nombre de la plaza: Place de la Libération. Inevitablemente pensé en Miralles entrando en París por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto del 44, con las primeras tropas aliadas, a bordo de su tanque que se llamaría Guadalajara o Zaragoza o Belchite. A mi lado, en la terraza, una pareja muy joven se pasmaba ante las risas y los pucheros de un bebé rosado; gente atareada e indiferente cruzaba frente a nosotros. Pensé: «No hay ni uno solo que sepa de ese viejo medio tuerto y terminal que fuma cigarrillos a escondidas y ahora mismo está comiendo sin sal a unos pocos kilómetros de aquí, pero no hay ni uno solo que no esté en deuda con él». Pensé: «Nadie se acordará de él cuando esté muerto». Volví a ver a Miralles caminando con la bandera de la Francia libre por la arena infinita y ardiente de Libia, caminando hacia el oasis de Murzuch mientras la gente caminaba por esta plaza de Francia y por todas las plazas de Europa atendiendo a sus negocios, sin saber que su destino y el destino de la civilización de la que ellos habían abdicado pendía de que Miralles siguiera caminando hacia delante, siempre hacia delante. Entonces recordé a Sánchez Mazas y a José Antonio y se me ocurrió que quizá no andaban equivocados y que a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Pensé: «Lo que ni José Antonio ni Sánchez Mazas podían imaginar es que ni ellos ni nadie como ellos podría jamás integrar ese pelotón extremo, y en cambio iban a hacerlo cuatro moros y un negro y un tornero catalán que estaba allí por casualidad o mala suerte, y que se hubiera muerto de risa si alguien le hubiera dicho que estaba salvándonos a todos en aquel tiempo de oscuridad, y que quizá precisamente por eso, porque no imaginaba que en aquel momento la civilización pendía de él, estaba salvándola y salvándonos sin saber que su recompensa final iba a ser una habitación ignorada de una residencia para pobres en una ciudad tristísima de un país que ni siquiera era su país, y donde nadie salvo tal vez una monja sonriente y espigada, que no sabía que había estado en la guerra, lo echaría de menos».