– Ah, eso -dije mientras una llamarada me subía por la pierna y otra me bajaba por la cara-. Pronto -balbuceé-. Muy pronto. En cuanto acabe de documentarme.
Pero lo cierto es que tardé todavía algún tiempo en terminar de reconstruir la historia que quería contar y en llegar a conocer, si no todos y cada uno de sus entresijos, sí por lo menos los que juzgaba esenciales. De hecho, durante muchos meses invertí el tiempo que me dejaba libre mi trabajo en el periódico en estudiar la vida y la obra de Sánchez Mazas. Releí sus libros, leí muchos de los artículos que publicó en la prensa, muchos de los libros y artículos de sus amigos y enemigos, de sus contemporáneos, y también cuanto cayó en mis manos acerca de la Falange, del fascismo, de la guerra civil, de la naturaleza equívoca y cambiante del régimen de Franco.
Recorrí bibliotecas, hemerotecas, archivos. Varias veces viajé a Madrid, y constantemente a Barcelona, para hablar con eruditos, con profesores, con amigos y conocidos (o con amigos de amigos y conocidos de conocidos) de Sánchez Mazas. Pasé una mañana entera en el santuario del Collell, que, según me contó mossén Joan Prats -el cura de calva brillante y sonrisa devota que me mostró el jardín con cipreses y palmeras y las inmensas salas vacías, hondos pasillos, escalinatas con pasamanos de madera y aulas desiertas por donde habían vagado como sombras premonitorias Sánchez Mazas y sus compañeros de cautiverio-, acabada la guerra había vuelto a ser habilitado como internado para niños, hasta que, año y medio antes de mi visita, fuera reducido a su actual condición subalterna de centro de reunión de asociaciones piadosas y albergue ocasional de excursionistas. Fue el propio mossén Prats, que apenas había nacido cuando sucedieron los hechos del Collell, pero que no los ignoraba, quien me contó la historia real o apócrifa según la cual, al tomar los regulares de Franco el santuario, no dejaron con vida a un solo guardián de la prisión, y quien me dio las indicaciones precisas para llegar al lugar en que se produjo el fusilamiento. Siguiéndolas, salí del santuario por la carretera de acceso, llegué hasta una cruz de piedra que conmemoraba la masacre, doblé a la izquierda por un sendero que serpenteaba entre pinos y desemboqué en el claro. Allí permanecí un rato, paseando bajo el sol frío y el cielo inmaculado y ventoso de octubre, sin hacer otra cosa que auscultar el silencio frondosísimo del bosque y tratar de imaginar en vano la luz de otra mañana menos cristalina, la mañana inconcebible de enero en que, sesenta años atrás y en aquel mismo paraje, cincuenta hombres vieron de golpe la muerte y dos de ellos consiguieron eludir su mirada de medusa. Como si aguardara una revelación por ósmosis, me quedé allí un rato; no sentí nada. Luego me fui. Me fui a Cornellá de Terri, porque ese mismo día estaba citado a comer con Jaume Figueras, que por la tarde me enseñó Can Borrell, la antigua casa de los Ferré, Can Pigem, la antigua casa de los Figueras, y el Mas de la Casa Nova, el refugio temporal de Sánchez Mazas, los hermanos Figueras y Angelats. Can Borrell era una masía situada en el término municipal de Palol de Rebardit; Can Pigem estaba en Comellá de Terri; el Mas de la Casa Nova estaba entre los dos pueblos y en medio del bosque. Can Borrell estaba deshabitada, pero no en ruinas, igual que Can Pigem; el Mas de la Casa Nova estaba deshabitado y en ruinas. Sesenta años atrás habrían sido sin duda tres casas muy distintas, pero el tiempo las había igualado, y su aire común de desamparo, de esqueletos en piedra entre cuyos costillares descarnados gime el viento en las tardes de otoño, no contenía una sola sugestión de que alguien, alguna vez, hubiera vivido en ellas.
Fue también gracias a Jaume Figueras, que finalmente cumplió con su palabra e hizo de diligente intermediario, como pude conversar con su tío Jaume, con María Ferré y con Daniel Angelats. Los tres sobrepasaban los ochenta años: María Ferré tenía 88; Figueras y Angelats, 82. Los tres conservaban una buena memoria, o por lo menos conservaban una buena memoria de su encuentro con Sánchez Mazas y de las circunstancias que lo rodearon, como si aquél hubiera sido un hecho determinante en sus vidas y lo hubieran recordado a menudo. Las versiones de los tres diferían, pero no eran contradictorias, y en más de un punto se complementaban, así que no resultaba difícil recomponer, a partir de sus testimonios y rellenando a base de lógica y de un poco de imaginación las lagunas que dejaban, el rompecabezas de la aventura de Sánchez Mazas. Quizá porque ya nadie tiene tiempo de escuchar a la gente de cierta edad, y menos cuando recuerdan episodios de su juventud, los tres estaban deseosos de hablar, y más de una vez hube de encauzar el chorro en desorden de sus evocaciones. Puedo imaginar que adornaran alguna circunstancia secundaria, algún detalle lateral; no que mintieran, entre otras razones porque, de haberlo hecho, la mentira no hubiera encajado en el rompecabezas y los hubiera delatado. Por lo demás, los tres eran tan diversos que lo único que a mis ojos los unía era su condición de supervivientes, ese suplemento engañoso de prestigio que a menudo otorgan los protagonistas del presente, que es siempre consuetudinario, anodino y sin gloria, a los protagonistas del pasado, que, porque sólo lo conocemos a través del filtro de la memoria, es siempre excepcional, tumultuoso y heroico: Figueras era alto y fornido, de aire casi juvenil -camisa a cuadros, gorra de marinero, tejanos gastados-, un hombre viajado y provisto de una desaforada vitalidad y de una conversación erupcionada de gestos, exclamaciones y risotadas; María Ferré, que, según me dijo más tarde Jaume Figueras, había tenido la coquetería de ir al peluquero antes de recibirme en su casa de Comellá de Terri -una casa que había sido en tiempos el bar y la tienda de ultramarinos del pueblo, y que aún conservaba a la entrada, casi como reliquias, un mostrador de mármol y una romana-, era mínima y dulce, digresiva, de ojos alternativamente maliciosos y humedecidos por su incapacidad para sortear las trampas que en el curso del relato le tendía la nostalgia, unos ojos jóvenes, coloreados y fluyentes de arroyo en verano. En cuanto a Angelats, la entrevista que mantuve con él fue decisiva. Decisiva para mí, quiero decir; o, más exactamente, para este libro.
Desde hacía muchos años, Angelats regentaba en el centro de Banyoles una fonda que ocupaba parte de una decrépita y hermosa casa de campo con un gran patio con columnas y vastos salones sombríos. Cuando lo conocí acababa de sobrevivir a un infarto y era un hombre moroso y disminuido, cuyos gestos, de una solemnidad casi abacial, contrastaban con la inocencia pueril de muchas de sus observaciones y con la despaciosa humildad de su talante de pequeño empresario catalán. No sé si exagero al creer que, como a Figueras y a María Ferré, a Angelats le halagaba en cierto modo mi interés por él; sé que disfrutó mucho recordando a Jaume Figueras -que durante años había sido su mejor amigo y a quien hacía ya mucho tiempo que no veía- y su común aventura de la guerra, y mientras le oía esforzarse en presentarla como una travesura de juventud sin la menor importancia, intuí que tenía toda la importancia del mundo para él, quizá porque sentía que había sido la única aventura real de su vida, o por lo menos la única de la que sin temor a error podía enorgullecerse. Largamente me habló de ella; luego me habló de su infarto, de la marcha de su negocio, de su mujer, de sus hijos, de su única nieta. Comprendí que hacía mucho tiempo que le urgía hablar con alguien de estas cosas; comprendí que yo sólo le estaba escuchando en compensación por haberme contado su historia. Avergonzado, sentí piedad y, cuando consideré que ya había pagado mi deuda, quise despedirme, pero como había empezado a llover Angelats insistió en acompañarme hasta la parada del autobús.
– Ahora que lo recuerdo -dijo mientras cruzábamos bajo el paraguas una plaza encharcada. Se detuvo, y no pude evitar pensar que ese recuerdo no era sino una añagaza de última hora, para retenerme-. Antes de marcharse, Sánchez Mazas nos dijo que iba a escribir un libro sobre todo aquello, un libro en el que apareceríamos nosotros. Iba a llamarse Soldados de Salamina; un título raro, ¿no? También dijo que nos lo enviaría, pero no lo hizo. -Ahora Angelats me miró: la luz de una farola ponía un reflejo anaranjado en los cristales de sus gafas, y por un momento vi en las cuencas huesudas de sus ojos y en la prominencia de su frente y sus pómulos y en su mandíbula partida el dibujo de su calavera-. ¿Sabe usted si escribió el libro?
Un hilo de frío me recorrió la espalda. A punto estuve de contestar que sí; reflexioné a tiempo: «Si le digo que sí lo escribió, querrá leerlo y descubrirá la mentira». Sintiendo que de algún modo estaba traicionando a Angelats, secamente dije:
– No.
– ¿No lo escribió o no sabe si lo escribió?
– No sé si lo escribió -mentí-. Pero le prometo averiguarlo.
– Hágalo. -Angelats continuó caminando-. Y, si resulta que lo escribió, me gustaría que me lo enviara. Seguro que habla de nosotros, ya le he dicho que él siempre nos decía que le salvamos la vida. Me haría mucha ilusión leer ese libro. Lo comprende, ¿verdad?
– Claro -dije y, sin acabar de sentirme del todo sucio, añadí-: Pero no se preocupe: en cuanto lo encuentre se lo enviaré.
Al día siguiente, apenas llegué al periódico fui al despacho del director y negocié un permiso.
– ¿Qué? -preguntó, irónico-. ¿Otra novela?
– No -contesté, satisfecho-. Un relato real.
Le expliqué qué era un relato real. Le expliqué de qué iba mi relato real.
– Me gusta -dijo-. ¿Ya tienes título?
– Creo que sí -contesté-. Soldados de Salamina.
Segunda parte . Soldados de Salamina
El 27 de abril de 1939, justo el día en que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaron en la prisión de Gerona, Rafael Sánchez Mazas acababa de ser nombrado consejero nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y vicepresidente de su junta Política; aún no había transcurrido un mes desde el hundimiento definitivo de la República, y todavía faltaban cuatro para que Sánchez Mazas se convirtiera en ministro sin cartera del primer gobierno de la posguerra. Siempre fue un hombre esquinado, soberbio y despótico, pero no mezquino ni vengativo, y por eso en aquella época la antesala de su despacho oficial hervía de familiares de presos ávidos de lograr su intercesión en favor de antiguos conocidos o amigos a los que el final de la guerra había confinado en las celdas de la derrota. Nada permite pensar que no hizo cuanto pudo por ellos. Gracias a su insistencia, el Caudillo conmutó por la de cadena perpetua la pena de muerte que pesaba sobre el poeta Miguel Hernández, pero no la que un amanecer de noviembre de 1940, ante un pelotón de fusilamiento, acabó con la vida de Julián Zugazagoitia, buen amigo de Sánchez Mazas y ministro de la Gobernación en el gabinete de Negrín. Meses antes de ese asesinato inútil, de regreso de un viaje a Roma en calidad de delegado nacional de Falange Exterior, su secretario, el periodista Carlos Sentís, le puso al día de los asuntos pendientes y le leyó la lista de las personas a las que había concedido audiencia para esa mañana. Bruscamente despierto, Sánchez Mazas se hizo repetir un nombre; luego se levantó, cruzó a grandes zancadas el despacho, abrió la puerta, se plantó en medio de la antesala y, escrutando las caras de susto que la abarrotaban, preguntó: