Pero ahí estaban Miralles y su montón de engañados voluntarios reclutados de urgencia por el proselitismo insensato de Leclerc, quienes, después de varios meses de contramarchas suicidas por el desierto, arribaron a la provincia del Chad, en el África Ecuatorial francesa, donde entraron por fin en contacto con la gente de De Gaulle. Poco después de su llegada al Chad, junto a un destacamento inglés procedente de El Cairo y en compañía de otros cinco hombres de la Legión Extranjera al mando del coronel D'Ornano, comandante en jefe de las fuerzas francesas en el Chad, Miralles tomó parte en el ataque al oasis italiano de Murzuch, en Libia sudoccidental. Los seis miembros de la patrulla francesa eran en teoría voluntarios; la realidad es que Miralles nunca hubiera intervenido en esa incursión de no haber sido porque, como en su compañía nadie se presentaba voluntario a ella, se lo jugaron a la taba y Miralles acabó perdiendo. La patrulla de Miralles era sobre todo simbólica, porque, después de la caída de Francia, era la primera vez que un contingente francés tomaba parte en una acción bélica contra una de las potencias del Eje.
– Date cuenta, Javier -acotó Bolaño, un poco perplejo, como reprimiendo la risa, como si él mismo estuviera descubriendo la historia (o el significado de la historia) a medida que la contaba-. Toda Europa dominada por los nazis, y en el culo del mundo, y sin que nadie se enterase, los cuatro putos moros, el puto negro y el cabrón de español que formaban la patrulla de D'Ornano estaban levantando por vez primera en meses la bandera de la libertad. ¡Tiene cojones la cosa! Y ahí estaba Miralles, engañado y por puñetera mala suerte y a lo mejor sin saber para qué estaba ahí. Pero ahí estaba él.
El coronel D'Ornano cayó en Murzuch. Su puesto al mando de las fuerzas del Chad lo cubrió Leclerc, quien, espoleado por el éxito de Murzuch, se lanzó de inmediato contra el oasis de Cufra -el más importante del desierto de Libia, que estaba también en manos italianas con un puñado de voluntarios de la Legión Extranjera y un puñado de indígenas, con muy pocas armas y muy pocos medios de transporte, y el 1 de marzo de 1942, después de otra marcha de más de mil kilómetros por el desierto, Leclerc y sus hombres tomaron Cufra. Y allí, naturalmente, estaba Miralles. De regreso en el Chad, Miralles gozó de sus primeras semanas de descanso en años, y en algún momento diversos indicios ilusorios le llevaron a imaginar que, después de las gestas de Murzuch y Cufra, durante algún tiempo la guerra iba a quedar bien lejos de él y de sus compañeros. Fue entonces cuando Leclerc tuvo su segunda idea genial en poco tiempo. Convencido con razón de que la suerte de la guerra se estaba jugando en el norte de África, donde el 8.° Ejército de Montgomery combatía contra el Afrika-Korps alemán, decidió tratar de unirse a las tropas inglesas, realizando a la inversa la marcha que, desde el Magreb al Chad, había realizado meses antes. Otras unidades aliadas hicieron por entonces la misma o parecida operación, pero Leclerc carecía por completo de su infraestructura, así que Miralles y los tres mil doscientos hombres que para entonces había conseguido reunir tuvieron que recorrer de nuevo, a pie y en condiciones todavía más precarias que la primera vez, los miles de kilómetros de desierto sin clemencia que los separaban de Trípoli, adonde finalmente llegaron en enero del 43, justo cuando las tropas de Rommel acababan de ser expulsadas de la ciudad por el 8.° de Montgomery. La columna de Leclerc hizo el resto de la campaña de África con ese cuerpo de ejército, de forma que Miralles combatió a los alemanes en la ofensiva contra la Línea Mareth, y más tarde a los italianos en Gabés y Sfax.
Concluida la campaña de África, la columna Leclerc, integrada en el organigrama del ejército aliado, se motorizó, convirtiéndose en la División Acorazada n.° 2 y siendo enviada a Inglaterra para su adiestramiento en el manejo de los tanques americanos, y el 1 de agosto de 1944, casi dos meses después del día D, Miralles desembarcó en la playa de Utah, en Normandía, operando con el Cuerpo de Ejército XV de Hislip. Inmediatamente la columna Leclerc partió hacia el frente, y durante los veintitrés días que para Miralles duró la campaña de Francia no dejó de pelear ni un instante, sobre todo en la región de Sarthe y en los combates que precedieron al aislamiento definitivo de la bolsa de Falaise. Porque la de Leclerc era en aquel momento una unidad muy especiaclass="underline" no sólo era la única división francesa que luchaba en suelo francés (aunque estuviera llena de africanos y de veteranos españoles de la guerra civil; lo proclamaban los nombres de sus tanques: Guadalajara, Zaragoza, Belchite), sino también porque era una división que se nutría exclusivamente de voluntarios, de tal manera que no podía jugar con los recambios de tropas frescas con que jugaba una división normal y, cuando un soldado caía, su puesto quedaba vacante hasta que otro voluntario venía a sustituirlo. Esto explica que, aunque ningún mando sensato mantiene a un soldado más de cuatro o cinco meses en primera línea de combate, porque la tensión del frente resulta insoportable, cuando Miralles y sus compañeros de la guerra civil pisaron las playas de Normandía llevaran más de siete años peleando sin parar.
Pero la guerra aún no había terminado para ellos. La columna Leclerc fue el primer contingente aliado que entró en París; Miralles lo hizo por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto, apenas una hora después de que, al mando del capitán Dronne, lo hiciera el primer destacamento francés. No habían transcurrido quince días cuando los hombres de Leclerc, integrados ahora en el tercer ejército francés de De Lattre de Tassigny, entraban de nuevo en combate. Las semanas siguientes no les concedieron un instante de tregua: embistieron la línea Sigfried, penetraron en Alemania, llegaron hasta Austria. Allí acabó la aventura militar de Miralles. Allí, una mañana ventosa de invierno que no olvidaría nunca, Miralles (o alguien que estaba junto a Miralles) pisó una mina.
– Se hizo papilla -dijo Bolaño después de hacer una pausa para acabar de beberse el té, que se le había enfriado en la taza-. La guerra en Europa estaba a punto de terminar y, después de ocho años combatiendo, Miralles había visto morir a su alrededor a montones de gente, amigos y compañeros españoles, africanos, franceses, de todas partes. Había llegado su turno… -Bolaño golpeó el brazo de la butaca-. Había llegado su turno, pero el cabrón no se murió. Lo llevaron a la retaguardia hecho mierda y lo recompusieron como Dios les dio a entender. Increíblemente, sobrevivió. Y al cabo de poco más de un año ya tienes a Miralles convertido en ciudadano francés y con una pensión de por vida.
Al terminar la guerra y recuperarse de sus heridas, Miralles se fue a vivir a Dijon, o a algún lugar de los alrededores de Dijon, Bolaño no recordaba bien. En más de una ocasión le preguntó a Miralles por qué se había instalado en Dijon (o en los alrededores de Dijon), y él a veces le contestaba que se había instalado allí como podía haberse instalado en cualquier otra parte, y otras veces le decía que se había instalado allí porque durante la guerra se prometió a sí mismo que, si conseguía sobrevivir, iba a pasarse el resto de su vida bebiendo buen vino, «y hasta hoy he cumplido», añadía palmeándose su desnuda y feliz barriga de buda. Mientras frecuentó a Miralles, Bolaño pensaba que ninguna de esas dos razones era la verdadera; ahora pensaba que tal vez lo eran las dos. Lo cierto es que Miralles se casó en Dijon (o en los alrededores de Dijon) y que en Dijon (o en los alrededores de Dijon) tuvo una hija. Se llamaba María. Bolaño la conoció en el camping, porque al principio acudía allí cada verano, con su padre: recordaba una chica fina, seria y fuerte, «totalmente francesa», aunque con su padre hablaba siempre un castellano empedrado de erres guturales. Recordaba también que a Miralles, que había enviudado poco después de tenerla, se le caía la baba con ella: era María quien llevaba el gobierno de la casa, quien impartía órdenes que Miralles obedecía con una especie de pudorosa humildad de veterano acostumbrado a obedecer órdenes, y quien, cuando la conversación con los amigos se prolongaba demasiado en el bar del cámping y a Miralles el vino le empezaba a poner la boca pastosa y a enredarle las frases, le cogía del brazo y se lo llevaba a la rulot, sumiso y trastabillando, con su mirada turbia de bebedor y su sonrisa culpable de padre orgulloso. Lo de María, sin embargo, duró poco tiempo, no más de dos años (dos de los cuatro en que Bolaño trabajó en el cámping), y Miralles empezó a ir solo al Estrella de Mar. Fue a partir de entonces cuando Bolaño y él intimaron de veras; también cuando Miralles empezó a acostarse con Luz. Luz era una prostituta que algunos veranos faenaba por el cámping. Bolaño la recordaba muy bien: morena y corpulenta y bastante joven y guapa, con una generosidad natural y un sentido común imperturbable; quizá sólo ocasionalmente trabajaba de puta, conjeturaba Bolaño.
– Miralles se encoñó de mala manera con ella -añadió-. El cabrón se ponía tristísimo y se emborrachaba a morir cuando no estaba Luz.
Bolaño recordó entonces que una noche del último verano en que estuvo con Miralles, mientras hacía la primera ronda, ya de madrugada, oyó una música muy tenue que llegaba del extremo del camping, justo al lado de la valla que lo aislaba de un bosque de pinos. Más por curiosidad que para exigir que quitaran la música -sonaba tan baja que no podía estorbar el sueño de nadie-, se acercó sigilosamente y vio a una pareja bailando abrazada bajo la marquesina de una rulot. En la rulot reconoció la rulot de Miralles; en la pareja, a Miralles y a Luz; en la música, un pasodoble muy triste y muy antiguo (o eso es lo que entonces le pareció a Bolaño) que muchas veces le había oído tararear entre dientes a Miralles. Antes de que ellos pudieran advertir su presencia, Bolaño se ocultó tras otra rulot y, durante unos minutos, estuvo observándolos. Bailaban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano, y a Bolaño le llamó la atención sobre todo el contraste entre la solemnidad de sus movimientos y su atuendo, Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio, conduciendo a Luz, que, quizá porque vestía una blusa blanca que le llegaba hasta las rodillas y dejaba entrever su cuerpo desnudo, parecía flotar como un fantasma en el frescor de la noche. Bolaño dijo que en aquel momento, espiando detrás de una rulot a aquel viejo veterano de todas las guerras, con el cuerpo cosido a cicatrices y el alma en vilo por una puta ocasional que no sabía bailar un pasodoble, sintió una emoción extraña y, como un reflejo acaso falaz de esa emoción, en un giro de la pareja le pareció divisar un destello en los ojos de Miralles, igual que si en aquel instante se hubiese echado a llorar o intentase en vano contener las lágrimas o llevase mucho rato llorando, y entonces supo o imaginó que su presencia allí tenía algo de obsceno, que le estaba robando aquella escena a alguien y que tenía que marcharse, y supo también, confusamente, que su tiempo en el cámping se había agotado, porque ya había aprendido en él todo lo que podía aprender. Así que encendió un cigarrillo, miró por última vez a Luz y a Miralles bailando bajo la marquesina, dio media vuelta y siguió su ronda.