– Pero a veces pienso que todavía no he despertado -dijo Bolaño pasándose la servilleta por los labios-. A veces pienso que todavía estoy en la cama del Trueta, peleando con el luchador de sumo, y que todo lo que ha pasado en estos años (mi hijo y mi mujer y las novelas que he escrito y los amigos muertos de los que he hablado) lo estoy soñando, y que en algún momento me despertaré y estaré en la lona del ring, asesinado por un oriental muy gordo que sonríe igual que la muerte.
Después de comer Bolaño me pidió que le acompañara a dar una vuelta por la ciudad. Le acompañé: recorrimos el casco antiguo, caminamos por la Rambla, por la plaza de Catalunya, por la del mercado. Al atardecer tomamos café en el bar del hotel Carlemany, muy cerca de la estación, mientras Bolaño esperaba el tren. Fue allí, entre tazas de té y gin-tonics, donde me contó la historia de Miralles. No recuerdo por qué ni cómo llegó hasta ella; recuerdo que habló con un entusiasmo inflexible, con una suerte de jubilosa seriedad, poniendo a disposición del relato toda su erudición militar e histórica, que era abrumadora pero no siempre exacta, porque más tarde, cuando consulté varios libros sobre las operaciones militares de la Guerra Civil y la segunda guerra mundial, descubrí que algunas de las fechas y nombres y circunstancias habían sido modificados por su imaginación o su memoria. El relato, sin embargo, no sólo era verosímil, sino también, en la mayoría de sus pormenores, fiel a los hechos.
Una vez corregidos los pocos datos y fechas que Bolaño había alterado, la historia es ésta:
Bolaño conoció a Miralles en el verano de 1978, en el cámping Estrella de Mar, en Castelldefells. El Estrella de Mar era un cámping de rulots al que cada verano acudía una población flotante compuesta básicamente por miembros del proletariado europeo: franceses, ingleses, alemanes, holandeses, algún español. Bolaño recordaba que, al menos durante el tiempo que pasaba allí, aquella gente era muy feliz; él también se recordaba a sí mismo feliz. Trabajó en el cámping durante cuatro veranos, del año 78 al 81, y a veces también durante los fines de semana de invierno; hizo de basurero, de vigilante nocturno, de todo.
– Fue mi doctorado -me aseguró Bolaño-. Conocí a una fauna humana de lo más variopinta. En realidad, nunca en toda mi vida he aprendido tantas cosas de golpe como allí.
Miralles llegaba cada año a principios de agosto. Bolaño lo recordaba al volante de su rulot, con sus saludos de escándalo, su sonrisa descomunal, su gorra calada y su tremenda barriga de buda, inscribiéndose en el registro del cámping e instalándose de inmediato en el lugar asignado. A partir de aquel momento Miralles no volvía a vestir en todo el mes más que un bañador y unas chanclas de goma y, como andaba todo el día a cuerpo gentil, llamaba inmediatamente la atención, porque su cuerpo era un auténtico compendio de cicatrices: de hecho, todo el costado izquierdo, desde el tobillo hasta el mismo ojo, por el que aún podía ver, era una pura cicatriz. Miralles era catalán, de Barcelona o de los alrededores de Barcelona -Sabadell tal vez, o Terrassa: en todo caso Bolaño recordaba haberle oído hablar en catalán-, pero llevaba muchos años viviendo en Francia y, al decir de Bolaño, se había vuelto totalmente francés: gastaba una ironía bien afilada, sabía comer y beber y le volvía loco el buen vino. De noche se reunía en el bar con sus amigos de cada verano y Bolaño, que en su calidad de vigilante nocturno se sumaba con frecuencia a esas veladas que se prolongaban hasta muy tarde, lo vio emborracharse a menudo, pero nunca volverse agresivo ni pendenciero ni sentimental. Al final de esas noches simplemente necesitaba que alguien le acompañara hasta su rulot, porque ya no era capaz de llegar por sí mismo hasta ella. Bolaño lo hizo muchas veces, y también se quedó muchas veces a solas con él, en el bar, bebiendo hasta muy tarde porque Miralles había derrotado a sus contertulios, y fue en el curso de esas noches interminables y solitarias (nunca le vio hablar de ello ante otras personas) cuando le oyó desplegar una y otra vez su historial de guerra, desplegarlo sin jactancia ni orgullo, con su aprendida ironía de francés adoptivo, como si no le perteneciera a él sino a otra persona, alguien a quien apenas conocía y a quien sin embargo vagamente estimaba. Por eso Bolaño lo recordaba con absoluta precisión.
En el otoño de 1936, pocos meses después de comenzada la guerra en España, Miralles fue reclutado con apenas dieciocho años, y a principios del 37, después de un adiestramiento militar de urgencia, encuadrado en un batallón de la Primera Brigada Mixta del Ejército de la República, que estaba al mando de Enrique Líster. Éste, que había sido comandante de las Milicias Antifascistas Obreras y del Quinto Regimiento, ya era para entonces una leyenda viva. El Quinto Regimiento acababa de disolverse, y la mayoría de los compañeros del batallón de Miralles, que pocos meses atrás, en noviembre, habían sido decisivos para detener a las tropas de Franco a las puertas de Madrid, se habían batido en sus filas. Antes de la guerra Miralles trabajaba de aprendiz de tornero; ignoraba la política: sus padres, gente de condición muy humilde, nunca hablaban de ella; tampoco sus amigos. Sin embargo, apenas llegó al frente se hizo comunista: el hecho de que lo fueran sus compañeros y sus mandos y de que también lo fuera Líster sin duda influyó en su decisión; quizá lo hizo más la certidumbre inmediata de que los comunistas eran los únicos que de verdad estaban dispuestos a plantar cara y ganar la guerra.
– Supongo que era un poco botarate -recordaba Bolaño que le había dicho una noche Miralles, hablando de Líster, a cuyas órdenes hizo toda la guerra-. Pero también quería mucho a sus hombres y era muy valiente, muy español. Un tipo con dos cojones.
– Español de puro bruto -citó Bolaño, sin decirle a Miralles que citaba a César Vallejo, sobre el que por entonces estaba escribiendo una novela chiflada.
Miralles se rió.
– Exacto -convino-. Luego he leído muchas cosas sobre él, contra él en realidad. La mayoría falsas, por lo que yo sé. Supongo que se equivocó en muchas cosas, pero también acertó en muchas otras, ¿no es verdad?
En los primeros días de la guerra Miralles había sentido simpatía por los anarquistas, no tanto por sus confusas ideas o por su ímpetu revolucionario, cuanto porque fueron los primeros en echarse a la calle a pelear contra el fascismo. No obstante, a medida que la contienda avanzaba y los anarquistas sembraban el caos en la retaguardia, esa simpatía se desvaneció: como todos los comunistas -y sin duda esto también contribuyó a acercarle a ellos-, Miralles entendía que lo primero era ganar la guerra; luego ya habría tiempo de hacer la revolución. De modo que, cuando en el verano del 37 la 11.ª División, a la que él pertenecía, liquidó por orden de Líster las colectividades anarquistas de Aragón, a Miralles la operación le pareció brutal, pero no injustificada. Más tarde peleó en Belchite, en Teruel, en el Ebro y, cuando el frente se derrumbó, Miralles se retiró con el ejército hacia Cataluña y a principios de febrero del 39 cruzó la frontera francesa con los otros 450.000 españoles que lo hicieron en los días finales de la guerra. Al otro lado le esperaba el campo de concentración de Argelés, en realidad una playa desnuda e inmensa rodeada por una doble alambrada de espino, sin barracones, sin el menor abrigo en el frío salvaje de febrero, con una higiene de cenagal, donde, en condiciones de vida infrahumanas, con mujeres y viejos y niños durmiendo en la arena moteada de nieve y escarcha y hombres vagando cargados con el peso alucinado de la desesperación y el rencor de la derrota, ochenta mil fugitivos españoles aguardaban el final del infierno.
– Los llamaban campos de concentración -solía decir Miralles-. Pero no eran más que morideros.
Así que, unas semanas después de llegar a Argelés, cuando aparecieron por el campo las banderas de enganche de la Legión Extranjera francesa, sin dudarlo un instante Miralles se alistó en ella. Fue así como llegó al Magreb, a algún punto del Magreb, Túnez o tal vez Argelia, Bolaño no recordaba bien. Allí le sorprendió el inicio de la guerra mundial. Francia cayó en manos de los alemanes en junio del cuarenta, y la mayor parte de las autoridades francesas del Magreb se pusieron del lado del gobierno títere de Vichy. Pero en el Magreb estaba también Leclerc, el general Jacques-Philippe Leclerc. Leclerc se negó a aceptar las órdenes de Vichy y empezó a reclutar cuanta gente pudo con la idea desatinada de cruzar a su mando la mitad de África y alcanzar alguna posesión ultramarina francesa que aceptase la autoridad de De Gaulle, quien desde Londres, igual que él, se había rebelado en nombre de la Francia libre contra Pétain.
– ¡Chucha, Javier! -Recostado en una butaca del bar del Carlemany, Bolaño me miraba burlón o incrédulo a través de los gruesos cristales de sus gafas y del humo de su Ducados-. Miralles se pasó toda su vida cagándose en Leclerc y en sí mismo por haberle hecho caso a Leclerc. Porque ni él ni ninguno de los desharrapados a los que Leclerc engañó como a chinos tenían ni idea de dónde se metían. Era un viaje de varios miles de kilómetros a través del desierto, a puro huevo, en condiciones mucho peores que las que había dejado Miralles en Argelés y sin apenas pertrechos. ¡Ríete tú del París-Dakar, que es un puto paseíto de domingo comparado con eso! ¡Hay que tener los cojones cuadrados para hacer una cosa así!