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Desde luego, no lo hizo Sánchez Mazas. Ni recién acabada la guerra ni nunca. Pero el 9 de abril de 1939, dieciocho días antes de que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaran en la prisión de Gerona y el mismo en que Ramón Serrano Súñer -a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, cuñado de Franco y principal valedor de los falangistas en el gobierno organizó y presidió un acto de homenaje a Sánchez Mazas en Zaragoza, éste aún no tenía ningún motivo serio para imaginar que el país que él había aspirado a construir no era el mismo que aspiraba a construir el nuevo régimen; menos aún podía sospechar que Joaquim Figueras y Daniel Angelats estaban también en Zaragoza. De hecho, llevaban apenas un mes en la ciudad, adonde habían sido destinados a cumplir el servicio militar, cuando oyeron en la radio que Sánchez Mazas estaba alojado desde el día anterior en el Gran Hotel y que esa noche iba a pronunciar un discurso ante la plana mayor de la Falange aragonesa. En parte por curiosidad, pero sobre todo llevados por la ilusión de que la influencia de Sánchez Mazas alcanzara para aliviar los rigores de su régimen cuartelario de soldados rasos, Figueras y Angelats se plantaron en el Gran Hotel y le dijeron a un conserje que eran amigos de Sánchez Mazas y que deseaban verle. Figueras aún recuerda muy bien a aquel conserje plácido y adiposo, con su casaca de paño azul con borlas y alamares dorados que brillaban bajo las arañas de cristal del hall, entre el continuo ir y venir de jerarcas uniformados, y sobre todo recuerda su expresión entre zumbona y descreída mientras repasaba la miseria de sus uniformes y su aire irredimible de palurdos. Por fin el conserje les dijo que Sánchez Mazas se hallaba en su habitación, descansando, y que no estaba autorizado a molestarlo ni a dejarles pasar.

– Pero podéis esperarle aquí -los tuteó con un atisbo de crueldad, señalando unas sillas-. Cuando aparezca, rompéis el cordón que formarán los falangistas y le saludáis: si os reconoce, perfecto -haciendo una sonrisita se pasó el dedo índice por el cuello-; pero si no os reconoce…

– Esperaremos -lo atajó el orgullo de Figueras, arrastrando a Angelats hasta una silla.

Aguardaron durante casi dos horas, pero conforme transcurría el tiempo se sintieron más y más intimidados por la advertencia del conserje, por la suntuosidad inaudita del hotel y por la asfixiante parafernalia fascista con que estaba adornado, y cuando acabó de llenarse el hall de saludos castrenses y camisas azules y boinas rojas, Figueras y Angelats ya habían desistido de su intención primera y tomado la decisión de regresar de inmediato al cuartel sin abordar a Sánchez Mazas. No habían salido aún del hall cuando un pasillo de falangistas formados entre la escalinata y la puerta giratoria les cerró el paso y, poco después, les permitió divisar fugazmente y por última vez en sus vidas, deslizándose con impostada marcialidad de condotiero entre un mar de boinas rojas y un bosque de brazos en alto, el perfil inconfundible de judío de aquel hombre ahora prestigiado por la prosopopeya del poder que tres meses atrás, disminuido por los andrajos y los ojos sin gafas, por la fatiga, las privaciones y el miedo, les había suplicado su ayuda en un descampado remoto, y que ya nunca podría devolverles aquel favor de guerra a dos de sus amigos del bosque.

El acto de Zaragoza, durante el cual pronunció el Discurso del Sábado de Gloria -en el que, sin duda porque ya barruntaba el peligro de las defecciones, llamaba exasperadamente a sus compañeros falangistas a la disciplina y la ciega obediencia al Caudillo-, fue sólo una más de las numerosas intervenciones públicas de Sánchez Mazas durante esos meses. Fusilados al principio de la guerra Ledesma Ramos, José Antonio y Ruiz de Alda, Sánchez Mazas era el más antiguo falangista vivo; este hecho, sumado a su amistad fraternal con José Antonio y al papel decisivo que había desempeñado en la Falange primitiva, le concedía un enorme ascendiente sobre sus compañeros de partido, y aconsejó a Franco tratarlo con suma consideración, para ganarse su lealtad y para conseguir que limara las asperezas que habían surgido en su relación con los falangistas menos acomodaticios. El punto álgido de esa sencilla pero eficacísima estrategia de captación, en todo semejante a un soborno a base de prebendas y halagos -un procedimiento, vale decir, en cuyo manejo el Caudillo desarrolló una pericia de virtuoso y al que cabe atribuir en parte su interminable monopolio del poder- tuvo lugar en agosto de 1939, cuando, al formarse el primer gobierno de la posguerra, Sánchez Mazas, que ocupaba desde mayo el cargo de delegado nacional de Falange Exterior, fue nombrado ministro sin cartera. No fue ésta, desde luego, una ocupación excluyente, o no se la tomó muy en serio; en cualquier caso, supo ejercerla sin perjuicio alguno de su recobrada vocación de escritor: por aquella época publicaba con frecuencia en periódicos y revistas, acudía a tertulias y daba lecturas públicas de sus textos, y en febrero de 1940 fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, junto con su amigo Eugenio Montes, como «portavoz de la poesía y el lenguaje revolucionario de la Falange», según declaraba el diario Abc. Sánchez Mazas era un hombre vanidoso, pero no tonto, así que su vanidad no superaba a su orgullo: consciente de que su elección como académico obedecía a motivos políticos y no literarios, nunca llegó a leer su discurso de ingreso en la institución. Otros factores debieron de influir en ese gesto, que todo el mundo ha elegido interpretar, no sin algún motivo, como un elegante signo del desdén por las glorias mundanas que mostraba el escritor. Aunque también se haya hecho siempre, resulta en cambio más arriesgado atribuir idéntico significado a uno de los episodios que más contribuyó a dotar a la figura de Sánchez Mazas de la aristocrática aureola de desinterés e indolencia que le rodeó hasta la muerte.

La leyenda, pregonada a los cuatro vientos por fuentes de los signos más diversos, cuenta que un día de finales de julio de 1940, en pleno Consejo de Ministros, Franco, harto de que Sánchez Mazas no acudiera a aquellas reuniones, dijo señalando el asiento siempre vacío del escritor: «Por favor, que quiten de ahí esa silla». Dos semanas más tarde Sánchez Mazas fue destituido, cosa que, siempre según la leyenda, no pareció importarle demasiado. Las causas del cese no están claras. Unos alegan que Sánchez Mazas, cuyo cargo de ministro sin cartera carecía de contenido real, se aburría soberanamente en las reuniones del consejo, porque era incapaz de interesarse por asuntos burocráticos y administrativos, que son los que absorben la mayor parte del tiempo de un político. Otros aseguran que era Franco quien soberanamente se aburría con las eruditas disquisiciones sobre los temas más excéntricos (las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, digamos; o el uso correcto de la garlopa) que Sánchez Mazas le infligía, y que por eso decidió prescindir de aquel literato ineficaz, estrafalario e intempestivo, que desempeñaba en el gobierno un papel casi ornamental. Ni siquiera falta quien, de forma candorosa o interesada, atribuye la desidia de Sánchez Mazas a su desencanto de falangista fiel a los ideales auténticos del partido. Todos coinciden en que presentó su dimisión en diversas ocasiones, y en que nunca le fue aceptada hasta que sus reiteradas ausencias de las reuniones ministeriales, siempre justificadas con excusas peregrinas, la convirtieron en un hecho. Se mire por donde se mire, para Sánchez Mazas la leyenda es halagadora, pues contribuye a perfilar su imagen de hombre íntegro y reacio a las vanidades del poder. Lo más probable es que sea falsa.