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– No le he contado una cosa -le dije a Miralles-. Sánchez Mazas conocía al soldado que le salvó. Una vez le vio bailando un pasodoble en el jardín del Collell. Solo. El pasodoble era Suspiros de España. -Miralles bajó de la acera y se arrimó al taxi, apoyó una mano grande en el cristal bajado. Yo estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, porque creía que Miralles no podía negarme la verdad. Casi como un ruego pregunté-: Era usted, ¿no?

Tras un instante de vacilación, Miralles sonrió ampliamente, afectuosamente, mostrando apenas su doble hilera de dientes desvencijados. Su respuesta fue:

– No.

Apartó la mano de la ventanilla y le ordenó al taxista que arrancara. Luego, bruscamente, dijo algo, que no entendí (tal vez fue un nombre, pero no estoy seguro), porque el taxi había echado a andar y, aunque saqué la cabeza por la ventanilla y le pregunté qué había dicho, ya era demasiado tarde para que me oyera o pudiera contestarme, le vi levantar el bastón a modo de saludo último y luego, a través del cristal trasero del taxi, caminar de vuelta hacia la residencia, lento, desposeído, medio tuerto y dichoso, con su camisa gris y sus pantalones raídos y sus zapatillas de fieltro, achicándose poco a poco contra el verde pálido de la fachada, la cabeza orgullosa, el perfil duro, el cuerpo balanceante, voluminoso y destartalado, apoyando su paso inestable en el bastón, y cuando abrió la puerta del jardín sentí una especie de nostalgia anticipada, como si, en vez de ver a Miralles, ya le estuviera recordando, quizá porque en aquel momento pensé que no iba a volver a verle, que iba a recordarle así para siempre.

A toda prisa recogí mis cosas en el hotel, pagué la cuenta y llegué a la estación justo a tiempo para tomar el tren. Era también un tren hotel, muy parecido al que había tomado a la ida, o tal vez el mismo. Me instalé en mi compartimiento mientras lo sentía emprender la marcha. Luego, a través de vacíos pasillos enmoquetados de verde, fui al restaurante, un vagón con una doble hilera de mesas impecablemente dispuestas y mullidos asientos de cuero de color calabaza. Sólo quedaba uno libre. Me senté y, como no tenía hambre, pedí un whisky. Lo saboreé, fumando, mientras al otro lado del ventanal Dijon se desintegraba en el anochecer, muy pronto convertida en una veloz sucesión de cultivos apenas intuidos en la oscuridad creciente. Ahora el ventanal duplicaba el vagón restaurante. Me duplicaba: me vi gordo y envejecido, un poco triste. Pero me sentía eufórico, inmensamente feliz. Pensé que, en cuanto llegase a Gerona, llamaría a Conchi y a Bolaño y les contaría cómo estaba Miralles y cómo era esa ciudad que se llamaba Dijon pero cuyo nombre verdadero era Stockton. Planeé uno, dos, tres viajes a Stockton. Iría a Stockton y me instalaría en los apartamentos de la Rue des Daix, frente a la residencia, y pasaría las mañanas y las tardes charlando con Miralles, fumando cigarrillos en el banco escondido del jardín o en su apartamento, y más tarde quizá sin charlar, sin decir nada, sólo sintiendo pasar el tiempo, porque para entonces seríamos tan amigos que ya no necesitaríamos hablar para estar a gusto juntos, y por la noche me sentaría en el balcón de mi apartamento, con un paquete de tabaco y una botella de vino y esperaría hasta que viese que al otro lado de la Rue des Daix la luz del apartamento de Miralles se apagaba y entonces todavía continuaría un rato allí, a oscuras, fumando y bebiendo mientras él dormía o velaba enfrente, muy cerca, tumbado en su cama y recordando quizás a sus amigos muertos. Y me arrepentí de no haberle permitido a Conchi que me acompañara a Dijon y por un momento imaginé el placer de estar allí con ella y con Miralles y también con Bolaño, imaginé que entre los tres convenceríamos a Bolaño de que fuera a Dijon como quien va a Stockton, y Bolaño iría a Stockton con su mujer y su hijo, y los seis alquilaríamos un coche y haríamos excursiones por los pueblos de los alrededores y formaríamos una familia estrafalaria o imposible y entonces Miralles dejaría de ser definitivamente un huérfano (y quizá yo también) y Conchi sentiría una nostalgia terrible de un hijo (y quizá yo también). Y también imaginé que algún día, no muy tarde, la hermana Françoise me llamaría una noche a mi casa de Gerona y yo llamaría a Conchi a su casa de Quart y a Bolaño a su casa de Blanes y los tres partiríamos al día siguiente hacia Dijon aunque adonde llegaríamos sería a Stockton, definitivamente a Stockton, y tendríamos que vaciar el apartamento de Miralles, tirar su ropa y vender o regalar sus muebles y guardar alguna cosa, muy pocas porque Miralles sin duda guardaría muy pocas cosas, quizás alguna fotografía suya sonriendo feliz entre su mujer y su hija o vestido de soldado entre otros jóvenes vestidos de soldados, poca cosa más, quién sabe si algún viejo disco de vinilo con viejos pasodobles rayados que hacía siglos que nadie escuchaba. Y habría un funeral y luego un entierro y en el entierro música, la música alegre de un pasodoble tristísimo sonando en un disco de vinilo rayado, y entonces yo tomaría a la hermana Françoise y le pediría que bailara conmigo junto a la tumba de Miralles, la obligaría a bailar una música que no sabía bailar sobre la tumba reciente de Miralles, en secreto, sin que nadie nos viera, sin que nadie en Dijon ni en Francia ni en España ni en toda Europa supiera que una monja guapa y lista, con la que Miralles siempre deseó bailar un pasodoble y a la que nunca se atrevió a tocarle el culo, y un periodista de provincias estaban bailando en un cementerio anónimo de una melancólica ciudad junto a la tumba de un viejo comunista catalán, nadie lo sabría salvo una pitonisa descreída y maternal y un chileno perdido en Europa que estaría fumando con los ojos nublados de humo, un poco apartado y muy serio, mirándonos bailar un pasodoble junto a la tumba de Miralles igual que una noche de muchos años atrás había visto a Miralles y a Luz bailar otro pasodoble bajo la marquesina de una rulot en el cámping Estrella de Mar, viéndolo y preguntándose tal vez si aquel pasodoble y éste eran en realidad el mismo, preguntándoselo sin esperar respuesta, porque sabía de antemano que la única respuesta es que no había respuesta, la única respuesta era una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir, todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o son esa monja y ese periodista que era yo bailando junto a la tumba de Miralles como si en ese baile absurdo les fuera la vida o como quien pide ayuda para él y para su familia en un tiempo de oscuridad. Y allí, sentado en la mullida butaca de color calabaza del vagón restaurante, acunado por el traqueteo del tren y el torbellino de palabras que giraba sin pausa en mi cabeza, con el bullicio de los comensales cenando a mi alrededor y con mi whisky casi vacío delante, y en el ventanal, a mi lado, la imagen ajena de un hombre entristecido que no podía ser yo pero era yo, allí vi de golpe mi libro, el libro que desde hacía años venía persiguiendo, lo vi entero, acabado, desde el principio hasta el final, desde la primera hasta la última línea, allí supe que, aunque en ningún lugar de ninguna ciudad de ninguna mierda de país fuera a haber nunca una calle que llevara el nombre de Miralles, mientras yo contase su historia Miralles seguiría de algún modo viviendo y seguirían viviendo también, siempre que yo hablase de ellos, los hermanos García Segués -Joan y Lela- y Miquel Cardos y Gabi Baldrich y Pipo Canal y el Gordo Odena y Santi Brugada y Jordi Gudayol, seguirían viviendo aunque llevaran muchos años muertos, muertos, muertos, muertos, hablaría de Miralles y de todos ellos, sin dejarme a ninguno, y por supuesto de los hermanos Figueras y de Angelats y de María Ferré, y también de mi padre y hasta de los jóvenes latinoamericanos de Bolaño, pero sobre todo de Sánchez Mazas y de ese pelotón de soldados que a última hora siempre ha salvado la civilización y en el que no mereció militar Sánchez Mazas y sí Miralles, de esos momentos inconcebibles en que toda la civilización pende de un solo hombre y de ese hombre y de la paga que la civilización reserva a ese hombre. Vi mi libro entero y verdadero, mi relato real completo, y supe que ya sólo tenía que escribirlo, pasarlo a limpio, porque estaba en mi cabeza desde el principio («Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas») hasta el final, un final en el que un viejo periodista fracasado y feliz fuma y bebe whisky en un vagón restaurante de un tren nocturno que viaja por la campiña francesa entre gente que cena y es feliz y camareros con pajarita negra, mientras piensa en un hombre acabado que tuvo el coraje y el instinto de la virtud y por eso no se equivocó nunca o no se equivocó en el único momento en que de veras importaba no equivocarse, piensa en un hombre que fue limpio y valiente y puro en lo puro y en el libro hipotético que lo resucitará cuando esté muerto, y entonces el periodista mira su reflejo entristecido y viejo en el ventanal que lame la noche hasta que lentamente el reflejo se disuelve y en el ventanal aparece un desierto interminable y ardiente y un soldado solo, llevando la bandera de un país que no es su país, de un país que es todos los países y que sólo existe porque ese soldado levanta su bandera abolida, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante bajo el sol negro del ventanal, sin saber muy bien hacia dónde va ni con quién va ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.