María Ferré no iba a olvidar nunca el radiante amanecer de febrero en que por vez primera vio a Rafael Sánchez Mazas. Sus padres estaban en el campo y ella se disponía a echar de comer a las vacas cuando el hombre apareció en el patio -alto, famélico y espectral, con las gafas torcidas y barba de muchos días, con la zamarra y los pantalones agujereados y sucios de tierra y de hierbajos- y le pidió un pedazo de pan. María no tuvo miedo. Acababa de cumplir veintiséis años y era una muchacha trigueña, analfabeta y laboriosa para quien la guerra no era más que un confuso rumor de fondo en las cartas que enviaba desde el frente su hermano, y un torbellino sin sentido que dos años atrás se había llevado la vida de un muchacho de Palol de Revardit con el que alguna vez había soñado casarse. Durante ese tiempo su familia no había pasado hambre ni miedo, porque las tierras de labranza que rodeaban la masía y las vacas, cerdos y gallinas que albergaban los establos bastaban y sobraban para alimentarla, y porque, aunque el Mas Borrell, su casa, se hallaba a medio camino entre Palol de Revardit y Cornellá de Terri, los desmanes de los días de la revolución no les habían alcanzado y el desorden de la retirada sólo les enfrentó a algún soldado perdido y sin armas que, más temeroso que amenazante, les pedía algo de comer o les robaba una gallina. Es posible que al principio Sánchez Mazas fuera para María Ferré otro más de los muchos desertores que durante aquellos días vagaban por las cercanías, y que por eso no se asustara, pero ella sostuvo siempre que, apenas vio recortarse su figura lastimosa contra la tierra del camino que cruzaba frente al patio, reconoció detrás de los estragos inclementes de tres días de intemperie su porte inconfundible de caballero. Sea o no verdad lo anterior, María dispensó al hombre el mismo trato piadoso que a los demás fugitivos.
– No tengo pan -le dijo-. Pero puedo prepararle algo caliente.
Deshecho de gratitud, Sánchez Mazas la siguió hasta la cocina y, mientras María calentaba el perol de la noche anterior -donde en un caldo marrón y sustancioso se veían flotar lentejas y buenos trozos de tocino, butifarra y chorizo acompañados de patatas y verdura-, él se sentó en una banqueta, gozando de la proximidad del fuego y de la dicha anticipada de la comida caliente, se quitó la zamarra, los zapatos y los calcetines empapados, y de golpe notó un dolor ultrajante en sus pies y una fatiga infinita en sus hombros sin carne. María le entregó un trapo limpio y unos zuecos, y de reojo le vio secarse el cuello, la cara, el pelo, también los pies y los tobillos, mientras miraba el baile de las llamas entre los troncos con ojos fijos y un poco atónitos, y cuando le entregó la comida le vio devorarla con un hambre de días, en silencio y sin perder apenas sus maneras de hombre criado entre manteles de hilo y cuberterías de plata, que, más por el instinto de la cortesía que por el hábito recién adquirido del miedo, le obligaron a dejar junto al fuego la cuchara y el plato de peltre y a levantarse en cuanto los padres de María irrumpieron en la penumbra de la cocina y se quedaron mirándole con una mezcla bovina de pasividad y de recelo. Quizá creyendo que su invitado no entendía el catalán, y equivocándose, María le contó en catalán a su padre lo ocurrido; éste pidió a Sánchez Mazas que acabara de comer, sin dejar de mirarlo abandonó junto a un poyo sus enseres de labranza, se lavó las manos en una jofaina, se acercó al fuego. Mientras le sentía hacerlo, Sánchez Mazas rebañó el plato; apaciguada el hambre, acabó de resolverse: comprendía que, si no revelaba su verdadera identidad, tampoco allí tenía la menor posibilidad de que le ofrecieran cobijo, y comprendía también que era preferible el riesgo hipotético de una delación que el riesgo real de una muerte de hambre y de frío.
– Me llamo Rafael Sánchez Mazas y soy el dirigente de Falange más antiguo de España -dijo por fin al hombre que le escuchaba sin mirarlo.
Sesenta años después, cuando ni sus padres ni Sánchez Mazas vivían para hacerlo, María aún recordaba con exactitud esas palabras, quizá porque fue aquélla la primera vez que oyó hablar de Falange, igual que recordaba que a continuación Sánchez Mazas refirió su aventura inverosímil del Collell, habló de su errancia durante los días que la siguieron y, sin dejar de dirigirse al hombre, añadió:
– Usted sabe como yo que los nacionales están a punto de llegar. Es cuestión de días, tal vez de horas. Pero si los rojos me cogen soy hombre muerto. Créame que les agradezco mucho su hospitalidad, y que no quiero abusar de su confianza, pero déme de comer una vez al día lo que acaba de darme su hija, y un lugar abrigado donde pasar la noche, y les estaré eternamente agradecido. Piénselo. Si me hace ese favor yo sabré recompensarle.
El padre de María Ferré no tuvo necesidad de pensarlo. Le aseguró que no podía alojarlo en su casa, porque era demasiado arriesgado, pero le propuso una alternativa mejor: pasaría el día en el bosque, en un prado cercano y seguro junto al Mas de la Casa Nova -una masía abandonada por sus propietarios desde el principio de la guerra- y de noche dormiría caliente en un pajar, a unos doscientos metros de la casa, donde ellos se encargarían de que no le faltara comida. A Sánchez Mazas el plan le entusiasmó, cogió la manta y el paquete de comida que le preparó María, se despidió de ésta y de su madre y siguió al padre por el camino de tierra que cruzaba frente a la puerta de la casa y discurría luego entre sembrados desde cuya altura podía verse, a través del aire de vidrio de la mañana soleada, la carretera de Banyoles y el valle lleno de masías y más allá el perfil cortante y remoto de los Pirineos. Al rato, después de que el padre de María Ferré le señalara a lo lejos el pajar donde debía pasar la noche, cruzaron un campo abierto y sin cultivar y se detuvieron a la orilla del bosque, justo donde el camino se adelgazaba en un angosto sendero; el hombre le dijo entonces que al final de ese sendero se hallaba el Mas de la Casa Nova e insistió en que no volviera hasta que no hubiera caído la noche. Sánchez Mazas no tuvo tiempo siquiera de expresarle de nuevo su gratitud, porque el hombre dio media vuelta y echó a andar de regreso a Mas Borrell. Obedeciéndole, Sánchez Mazas se internó por un bosque de hayas, encinas y robles altísimos que apenas dejaban penetrar el sol y se hacía más espeso e intrincado a medida que el sendero bajaba por la ladera de la colina, y ya llevaba caminando el rato suficiente como para que una vocecilla empezara a inyectarle al oído el veneno de la desconfianza cuando desembocó en un claro en el que se erguía el Mas de la Casa Nova. Era una masía de dos plantas, de piedra, con un pozo artesiano y un gran portón de madera; una vez se hubo cerciorado de que llevaba mucho tiempo deshabitada, Sánchez Mazas pensó en forzar alguna entrada e instalarse en ella, pero tras un momento de reflexión optó por seguir las instrucciones del padre de María Ferré y buscar el prado que éste le había aconsejado. Lo encontró muy cerca, nada más cruzar el lecho profundo, pedregoso y sin agua de un arroyo bordeado de álamos, y se tumbó allí, entre la alta hierba, bajo el cielo despejado y ejemplarmente azul y el sol deslumbrante que entibiaba el aire frío e inmóvil de la mañana, y aunque tenía todos los huesos molidos y una fatiga sin fin le cerraba los párpados, por vez primera en mucho tiempo se sintió seguro y casi feliz, reconciliado con la realidad, y mientras notaba el peso placentero de la luz en los ojos y la piel y el deslizamiento irrevocable de su conciencia hacia el agua del sueño le afloraron a los labios, como un brote incongruente de aquella imprevista plenitud, unos versos que ni siquiera recordaba haber leído:
Horas más tarde le despertó la ansiedad. El sol brillaba en el centro del cielo, y aunque aún le quedaba una punzada de dolor en los músculos, el sueño le había devuelto una parte del ánimo y las fuerzas quemadas durante los últimos días en la desesperación de aferrarse a la vida, pero apenas se desembarazó de la manta de María Ferré y oyó en el silencio del prado un rumor multitudinario y remoto de motores en marcha comprendió el motivo de su desazón. Fue hasta un extremo del prado y desde allí, emboscado sin necesidad, contempló a lo lejos el desfile de una larga columna de camiones y soldados republicanos que invadían la carretera de Banyoles. Aunque en el futuro inmediato volvería a sentir muchas veces la proximidad amenazante del ejército enemigo, sólo aquella mañana la percibió como un peligro que lo obligó a regresar a su cama improvisada, recoger la manta y el paquete de comida y esconderse en la linde del bosque. Allí, en un refugio construido a base de piedra y ramas que proyectó aquella misma tarde pero no empezó a levantar hasta el amanecer siguiente, pasó casi sin moverse la mayor parte de los tres días siguientes. Al principio la construcción del refugio le mantuvo ocupado, pero luego el tiempo se le iba tendido en el suelo y a ratos durmiendo, recuperando unas fuerzas que, según previó, podía necesitar en cualquier momento, rebuscando en su memoria cada instante olvidado de su aventura de guerra y sobre todo imaginando cómo la contaría una vez que fuera liberado por los suyos, una liberación que, aunque la lógica de los hechos imponía que estaba cada vez más próxima, su impaciencia sentía cada vez más lejana. No hablaba con nadie salvo con María Ferré o con su padre, con quienes charlaba un rato en el pajar cuando venían a oscuras a traerle la comida, y sólo la noche en que el hombre le permitió entrar en la casa para cenar con ellos habló también con dos desertores republicanos conocidos de la familia, quienes, mientras comían un poco y se calentaban junto al fuego antes de proseguir su camino hacia Banyoles, les informaron de que esa mañana las tropas nacionales habían entrado en Gerona.