En los días que siguen Sánchez Mazas se reúne con representantes de otros grupúsculos de la quinta columna, y una mañana, mientras se dirige al Iberia, un bar del centro cuyo dueño comulga con la causa nacional, lo detienen agentes del SIM. Estamos a 29 de noviembre de 1937; las versiones de lo que a continuación ocurre difieren. Hay quien sostiene que el padre Isidoro Martín, que había sido profesor de Sánchez Mazas en el Real Colegio de María Cristina en El Escorial, intercedió en vano por él ante Manuel Azaña, que también fue alumno suyo en aquella institución. Julián de Zugazagoitia, el mismo a quien acabada la guerra Sánchez Mazas trató sin éxito de librar del pelotón de fusilamiento, afirma que propuso al presidente Negrín canjearlo por el periodista Federico Angulo, y que Azaña le insinuó la conveniencia de cambiar por el escritor unos comprometedores manuscritos suyos que obraban en poder de los facciosos. Otra versión sostiene que Sánchez Mazas ni siquiera llegó a estar en Barcelona, porque después de su paso por la embajada de Chile se refugió en la de Polonia, que fue asaltada, momento en el cual Azorín medió para librarle de una condena a muerte. Incluso hay quien afirma que en realidad Sánchez Mazas fue efectivamente canjeado en el curso de la guerra. Estas dos últimas hipótesis son erróneas; casi con total certeza, las dos primeras no. Sea como fuere, la realidad es que, después de ser detenido por el SIM, Sánchez Mazas fue conducido al barco Uruguay, fondeado en el puerto de Barcelona y convertido desde tiempo atrás en cárcel flotante, y posteriormente llevado al Palacio de Justicia, donde fue juzgado junto a otros quintacolumnistas. Durante el juicio se le acusó de ser el jefe supremo de la quinta columna en Barcelona, lo que era falso, y de incitación a la rebelión, lo que era cierto. Sin embargo, y a diferencia de la mayor parte de los demás acusados, Sánchez Mazas no fue condenado a muerte. El hecho es extraño; quizá sólo una nueva intervención in extremis de Indalecio Prieto puede explicarlo.
Concluido el juicio, Sánchez Mazas es devuelto otra vez al Uruguay, en una de cuyas celdas pasará los meses siguientes. Las condiciones de vida no son buenas: la comida es escasa; el trato, brutal. También son escasas las noticias que llegan sobre el curso de la guerra, pero conforme ésta avanza incluso los cautivos del Uruguay comprenden que la victoria de Franco está cerca. El 24 de enero de 1939, dos días antes de que las tropas de Yagüe entren en Barcelona, le despierta un rumor inusual, y no tarda en advertir el nerviosismo de los carceleros. Por un momento piensa que lo van a poner en libertad; al momento siguiente piensa que van a fusilarlo. La mañana transcurre entre esas alternativas angustiosas. Hacia las tres de la tarde un agente del SIM le ordena salir de la celda y del barco y subir a un autobús aparcado en el muelle, donde le esperan otros catorce presos procedentes del Uruguay y de la checa de Vallmajor, y los diecisiete agentes del SIM encargados de su custodia. Entre los presos hay dos mujeres: Sabina González de Carranceja y Juana Aparicio Pérez del Pulgar; también están José María Poblador, dirigente jonsista de primera hora y pieza importante en la intentona golpista de julio del 36, y Jesús Pascual Aguilar, uno de los jefes de la quinta columna barcelonesa. Nadie puede en ese momento saberlo, pero, de todos los presos varones que integran el convoy, al cabo de una semana sólo Sánchez Mazas, Pascual y Poblador permanecerán con vida.
El autobús recorre en silencio Barcelona, convertida por el terror de la desbandada y el cielo invernizo en una desolación fantasmal de ventanas y balcones cerrados a cal y canto y de grandes avenidas cenicientas en las que reina un desorden campamental apenas cruzado por furtivos transeúntes que triscan como lobos por las aceras desventradas con caras de hambre y de preparar la fuga, protegiéndose contra la adversidad y contra el viento glacial con abrigos de miseria. Al salir de Barcelona y tomar la carretera del exilio, el espectáculo se torna apocalíptico: un alud despavorido de hombres y mujeres y viejos y niños, de militares y civiles mezclados, cargados con ropas, colchones y enseres domésticos, avanzando penosamente con sus andares inconfundibles de derrotados o subidos a los carros y los mulos de la desesperación, abarrota la calzada y las cunetas, sembradas a trechos de cadáveres de animales con las tripas al aire o de vehículos desahuciados. La caravana avanza con interminable lentitud. De vez en cuando se detiene; de vez en cuando, con una mezcla de asombro, de odio y de insondable fatiga, alguien mira fijamente a los ocupantes del autobús, envidioso de su comodidad y su abrigo, ignorante de su destino de fusilados; de vez en cuando alguien los insulta. De vez en cuando, también, un avión nacional sobrevuela la carretera y escupe unas ráfagas de ametralladora o deja caer una bomba, provocando una estampida de pánico entre los fugitivos y un amago de esperanza entre los presos del autobús, que en algún momento llegan a abrigar la ilusión -pronto desmentida por la estricta vigilancia a que les someten los agentes del SIM- de aprovechar el caos de un ataque para huir campo a través.
Ya es noche cerrada cuando cruzan Gerona y más tarde Banyoles. Luego se internan por una empinada carretera de tierra que serpentea entre bosques en sombra, y al rato se detienen ante un macizo de piedra punteado de luces, como un descomunal galeón zozobrado en medio de la oscuridad envenenada por las órdenes urgentes de los carceleros. Es el santuario de Santa María del Collell. Allí Sánchez Mazas va a pasar cinco días junto a otros dos mil presos llegados de lo que queda de la España republicana, incluidos varios desertores rojos y varios miembros de las Brigadas Internacionales. Antes de la guerra el monasterio era un internado de frailes donde se impartían clases de bachillerato, con aulas de techos altísimos y descomunales cristaleras que daban a patios de tierra y jardines con cipreses, con pasillos profundos y escalinatas de vértigo con pasamanos de madera; ahora el internado ha sido convertido en cárcel, las aulas en celdas, y en los patios, pasillos y escalinatas ya no resuena el guirigay adolescente de los internos, sino las pisadas sin esperanza de los cautivos. El alcaide de la cárcel es un tal Monroy, el mismo que gobernaba con mano de hierro el barco-prisión Uruguay; sin embargo, en el Collell el régimen carcelario es menos riguroso: no está prohibido hablar con quienes sirven el rancho ni con quienes uno se tropieza al ir y venir de los lavabos; la comida sigue siendo infecta y escasa, pero de vez en cuando aparece en alguna celda un cigarrillo furtivo, que es ávidamente consumido en grupo. La celda que ocupa Sánchez Mazas se halla en el último piso del antiguo internado, y es luminosa y grande; además de él y de varios brigadistas internacionales que no hablan ninguna lengua inteligible, la ocupan el médico Fernando de Marimón, el capitán de navío Gabriel Martín Morito, el padre Guiu, Jesús Pascual y José María Poblador, que apenas puede caminar porque tiene las piernas enfermas de forúnculos. Al segundo día los brigadistas son puestos en libertad y su lugar lo ocupan presos nacionales capturados en Teruel y Belchite; la celda se llena. De vez en cuando se les permite salir a pasear por el patio o por los jardines; no los vigilan agentes del SIM ni carabineros (aunque unos y otros pululan por el santuario): los vigilan soldados tan desnutridos y harapientos como ellos, que se hacen bromas o canturrean entre dientes canciones de moda mientras patean aburridos las piedras del jardín o les miran indiferentes. Las horas de encierro e inactividad fomentan las cábalas: dada la proximidad de la frontera, y sobre todo a partir del momento en que un jerarca como Sánchez Mazas se sumó a su cuerda de presos, muchos acarician la esperanza de ser canjeados en breve, una hipótesis que pierde fuerza a medida que el tiempo transcurre; esas horas propician también el consuelo de la intimidad. Como si mágicamente previera que va a ser uno de los supervivientes del encierro y el único que años más tarde contará el horror de esas horas supremas en un libro minucioso y maniqueo, Sánchez Mazas intima sobre todo con Pascual, que sólo le conoce de oídas y de leer sus artículos en FE., y a quien Sánchez Mazas refiere su odisea de la guerra: le habla de la cárcel Modelo, del nacimiento de su hijo Máximo, de los días inciertos que siguieron a la sublevación, de Indalecio Prieto y de la embajada de Chile, de Samuel Ros y Rosa Krüger, de su viaje clandestino en un camión de hortalizas por una España enemiga en compañía de un niño bien y de una prostituta, de Barcelona y del JMB y de la quinta columna y de su detención y su juicio y del barco-prisión Uruguay.
Al atardecer del día 29, Sánchez Mazas, Pascual y sus compañeros de celda son conducidos a la azotea del monasterio, un lugar que no han pisado nunca y donde se reúnen con otros presos, quinientos en total, tal vez más. Pascual conoce a algunos de ellos, pero apenas puede intercambiar unas pocas palabras con Pedro Bosch Labrús, vizconde de Bosch Labrús, y con el capitán de aviación Emilio Leucona, pues enseguida un carabinero ordena guardar silencio y empieza a dar lectura a una lista de nombres. Porque en su mente vuelve a abrirse paso la esperanza del canje, en cuanto oye el nombre de algún conocido Pascual desea con toda su alma estar incluido en la lista, pero, sin que ninguna razón precisa avale este cambio de parecer, para cuando el carabinero lo pronuncia -poco después del de Sánchez Mazas y justo a continuación del de Bosch Labrús- ya se ha arrepentido de formular ese deseo. Los veinticinco hombres que han sido citados, entre los cuales se hallan todos los que compartían celda con Sánchez Mazas y Pascual, excepto Fernando de Marimón, son conducidos a una celda del primer piso en la que sólo hay algunos pupitres arrimados contra las paredes desconchadas y una pizarra con fechas de efemérides patrióticas garabateadas en tiza. La puerta se cierra tras ellos; se hace un silencio ominoso, roto enseguida por alguien que proclama la inminencia del canje y que consigue distraer la angustia de algunos con la discusión de una conjetura que se desvanece al rato para dejar paso a un pesimismo unánime. Sentado a un pupitre en un extremo de la celda, antes de la cena el padre Guiu confiesa a unos presos, y luego organiza una comunión. Nadie duerme durante la noche: iluminados por la luz gris piedra que entra por el ventanal y que dota a sus caras de una sugestión anticipada de cadáver (aunque conforme pasa el tiempo el gris se espesa y la oscuridad se vuelve real), los presos velan auscultando los ruidos del corredor o buscando el alivio ilusorio de sus recuerdos o de una conversación última. Sánchez Mazas y Pascual están tumbados en el suelo, con la espalda apoyada contra el frío de la pared, con las piernas cubiertas por una manta insuficiente; ninguno de los dos recordará nunca con precisión de qué hablaron durante esa noche brevísima, pero sí los largos silencios que puntuaron su conciliábulo, los susurros de los compañeros y el rumor de sus toses desveladas y de la lluvia cayendo indiferente, asidua, negra y helada sobre las losas del patio y los cipreses del jardín como sigue cayendo mientras el amanecer del 30 de enero cambia lentamente la oscuridad de los ventanales por el color blancuzco de enfermo o de aparecido que tiñe como una premonición la atmósfera de la celda en el momento en que un carcelero les ordena salir.