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Conseguí el número de teléfono de Trapiello y le llamé a Madrid. En cuanto le expuse el motivo de mi llamada, estuvo amabilísimo y, aunque según dijo hacía años que no se ocupaba de Sánchez Mazas, se mostró encantado de que alguien se interesara por él, a quien yo sospecho que no consideraba un buen escritor, sino un gran escritor. Conversamos durante más de una hora. Trapiello me aseguró que de lo ocurrido en el Collell no conocía más que la historia que había contado en su libro y confirmó que, sobre todo inmediatamente después de la guerra, la había contado mucha gente.

– En los periódicos de la Barcelona recién ocupada por los franquistas apareció a menudo, y también en los de toda España, porque fue uno de los últimos coletazos de violencia en la retaguardia catalana y había que aprovecharlo propagandísticamente -me explicó Trapiello-. Si no me engaño, Ridruejo menciona el episodio en sus memorias, y también Laín. Y por ahí debo de tener un artículo de Montes donde habla también del asunto… Me imagino que durante una época Sánchez Mazas se lo contó a todo el que se le ponía por delante. Claro que era una historia brutal, pero, en fin, no sé… Supongo que era tan cobarde (y todo el mundo sabía que era tan cobarde) que debió de pensar que ese episodio tremendo le redimía de algún modo de su cobardía.

Le pregunté si había oído hablar de «Los amigos del bosque». Me dijo que sí. Le pregunté quién le había contado la historia que contaba en el libro. Me dijo que Liliana Ferlosio, la mujer de Sánchez Mazas, a la que al parecer había frecuentado mucho antes de su muerte.

– Es curiosísimo -comenté-. Salvo en un detalle, la historia coincide punto por punto con la que a mí me contó Ferlosio, como si, en vez de contarla, los dos la hubieran recitado.

– ¿Qué detalle es ése?

– Un detalle sin importancia. En su relato (es decir, en el de Liliana), al ver a Sánchez Mazas el miliciano se encoge de hombros y luego se va. En cambio, en el mío (es decir, en el de Ferlosio), antes de irse el miliciano se queda unos segundos mirándole a los ojos.

Hubo un silencio. Creí que la comunicación se había cortado.

– ¿Oiga?

– Tiene gracia -reflexionó Trapiello-. Ahora que lo dice, es verdad. No sé de dónde saqué lo del encogimiento de hombros, debió de parecerme más novelesco, o más barojiano. Porque yo creo que lo que Liliana me contó es que el miliciano le miró antes de marcharse. Sí. Incluso recuerdo que una vez me dijo que, cuando volvió a encontrarse con Sánchez Mazas después de los tres años de separación de la guerra, éste le hablaba a menudo de esos ojos que le miraban. De los ojos del miliciano, quiero decir.

Antes de colgar todavía seguimos hablando un rato de Sánchez Mazas, de su poesía y de sus novelas y artículos, de su carácter imposible, de sus amistades y de su familia («En esa casa todos hablan mal de todos, y todos tienen razón», me dijo Trapiello que decía González-Ruano); como si descontara que yo iba a escribir algo sobre Sánchez Mazas, pero por un escrúpulo de pudor no quisiera preguntarme qué, Trapiello me dio algunos nombres y algunas indicaciones bibliográficas y me invitó a visitar su casa de Madrid, donde guardaba manuscritos y artículos fotocopiados de la prensa y otras cosas de Sánchez Mazas.

A Trapiello no lo visité hasta unos meses más tarde, pero de inmediato me puse a seguir las pistas que me había facilitado. Así descubrí que, en efecto, sobre todo recién acabada la guerra, Sánchez Mazas le había contado la historia de su fusilamiento a todo el que aceptaba escucharla. Eugenio Montes, uno de los amigos más fieles con que contó nunca, escritor como él, como él falangista, lo retrató el 14 de febrero de 1939, justo dos semanas después de los hechos del Collell, «con pelliza de pastor y pantalón agujereado de balazos», llegando «casi resurrecto del otro mundo» después de tres años de clandestinidad y cárceles en la zona republicana. Sánchez Mazas y Montes se habían reencontrado eufóricamente pocos días antes, en Barcelona, en el despacho del que era a la sazón jefe Nacional de Propaganda de los sublevados, el poeta Dionisio Ridruejo. Muchos años más tarde, en sus memorias, éste todavía recordaba la escena, igual que la recordaba en las suyas, algo después, Pedro Laín Entralgo, por entonces otro joven e ilustrado jerarca falangista. Las descripciones que los dos memorialistas hacen de aquel Sánchez Mazas -a quien Ridruejo conocía un poco, pero a quien Laín, que luego le odiaría a muerte, no había visto nunca- son llamativamente coincidentes, como si les hubiese impresionado tanto que la memoria hubiera congelado su imagen en una instantánea común (o como si Laín hubiera copiado a Ridruejo; o como si los dos hubieran copiado a una misma fuente): también para ellos tiene un aire resurrecto, flaco, nervioso y desconcertado, con el pelo cortado al rape y la nariz corvina monopolizando su rostro famélico; los dos recuerdan también que Sánchez Mazas contó en aquel mismo despacho la historia de su fusilamiento, pero quizá Ridruejo no le concedió demasiado crédito (y por eso menciona los «detalles un poco novelescos» con que aliñó para ellos el relato), y sólo Laín no ha olvidado que vestía una «tosca zamarra parda».

Porque, según averigüé por azar y, después de algunos trámites inusitadamente ágiles, pude comprobar sentado en un cubículo del archivo de la Filmoteca de Cataluña, con esa misma tosca zamarra parda y ese mismo aire resurrecto -flaco y con el pelo al rape- Sánchez Mazas también contó ante una cámara la historia de su fusilamiento, sin duda por las mismas fechas de febrero del 39 en que se lo contó, en el despacho de Ridruejo en Barcelona, a sus camaradas falangistas. La filmación -una de las pocas que se conservan de Sánchez Mazas- apareció en uno de los primeros noticiarios de posguerra, entre imágenes marciales del Generalísimo Franco pasando revista a la Armada en Tarragona e imágenes idílicas de Carmencita Franco jugando en los jardines de su residencia de Burgos con un cachorro de león, regalo de Auxilio Social. Durante todo el relato Sánchez Mazas permanece de pie y sin gafas, la mirada un poco perdida; habla, sin embargo, con un aplomo de hombre acostumbrado a hacerlo en público, con el gusto de quien disfruta escuchándose, en un tono extrañamente irónico en el inicio -cuando alude a su fusilamiento- y previsiblemente exaltado en la conclusión -cuando alude al final de su odisea-, siempre un tanto campanudo, pero sus palabras son tan precisas y los silencios que las pautan tan medidos que él también da a ratos la impresión de que, en vez de contar la historia, la está recitando, como un actor que interpreta su papel en un escenario; por lo demás, esa historia no difiere en lo esencial de la que me refirió su hijo, así que mientras le escuchaba contarla, sentado en un taburete frente a un aparato de vídeo, en el cubículo de la Filmoteca, no pude evitar un estremecimiento indefinible, porque supe que estaba escuchando una de las primeras versiones, todavía tosca y sin pulimentar, de la misma historia que casi sesenta años más tarde había de contarme Ferlosio, y tuve la certidumbre sin fisuras de que lo que Sánchez Mazas le había contado a su hijo (y lo que éste me contó a mí) no era lo que recordaba que ocurrió, sino lo que recordaba haber contado otras veces. Añadiré que no me sorprendió en absoluto que ni Montes ni Ridruejo ni Laín (suponiendo que llegaran a saber de su existencia), ni por supuesto el propio Sánchez Mazas en aquel noticiario dirigido a una masa numerosa y anónima de espectadores aliviados por el fin reciente de la guerra, mencionaran el gesto de aquel soldado sin nombre que tenía orden de matarle y no le mató; el hecho se explica sin necesidad de atribuirle olvido o ingratitud a nadie: basta recordar que por entonces la doctrina de guerra de la España de Franco, como todas las doctrinas de todas las guerras, dictaba que ningún enemigo había salvado nunca una vida: estaban demasiado ocupados quitándolas. Y en cuanto a «Los amigos del bosque»…