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Hojeé los dos ejemplares, advertí que estaban usados. Casi con tristeza comenté:

– Los leíste.

– Claro -sonrió apenas Bolaño, que no sonreía casi nunca, pero que casi nunca parecía hablar del todo en serio-. Yo leo hasta los papeles que encuentro por las calles.

Ahora fui yo el que sonrió.

– Los escribí hace muchos años.

– No tienes que disculparte -dijo-. A mí me gustaron, o por lo menos recuerdo que me gustaron.

Pensé que se burlaba; levanté la vista de los libros y le miré a los ojos: no se burlaba. Me oí preguntar:

– ¿De veras?

Bolaño encendió un cigarrillo, pareció reflexionar un momento.

– Del primero no me acuerdo muy bien -reconoció al cabo-. Pero creo que había un cuento muy bueno sobre un hijo de puta que induce a un pobre hombre a cometer un crimen para poder terminar su novela, ¿verdad? -Sin darme tiempo a asentir de nuevo, añadió-: En cuanto a El inquilino, me pareció una novelita deliciosa.

Bolaño pronunció este dictamen con tal mezcla de naturalidad y convicción que de golpe supe que los escasos elogios que habían merecido mis libros eran fruto de la cortesía o la piedad. Me quedé sin habla, y sentí unas ganas enormes de abrazar a aquel chileno de voz escasa, de pelo rizoso, escuálido y mal afeitado, a quien acababa de conocer.

– Bueno -dije-. ¿Empezamos la entrevista?

Fuimos a un bar del puerto, entre la lonja y el rompeolas, y nos sentamos junto a un ventanal desde el que se divisaba, a través del aire dorado y frío de la mañana, majestuosamente cruzado de gaviotas, toda la bahía de Blanes, con la dársena en primer plano, poblada de ociosas barcas de pesca, y al fondo el promontorio de La Palomera, que señala la frontera geográfica de la Costa Brava. Bolaño pidió té y tostadas; yo pedí café y agua. Conversamos. Bolaño me contó que ahora las cosas le iban bien, porque sus libros empezaban a darle dinero, pero que durante los últimos veinte años había sido más pobre que una rata. Había dejado de estudiar casi de niño; había desempeñado todo tipo de oficios ocasionales (aunque, aparte de escribir, nunca había tenido un trabajo serio); había hecho la revolución en el Chile de Allende y en el de Pinochet había estado en la cárcel; había vivido en México y en Francia; había viajado por todo el mundo. Años atrás había padecido una operación muy complicada, y desde entonces vivía en Blanes como un asceta, sin otro vicio que escribir y sin ver a nadie salvo a su familia. Casualmente, el día en que entrevisté a Bolaño el general Pinochet acababa de regresar a Chile, aclamado como un héroe por sus partidarios, después de haberse pasado dos años en Londres a la espera de ser extraditado a España y juzgado por sus crímenes. Hablamos del regreso de Pinochet, de la dictadura de Pinochet, de Chile. Como es natural, le pregunté cómo había vivido la caída de Allende y el golpe de Pinochet. Como es natural, me miró con cara de infinito aburrimiento; luego dijo:

– Como una película de los hermanos Marx, sólo que con muertos. Aquello fue un desbarajuste fabuloso. -Sopló un poco el té, bebió un sorbo y volvió a dejar la taza sobre el plato-. Mira, te voy a decir la verdad. Durante años me cagué cada vez que pude en Allende, pensaba que la culpa de todo era suya, por no entregarnos las armas. Ahora me cago en mí por haber dicho eso de Allende. Joder, el cabrón pensaba en nosotros como si fuéramos sus hijos, ¿entiendes? No quería que nos mataran. Y si llega a entregarnos las armas hubiéramos muerto como chinches. En fin -concluyó, tomando otra vez la taza-, supongo que Allende fue un héroe.

– ¿Y qué es un héroe?

La pregunta pareció sorprenderle, como si nunca se la hubiese hecho, o como si se la hubiera estado haciendo desde siempre; con la taza en el aire, me miró fugazmente a los ojos, volvió la vista hacia la bahía, por un momento reflexionó; luego se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo-. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Para entonces ya hacía casi un mes que yo no pensaba en Soldados de Salamina, pero en aquel momento no pude evitar el recuerdo de Sánchez Mazas, que no mató nunca y que en algún momento, antes de que la realidad le demostrara que carecía del coraje y del instinto de la virtud, acaso se creyó un héroe. Dije:

– No lo sé. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente.

– Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe -replicó en el acto Bolaño-. Personas decentes hay muchas: son las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. En realidad, yo creo que en el comportamiento de un héroe hay casi siempre algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración. Ahí está Allende, hablando por Radio Magallanes, tumbado en el suelo en un rincón de La Moneda, con la metralleta en una mano y el micrófono en la otra, hablando como si estuviera borracho o como si ya estuviera muerto, sin saber muy bien lo que dice y diciendo las palabras más limpias y más nobles que yo he escuchado nunca… Ahora me acuerdo de otra historia. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. -Bolaño se detuvo, con el dedo índice se subió las gafas hasta que la montura rozó las cejas-. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

Bolaño y yo nos pasamos el resto de la mañana conversando acerca de sus libros, de los autores que le gustaban -que eran muchos- y de los que detestaba -que todavía eran más-. Bolaño hablaba de todos ellos con una extraña pasión helada, que al principio me fascinó y luego me hizo sentir incómodo. Abrevié la entrevista. Cuando ya íbamos a despedirnos, en el paseo del Mar, me propuso comer en su casa, con su mujer y su hijo; mentí: le dije que no podía, porque me esperaban en el periódico. Entonces me invitó a venir a verle algún día; volví a mentir: le dije que lo haría muy pronto.

Una semana después, cuando se publicó la entrevista, Bolaño me telefoneó al periódico. Me dijo que le había gustado mucho. Preguntó:

– ¿Estás seguro de que dije todo eso de los héroes?

– Palabra por palabra -contesté, bruscamente suspicaz, imaginando que el elogio inicial era sólo un prólogo a los reproches, conjeturando que Bolaño era uno de esos lenguaraces que atribuyen todos sus deslices verbales a la malicia, el descuido o la frivolidad de los periodistas-. Lo tengo grabado.

– ¡Joder, pues la verdad es que está muy bien! -me tranquilizó-. Pero te llamaba por otra cosa. Mañana estaré en Gerona para renovar mi permiso de residencia; una vaina de mierda, que no me llevará mucho rato. ¿Te apetecería que comiéramos juntos?

Yo no había esperado ni la llamada ni la propuesta y, quizá porque me pareció más fácil aceptarla que pretextar un compromiso, acepté, y al día siguiente, cuando llegué al Bistrot, Bolaño ya estaba sentado a una mesa, con una Coca-Cola light en la mano.

– Hacía por lo menos veinte años que no venía por aquí -comentó Bolaño, que el día anterior, por teléfono, me había dicho que, durante la temporada en que había residido en la ciudad, vivía cerca del Bistrot-. Esto ha cambiado un huevo.

Después de hacer el pedido (ensalada y bistec a la plancha para él; mejillones al vapor y conejo para mí), Bolaño volvió a elogiar mi entrevista, habló de las de Capote y de Mailer, bruscamente me preguntó si estaba escribiendo algo. Como nada irrita tanto a un escritor que no escribe como que le pregunten por lo que está escribiendo, un poco molesto contesté:

– No. -Y, porque pensé que, como para todo el mundo, para Bolaño escribir en los periódicos no es escribir, añadí-: Ya no escribo novelas. -Pensé en Conchi y dije-: He descubierto que no tengo imaginación.

– Para escribir novelas no hace falta imaginación -dijo Bolaño-. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

– Entonces yo me he quedado sin recuerdos. -Tratando de ser ingenioso expliqué-: Ahora soy un periodista; o sea: un hombre de acción.

– Pues es una lástima -dijo Bolaño-. Un hombre de acción es un escritor frustrado. Si don Quijote hubiera escrito un solo libro de caballería nunca hubiera sido don Quijote, y si yo no hubiese aprendido a escribir ahora estaría pegando tiros con las FARC. Además, un escritor de verdad nunca deja de ser un escritor. Aunque no escriba.

– ¿Qué te hace pensar que yo soy un escritor de verdad?

– Escribiste dos libros de verdad.

– Juvenalia.

– ¿El periódico no cuenta?

– Cuenta. Pero ahí no escribo por placer: sólo para ganarme la vida. Además, no es lo mismo un periodista que un escritor.

– En eso tienes razón -concedió-. Un buen periodista es siempre un buen escritor, pero un buen escritor casi nunca es un buen periodista.

Me reí.

– Brillante, pero falso -dije.

Mientras comíamos Bolaño me habló de la época en que había vivido en Gerona; minuciosamente me contó una interminable noche de febrero en un hospital de la ciudad, el Josep Trueta. Aquella mañana le habían diagnosticado una pancreatitis, y, cuando el médico apareció por fin en su habitación y él pudo preguntarle, sabiendo cuál era la respuesta, si se iba a morir, el médico le acarició un brazo y le dijo que no con la voz con que se dicen siempre las mentiras. Antes de dormirse esa noche, Bolaño sintió una tristeza infinita, no porque supiera que iba a morir, sino por todos los libros que había proyectado escribir y nunca escribiría, por todos sus amigos muertos, por todos los jóvenes latinoamericanos de su generación -soldados muertos en guerras de antemano perdidas- a los que siempre había soñado resucitar en sus novelas y que ya permanecerían muertos para siempre, igual que él, como si no hubieran existido nunca, y luego se durmió y durante toda la noche soñó que estaba en un ring peleando con un luchador de sumo, un oriental gigantesco y sonriente contra el que nada podía y contra el que sin embargo siguió peleando toda la noche hasta que despertó y supo sin que nadie se lo dijera, con una alegría sobrehumana que no había vuelto a experimentar nunca, que no iba a morir.