– ¿Quién de ustedes es Joaquín Figueras?
Paralizado por el terror, un hombre de ojos de huérfano e indumentaria de viajante trató de contestar, pero sólo acertó a quebrar el silencio sólido que siguió a la pregunta con un borborigmo indescifrable, mientras introducía una mano desesperada como una garra en el bolsillo de su chaqueta. De pie frente a él, Sánchez Mazas quiso saber si era pariente de los hermanos Pedro y Joaquín Figueras. «Soy su padre», consiguió articular el hombre, con un tremendo acento catalán y un frenético cabeceo que ni siquiera amainó cuando Sánchez Mazas lo estrujó en un abrazo de alivio. Agotadas las efusiones, los dos hombres conversaron en el despacho durante unos minutos. Joaquín Figueras refirió que su hijo Pere llevaba mes y medio encerrado en la cárcel de Gerona, acusado sin pruebas, como otros jóvenes del pueblo, de haber tomado parte en la quema de la iglesia de Cornellá de Terri durante los primeros días de la guerra y de haber intervenido en el asesinato del secretario del ayuntamiento. Sánchez Mazas no le dejó terminar; salió del despacho por una puerta lateral y regresó al rato.
– Arreglado -proclamó-. Cuando vuelva usted a Cornellá se encontrará a su hijo en casa.
Figueras salió del despacho eufórico, y cuando bajaba las escaleras del edificio oficial notó un dolor lancinante en la mano y advirtió que todavía la llevaba metida en el bolsillo de la chaqueta, estrujando con toda su fuerza una hoja de papel arrancada de una libreta de tapas verdes en la que Sánchez Mazas había dejado constancia de la deuda de gratitud que le unía a sus hijos. Y cuando días después llegó a Cornellá y abrazó sin lágrimas a su hijo recién liberado, Joaquín Figueras supo que no había sido un error emprender aquel viaje de alucinación por un país devastado para ver a un hombre al que no conocía y al que hasta el final de sus días tuvo por uno de los más poderosos de España.
Sólo se equivocaba en parte. Porque, aunque siempre la juzgó un oficio indigno de caballeros, Sánchez Mazas llevaba por entonces más de una década metido en política y todavía tardaría varios años en abandonarla, pero nunca en toda su vida iba a acumular tanto poder real en sus manos como en aquel momento.
Había nacido en Madrid un 18 de febrero de hacía cuarenta y cinco años. Su padre, un médico militar oriundo de Coria, cuyo tío había sido médico de Alfonso XII, murió a los pocos meses, y la madre, María Rosario Mazas y Orbegozo, buscó de inmediato la protección de su familia en Bilbao. Allí, en una casa de cinco plantas situada junto al puente del Arenal, en la calle Henao, halagado por los mimos de un ejército de tíos sin hijos, transcurrieron su infancia y adolescencia. Los Mazas eran un clan familiar de hidalgos de raigambre liberal e inclinaciones literarias, emparentados con Miguel de Unamuno y sólidamente anclados en el cogollo de la buena sociedad bilbaína, en los que Sánchez Mazas se inspiraría para construir algunos personajes de sus novelas y de los que heredó una irreprimible propensión al ocio señorial y una terca vocación literaria. Esta última rozó asimismo a su madre, una mujer ilustrada y sagaz, que volcó toda su energía de viuda prematura en facilitar a su hijo la carrera de escritor que ella no había podido o querido emprender.
Sánchez Mazas no la decepcionó. Es verdad que fue un estudiante mediocre, que vagó con más pena que gloria por diversos internados religiosos de alcurnia hasta recalar en la Universidad Central de Madrid y por fin en el Real Colegio de Estudios Superiores de María Cristina en El Escorial, regentado por agustinos, donde en 1916 se licenció en derecho. No es menos verdad, sin embargo, que muy pronto empezó a dar muestras de un talento literario evidente. A los trece años escribía poemas a la manera de Zorrilla y de Marquina; a los veinte imitaba a Rubén y a Unamuno; a los veintidós era un poeta maduro; a los veintiocho su obra en verso estaba en lo esencial cumplida. Con característico ademán aristocrático, apenas se ocupó de publicarla, y si la conocemos por entero (o casi por entero) se debe en gran parte a los desvelos de su madre, que transcribió sus poemas a mano en unos pequeños cuadernos de hule negro, anotando bajo cada uno de ellos su lugar y fecha de composición. Por lo demás, Sánchez Mazas es un buen poeta; un buen poeta menor, quiero decir, que es casi todo a lo que puede aspirar un buen poeta. Sus versos tienen una sola cuerda, humilde y viejísima, monótona y un poco sentimental, pero Sánchez Mazas la toca con maestría, arrancándole una música limpia, natural y prosaica que sólo canta la melancolía agridulce del tiempo que huye y en su huida arrastra el orden y las seguras jerarquías de un mundo abolido que, precisamente por haber sido abolido, es también un mundo inventado e imposible, que casi siempre equivale al mundo imposible e inventado del Paraíso.
Aunque sólo publicó un libro de poemas en vida, es posible que Sánchez Mazas se sintiera siempre un poeta, y acaso esencialmente lo fue; sus contemporáneos, sin embargo, lo conocieron ante todo como autor de crónicas, de artículos, de novelas y, sobre todo, como político, que es justo lo que nunca se sintió y lo que acaso esencialmente nunca fue. En junio de 1916, un año después de publicar su primera novela, Pequeñas memorias de Tarín, y recién licenciado en derecho, Sánchez Mazas regresó a Bilbao, por entonces una ciudad impetuosa y autosatisfecha, dominada por una boyante burguesía que gozaba de un período de esplendor económico derivado de la neutralidad española en la primera guerra mundial. Esa bonanza halló su más conspicua expresión cultural en la revista Hermes, que aglutinó a un puñado de escritores católicos, d'orsianos y españolistas, devotos de la cultura romana y de los valores de la civilización occidental, a quienes Ramón de Basterra bautizó con el pomposo título de Escuela Romana del Pirineo. Basterra fue uno de los más notorios integrantes de ese grupo de escritores, la mayoría de los cuales pasaría con los años a engrosar las filas del falangismo; otro fue Sánchez Mazas. Se reunían en la tertulia del Lyon d'Or, un café situado en plena Gran Vía de López de Haro, donde Sánchez Mazas brilló como conversador culto, circunspecto y un tanto ampuloso. José María de Areilza, por entonces un niño a quien su padre llevaba a tomar chocolate al Lyon d'Or, lo recuerda como «un joven espigado, delgadísimo, con sus graves lentes de concha, sus ojos ardientes y al mismo tiempo fatigados y una voz que hacía estentórea, de vez en cuando, para acentuar un punto de la discusión». Por esa época Sánchez Mazas ya escribía asiduamente en Abc, en El Sol, en El Pueblo Vasco, y en 1921 Juan de la Cruz, el director de este último, lo envió como corresponsal a la guerra de Marruecos, donde entabló una duradera amistad de copas y largas conversaciones nocturnas, que vadearía el encono de una guerra vivida en bandos contrarios, con otro corresponsal bilbaíno llamado Indalecio Prieto.
Un año apenas duró la estancia de Sánchez Mazas en Marruecos, porque en 1922 Juan Ignacio Luca de Tena lo envió a Roma como corresponsal de Abc. Italia le fascinó. Su pasión de juventud por la cultura clásica, por el Renacimiento y por la Roma imperial cristalizó para siempre al contacto con la Roma real. Allí vivió siete años. Allí se casó con Liliana Ferlosio, una italiana recién salida de la adolescencia a la que casi arrebató de su casa y con la que mantuvo toda su vida una caótica relación de la que nacieron cinco hijos. Allí maduró como hombre y como lector y como escritor. Allí se forjó una justa fama de cronista con unos artículos muy literarios, de refinado diseño y ejecución segura -a ratos densos de erudición y de lirismo, a ratos vehementes de pasión política-, que acaso son lo mejor de su obra. Allí, también, se convirtió al fascismo. De hecho, no es exagerado afirmar que Sánchez Mazas fue el primer fascista de España, y muy exacto decir que fue su más influyente teórico. Lector fervoroso de Maurras y amigo íntimo de Luigi Federzoni -que encarnó en Italia una suerte de fascismo ilustrado y burgués, y que andando el tiempo ostentaría varias carteras ministeriales en los gobiernos de Mussolini-, monárquico y conservador de vocación, Sánchez Mazas creyó descubrir en el fascismo el instrumento idóneo para curar su nostalgia de un catolicismo imperial y, sobre todo, para recomponer por la fuerza las seguras jerarquías del antiguo régimen que el viejo igualitarismo democrático y el nuevo y pujante igualitarismo bolchevique amenazaban con aniquilar en toda Europa. O dicho de otro modo: quizá para Sánchez Mazas el fascismo no fue sino un intento político de realizar su poesía, de hacer realidad el mundo que melancólicamente evoca en ella, el mundo abolido, inventado e imposible del Paraíso. Sea como fuere, lo cierto es que saludó con entusiasmo la Marcha sobre Roma en una serie de crónicas titulada Italia a paso gentil, y que vio en Benito Mussolini la reencarnación de los condotieros renacentistas y en su ascensión al poder el anuncio de que el tiempo de los héroes y los poetas había vuelto a Italia.
Así que en 1929, de regreso en Madrid, Sánchez Mazas ya había tomado la decisión de consagrarse por entero a lograr que ese tiempo también volviera a España. En cierto modo lo consiguió. Porque la guerra es por excelencia el tiempo de los héroes y los poetas, y en los años treinta poca gente empeñó tanta inteligencia, tanto esfuerzo y tanto talento como él en conseguir que en España estallara una guerra. A su vuelta al país, Sánchez Mazas entendió enseguida que para alcanzar su objetivo no sólo era preciso fundar un partido cortado por el mismo patrón del que había visto triunfar en Italia, sino también hallar un condotiero renacentista cuya figura, llegado el momento, catalizase simbólicamente todas las energías liberadas por el pánico que la descomposición de la Monarquía y el triunfo inevitable de la República iban a generar entre los sectores más tradicionales de la sociedad española. La primera empresa tardó todavía un tiempo en cuajar; no así la segunda, pues José Antonio Primo de Rivera vino a encarnar de inmediato la figura del caudillo providencial que Sánchez Mazas buscaba. La amistad que los unió a ambos fue sólida y perdurable (tanto que una de las últimas cartas que escribió José Antonio desde la cárcel de Alicante, en vísperas de su fusilamiento el 20 de noviembre del 36, estaba dirigida a Sánchez Mazas); tal vez lo fue porque estuvo basada en un equitativo reparto de papeles. José Antonio poseía en efecto todo aquello de lo que carecía Sánchez Mazas: juventud, belleza, coraje físico, dinero y prosapia; lo contrario también es cierto: armado de su experiencia italiana, de sus muchas lecturas y de su talento literario, Sánchez Mazas se convirtió en el más atendido consejero de José Antonio y, una vez fundada la Falange, en su principal ideólogo y propagandista y en uno de los fundamentales forjadores de su retórica y sus símbolos: Sánchez Mazas propuso, como símbolo del partido, el yugo y las flechas, que había sido el símbolo de los Reyes Católicos, acuñó el grito ritual de «¡Arriba España!», compuso la celebérrima Oración por los muertos de Falange, y a lo largo de varias noches de diciembre de 1935 participó, junto con José Antonio y con otros escritores de su círculo Jacinto Miquelarena, Agustín de Foxá, Pedro Mourlane Michelena, José María Alfaro y Dionisio Ridruejo-, en la escritura de la letra del Cara al sol, en los bajos del Or Kompon, un bar vasco situado en la calle Miguel Moya de Madrid.