El periodista Carlos Sentís, que fue su secretario personal en aquella época, sostiene que el escritor dejó de asistir a los consejos de ministros simplemente porque dejó de ser convocado a ellos. Según Sentís, ciertas declaraciones inconvenientes o extemporáneas en relación con el problema de Gibraltar, unidas a la inquina que le profesaba el por entonces todopoderoso Serrano Súñer, provocaron su caída en desgracia. Esta versión de los hechos es a mi juicio fiable, no sólo porque Sentís fue la persona más próxima a Sánchez Mazas durante el año exacto que éste duró en el ministerio, sino también porque parece razonable que Serrano Súñer viera en las torpezas de Sánchez Mazas -que había intrigado más de una vez contra él para ganarse el favor de Franco, igual que lo había hecho años atrás contra Giménez Caballero para ganarse el de José Antonio- una excusa perfecta para librarse de quien, en su condición de camisa vieja más antiguo, podía representar una amenaza para su autoridad y erosionar su ascendiente sobre los falangistas ortodoxos y sobre el propio Caudillo. Sentís afirma que, a raíz de su destitución, Sánchez Mazas fue confinado durante meses en su casa de la colonia del Viso -un hotelito en la calle de Serrano que años atrás había comprado con su amigo el comunista José Bergamín y que todavía pertenece a la familia- y privado de su sueldo de ministro. Su situación económica se volvía por momentos desesperada, y en diciembre, cuando levantaron sin explicaciones el confinamiento, decidió viajar a Italia para solicitar ayuda de la familia de su mujer. Al pasar por Barcelona se alojó en casa de Sentís. Éste no guarda una memoria exacta de aquellas jornadas, ni del estado de ánimo de Sánchez Mazas, pero sí recuerda que el mismo día de Navidad, justo después de la celebración familiar, el escritor recibió una llamada providencial en la que un pariente le comunicaba que su tía Julia Sánchez acababa de fallecer legándole una cuantiosa fortuna que incluía un palacio y varias fincas en Coria, en la provincia de Cáceres.
«Antes eras un escritor y un político, Rafael», le decía por esa época Agustín de Foxá. «Ahora sólo eres un millonario.» Foxá fue escritor y político y millonario, y uno de los pocos amigos que con el tiempo Sánchez Mazas no acabó perdiendo. También fue un hombre ingenioso, que, como suele ocurrir con los ingeniosos, a menudo tenía razón. Es verdad que, después de cobrar la herencia de su tía, Sánchez Mazas ostentó diversos cargos políticos, -desde miembro de la Junta Política de Falange hasta procurador en Cortes, pasando por el de presidente del Patronato del Museo del Prado-pero también es verdad que fueron siempre subalternos o decorativos, que apenas ocuparon su tiempo y que desde mediados de los años cuarenta fue abandonándolos como quien se deshace de un lastre molesto y poco a poco, conforme pasaba el tiempo, desapareciendo de la vida pública. Esto no significa, sin embargo, que Sánchez Mazas fuera en los años cuarenta y cincuenta una suerte de silencioso opositor al franquismo: sin duda despreciaba la chatura y la mediocridad que el régimen le había impuesto a la vida española, pero no se sentía incómodo en él, ni vacilaba en proferir en público los más sonrojantes ditirambos del tirano y hasta, si a mano venía, de su esposa -a quienes en privado despellejaba por su estupidez y mal gusto-, y por supuesto tampoco lamentaba haber contribuido con todas sus fuerzas a encender la guerra que arrasó una república legítima sin conseguir por ello implantar el temible régimen de poetas y condotieros renacentistas con el que había soñado, sino un simple gobierno de pícaros, patanes y meapilas. «Ni me arrepiento ni olvido», escribió famosamente, a mano y a toda página, en el pórtico de Fundación, hermandad y destino, un libro donde recopiló algunos de los belicosos artículos de doctrina falangista que en los años treinta publicó en Arriba y F.E. La frase es de la primavera de 1957; la fecha obliga a la reflexión. Por entonces Madrid vivía aún la resaca de la primera gran crisis interna del franquismo, fruto de una alianza imprevisible, pero en el fondo inevitable, entre dos grupos que Sánchez Mazas conocía muy bien, porque convivía a diario con ellos. Por un lado, la joven intelectualidad izquierdista, parte importante de la cual había surgido de las filas desengañadas de la propia Falange y estaba integrada por vástagos rebeldes de notorias familias del régimen, entre ellos dos de los hijos de Sánchez Mazas: Miguel, el primogénito, uno de los cabecillas de la rebelión estudiantil del 56 -que en febrero de ese año fue encarcelado y poco después partiría hacia un largo exilio-, y Rafael, el predilecto de Sánchez Mazas, que acababa de publicar El Jarama, la novela en que cuajaron la estética y las inquietudes de aquellos jóvenes disconformes; por otro lado, unos pocos camisas viejas -entre los cuales figuraba en primer lugar Dionisio Ridruejo, viejo amigo de Sánchez Mazas, que había sido detenido junto al hijo de éste, Miguel, y a otros dirigentes estudiantiles por la algarada antifranquista del año anterior, y que ese mismo año de 1957 fundaba el Partido Social de Acción Democrática, de orientación socialdemócrata-, antiguos falangistas de primera hora que quizá no habían olvidado su pasado político, pero que sin duda se habían arrepentido de él e incluso se estaban lanzando, con más o menos decisión o coraje, a combatir el régimen que habían ayudado a construir. Ni me arrepiento ni me olvido. Como a menudo el énfasis en la lealtad delata al traidor, no falta quien malicia que, si Sánchez Mazas escribía tal cosa en aquel momento, era precisamente porque, como algunos de sus camaradas joseantonianos, ya se había arrepentido -o por lo menos se había arrepentido en parte- y estaba tratando de olvidar -o por lo menos estaba tratando de olvidar en parte-. La conjetura es atractiva, pero falsa; en todo caso, aparte de la secreta actitud desdeñosa con que contemplaba el régimen, ni un solo dato de su biografía la avala. «Si por algo odio a los comunistas, Excelencia», le dijo en una ocasión Foxá a Franco, «es porque me obligaron a hacerme falangista.» Sánchez Mazas nunca hubiera pronunciado esa frase -demasiado irreverente, demasiado irónica-, y menos en presencia del general, pero sin duda vale también para él. Quizá Sánchez Mazas no fue nunca más que un falso falangista, o si se quiere un falangista que sólo lo fue porque se sintió obligado a serlo, si es que todos los falangistas no fueron falsos y obligados falangistas, porque en el fondo nunca acabaron de creer del todo que su ideario fuera otra cosa que un expediente de urgencia en tiempos de confusión, un instrumento destinado a conseguir que algo cambie para que no cambie nada; quiero decir que, de no haber sido porque, como muchos de sus camaradas, sintió que una amenaza real se cernía sobre el sueño de beatitud burguesa de los suyos, Sánchez Mazas nunca se hubiera rebajado a meterse en política, ni se hubiera aplicado a forjar la llameante retórica de choque que debía enardecer hasta la victoria al pelotón de soldados encargados de salvar la civilización. Es un hecho que Sánchez Mazas identificaba con la civilización las seguridades, privilegios y jerarquías de los suyos, y a los falangistas con el pelotón de soldados de Spengler; también lo es que sentía el orgullo de haber formado parte de ese pelotón y, quizás, el derecho a descansar tras haber restaurado jerarquías, seguridades y privilegios. Por eso es dudoso que quisiera olvidar nada, y seguro que de nada se arrepentía.
Así que en rigor no puede afirmarse que durante la posguerra Sánchez Mazas fuera un político; más aventurado parece sostener, como hace el ingenioso Foxá, que tampoco fue un escritor. Porque es cierto que en esos años, conforme disminuía su actividad política, aumentaba la literaria: en las dos décadas que siguieron a la guerra vieron la luz, firmados con su nombre, novelas, relatos, ensayos, adaptaciones teatrales y numerosísimos artículos aparecidos en Arriba, en La Tarde, en Abc. Algunos de estos últimos son excepcionales, joyas de una orfebrería verbal extremadamente refinada, y determinados libros que publicó por entonces, como La vida nueva de Pedrito de Andía (1951) y Las aguas de Arbeloa y otras cuestiones (1956), figuran entre lo mejor de su obra. Todo eso es cierto, pero también lo es que, aunque entre mediados de los cuarenta y mediados de los cincuenta ocupó un lugar preeminente en la literatura española, nunca se molestó en hacer carrera literaria (un ejercicio que, como el de hacer carrera política, siempre le pareció indigno de caballeros), y que a medida que transcurría el tiempo practicó cada vez con mayor destreza el arte sutil de la ocultación, hasta el punto de que, a partir de 1955 y durante cinco años, firmó sus artículos en Abc con tres enigmáticos asteriscos. Por lo demás, su vida social se limitaba a la asidua frecuentación de los pocos amigos que, como Ignacio Agustí o Marino Gómez Santos, habían conseguido sobrevivir a las intemperancias de su carácter y, desde principios de los cincuenta, a la muy ocasional de la tertulia que en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao aglutinaba César González-Ruano. Éste, que lo conocía bien, por esa época veía a Sánchez Mazas «como un gran aficionado, como un gentilhombre mayor de las letras, como un gran señor impar que no ha necesitado nunca hacer profesión de sus vocaciones, sino ejercicios de verso y prosa en sus vacaciones».
O sea que, después de todo, es probable que Foxá tuviera razón: desde que acabó la guerra hasta su muerte, quizá Sánchez Mazas no fue esencialmente otra cosa que un millonario. Un millonario sin muchos millones, lánguido y un poco decadente, entregado a pasiones un tanto extravagantes -los relojes, la botánica, la magia, la astrología- y a la no menos extravagante pasión de la literatura. Vivía entre la casona de Coria, donde pasaba largas temporadas haciendo vie de château, el hotel Velázquez de Madrid y el chalet de la colonia del Viso, rodeado de gatos, losas de Italia, libros de viajes, cuadros españoles y grabados franceses, con un gran salón presidido por una chimenea francesa y un jardín saturado de rosales. Se levantaba hacia el mediodía y, después de comer, escribía hasta la hora de la cena; las noches, que a menudo se prolongaban hasta el amanecer, las dedicaba a la lectura. Salía poco de casa; fumaba mucho. Es probable que para entonces ya no creyera en nada. También lo es que, en su fuero interno, nunca en su vida haya creído en nada; y, menos que nada, en aquello que defendía o predicaba. Hizo política, pero en el fondo siempre la despreció. Exaltó viejos valores -la lealtad, el coraje-, pero ejerció la traición y la cobardía, y contribuyó como pocos al embrutecimiento que la retórica de Falange hizo de ellos; también exaltó viejas instituciones -la monarquía, la familia, la religión, la patria-, pero no movió un solo dedo para traer un rey a España, ignoró a su familia, de la que a menudo vivió separado, y hubiera cambiado todo el catolicismo por un solo canto de la Divina Commedia; en cuanto a la patria, bueno, la patria no se sabe lo que es, o es simplemente una excusa de la pillería o de la pereza. Quienes lo trataron en sus últimos años le recuerdan recordando con frecuencia los avatares de la guerra y el fusilamiento del Collell. «Es increíble lo que se aprende en esos pocos segundos de la ejecución», le dijo en 1959 a un periodista a quien sin embargo no reveló las enseñanzas que le había deparado la inminencia de la muerte. Quizá no era otra cosa que un superviviente, y por eso al final de su vida le gustaba imaginarse como un gran señor otoñal y fracasado, como alguien que, pudiendo haber hecho grandes cosas, no había hecho casi nada. «No he correspondido sino mediocremente a la esperanza y a la ayuda que he recibido», le confesó por esa época a González-Ruano, y años antes un personaje de La vida nueva de Pedrito de Andía parece hablar por boca de Sánchez Mazas cuando proclama en su lecho de muerte: «Nunca he podido acabar yo nada en este mundo». De hecho, fue de ese modo, melancólico y derrotado y sin futuro, como a él le gustó preverse desde muy pronto. En julio de 1913, en Bilbao, con apenas diecinueve años, Sánchez Mazas escribió, con el título de «Bajo el sol antiguo», tres sonetos, el último de los cuales dice así: