Durante los días que siguieron telefoneé al Miralles que vivía en Dijon (Laurent se llamaba) y a los cuatro restantes, que resultaron llamarse Laura, Danielle, Jean-Marie y Bienvenido. Dos de ellos (Laurent y Danielle) eran hermanos, y todos excepto Jean-Marie hablaban correctamente el castellano (o lo chapurreaban), porque procedían de familias de origen español, pero ninguno tenía el menor parentesco con Miralles y ninguno había oído hablar nunca de él.
No me rendí. Quizá llevado por la ciega seguridad que me había inculcado Conchi, telefoneé a Bolaño. Le puse al corriente de mis pesquisas, le pregunté si se le ocurría alguna otra pista por donde seguir buscando. No se le ocurría ninguna.
– Tendrás que inventártela -dijo. -¿Qué cosa?
– La entrevista con Miralles. Es la única forma de que puedas terminar la novela.
Fue en aquel momento cuándo recordé el relato de mi primer libro que Bolaño me había recordado en nuestra primera entrevista, en el cual un hombre induce a otro a cometer un crimen para poder terminar su novela, y creí entender dos cosas. La primera me asombró; la segunda no. La primera es que me importaba mucho menos terminar el libro que poder hablar con Miralles; la segunda es que, contra lo que Bolaño había creído hasta entonces (contra lo que yo había creído cuando escribí mi primer libro), yo no era un escritor de verdad, porque de haberlo sido me hubiera importado mucho menos poder hablar con Miralles que terminar el libro. Renunciando a recordarle de nuevo a Bolaño que mi libro no quería ser una novela, sino un relato real, y que inventarme la entrevista con Miralles equivalía a traicionar su naturaleza, suspiré:
– Ya.
La respuesta era lacónica, no afirmativa; no lo entendió así Bolaño.
– Es la única forma -repitió, seguro de haberme convencido-. Además, es la mejor. La realidad siempre nos traiciona; lo mejor es no darle tiempo y traicionarla antes a ella. El Miralles real te decepcionaría; mejor invéntatelo: seguro que el inventado es más real que el real. A éste ya no vas a encontrarlo. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija. Olvídate de él.
– Lo mejor será que nos olvidemos de Miralles -le dije esa noche a Conchi, después de haber sobrevivido a un viaje escalofriante hasta su casa de Quart y a un revolcón de urgencia en la sala, bajo la mirada devota de la Virgen de Guadalupe y la mirada melancólica de los dos ejemplares de mis libros que la escoltaban-. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija.
– ¿Has buscado a su hija? -preguntó Conchi. -Sí. Pero no la he encontrado.
Nos miramos un segundo, dos, tres. Luego, sin mediar palabra, me levanté, fui hasta el teléfono, marqué el número del servicio de información internacional de Telefónica. Le dije a la operadora (creo que reconocí su voz; creo que ella reconoció la mía) que estaba buscando a una persona que vivía en una residencia de ancianos de Dijon y le pregunté cuántas residencias de ancianos había en Dijon. «Uf», dijo tras una pausa. «Un montón.» «¿Cuántas son un montón?» «Treinta y pico. Tal vez cuarenta.» «¡Cuarenta residencias de ancianos!» Miré a Conchi, que, sentada en el suelo, apenas cubierta con una camiseta, se aguantaba la risa. «¿Es que en esa ciudad no hay más que viejos?» «El ordenador no aclara si son de ancianos», puntualizó la operadora. «Sólo dice que son residencias.» «¿Y entonces cuántas hay en el departamento?» Tras otra pausa dijo: «Más del doble». Con ligero pero apreciable retintín añadió: «Sólo puedo darle un número por llamada. ¿Empiezo a dictárselos por orden alfabético?». Pensé que ése era el final de mi búsqueda: cerciorarme de que Miralles no vivía en ninguna de esas ochenta y pico residencias podía llevarme meses y podía arruinarme, sin contar con que no tenía el menor indicio de que viviese en cualquiera de ellas, y menos aún de que fuese él el soldado de Líster que yo andaba buscando. Miré a Conchi, que me miraba con ojos interrogantes, las manos tamborileando de impaciencia sobre las rodillas desnudas; miré mis libros junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe y, no sé por qué, pensé en Daniel Angelats. Entonces, como si estuviera vengándome de alguien, dije: «Sí. Por orden alfabético».
Fue así como empezó una peregrinación telefónica, que iba a durar más de un mes de conferencias cotidianas, primero por las residencias de la ciudad de Dijon y luego por las de todo el departamento. El procedimiento era siempre el mismo. Llamaba al servicio de información internacional, pedía el nombre y el número de teléfono siguientes de la lista (Abrioux, Bagatelle, Cellerier, Chambertin, Chanzy, Éperon, Fontainemont, Kellerman, Lyautey fueron los primeros), llamaba a la residencia, preguntaba a la operadora de la centralita por Monsieur Miralles, me contestaban que allí no había ningún Monsieur Miralles, volvía a llamar al servicio de información internacional, pedía otro número de teléfono y así hasta que me cansaba; y al otro día (o al otro, porque a veces no encontraba tiempo o ganas de encerrarme en esa ruleta obsesiva) volvía a la carga. Conchi me ayudaba; por fortuna: ahora pienso que, de no haber sido por ella, hubiera abandonado muy pronto la búsqueda. Llamábamos a ratos perdidos, casi siempre a escondidas, yo desde la redacción del periódico y ella desde el estudio de televisión. Luego, cada noche, discutíamos las incidencias de la jornada e intercambiábamos los nombres de las residencias descartadas, y en esas discusiones comprendí que aquella monotonía de llamadas diarias en busca de un hombre a quien no conocíamos y de quien ni siquiera sabíamos que estaba vivo era para Conchi una aventura inesperada y excitante; en cuanto a mí, contagiado por el ímpetu detectivesco y la convicción sin matices de Conchi, al principio puse manos a la obra con entusiasmo, pero para cuando hube registrado las treinta primeras residencias empecé a sospechar que lo hacía más por inercia o por testarudez (o por no decepcionar a Conchi) que porque todavía albergase alguna esperanza de encontrar a Miralles.
Pero una noche ocurrió el milagro. Yo había terminado de redactar un suelto y estábamos cerrando la edición del periódico cuando inicié mi ronda de llamadas marcando el número de la Résidence de Nimphéas, de Fontaine-Lés-Dijon, y, apenas pregunté por Miralles, en vez de con la acostumbrada negativa la operadora de la centralita me contestó con un silencio. Creí que había colgado, y ya me disponía también a hacerlo yo, rutinariamente, cuando me frenó una voz masculina.
– Aló?
Repetí la pregunta que acababa de hacerle a la operadora y que llevábamos más diez días de periplo insensato haciendo por todas las residencias del departamento 21.
– Miralles al aparato -dijo el hombre en castellano: la sorpresa no me dejó caer en la cuenta de que mi francés rudimentario me había delatado-. ¿Con quién hablo? -¿Es usted Antoni Miralles? -pregunté con un hilo de voz.
– Antoni o Antonio, da igual -dijo-. Pero llámeme Miralles; todo el mundo me llama Miralles. ¿Con quién hablo?
Ahora me parece increíble, pero, sin duda porque en el fondo nunca creí que acabaría hablando con él, yo no había preparado la forma en que me presentaría a Miralles.
– Usted no me conoce, pero hace mucho tiempo que le busco -improvisé, notando un latido en la garganta y un temblor en la voz. Para disimularlos, apresuradamente dije mi nombre y desde dónde le llamaba; atiné a añadir-: Soy amigo de Roberto Bolaño.
– ¿Roberto Bolaño?
– Sí, del cámping Estrella de Mar -expliqué-. En Castelldefells. Hace años usted y él…
– ¡Claro! -La interrupción me produjo gratitud, más que alivio-. ¡El vigilante! ¡Ya casi lo había olvidado!
Mientras Miralles hablaba de sus veranos en el Estrella de Mar y de su amistad con Bolaño, reflexioné sobre el modo de pedirle una entrevista; resolví ahorrarme los rodeos y abordar directamente la cuestión. Miralles no dejaba de hablar de Bolaño.
– ¿Y qué ha sido de él? -preguntó.
– Es escritor -contesté-. Escribe novelas.
– También las escribía entonces. Pero nadie quería publicárselas.
– Ahora es distinto -dije-. Es un escritor de éxito.
– ¿De veras? Me alegro: siempre pensé que era un tipo de talento, además de un mentiroso redomado. Pero supongo que hay que ser un mentiroso redomado para ser un buen novelista, ¿no? -Oí un sonido breve, seco y remoto, como una risa-. Bueno, en qué puedo servirle.
– Estoy investigando sobre un episodio de la Guerra Civil. El fusilamiento de unos presos nacionales en el santuario de Santa María del Collell, cerca de Banyoles. Ocurrió al final de la guerra. -En vano aguardé la reacción de Miralles. Añadí, a tumba abierta-: Estuvo usted allí, ¿verdad?
Durante los segundos interminables que siguieron pude oír la respiración arenosa de Miralles. Exultante y en silencio, comprendí que había dado en el blanco. Cuando volvió a hablar, la voz de Miralles sonó más oscura y más lenta: era otra.
– ¿Eso le dijo Bolaño?
– Lo deduje yo. Bolaño me contó su historia. Me contó que hizo usted toda la guerra con Líster, hasta que se retiró con él por Cataluña. Algunos soldados de Líster estuvieron en el Collell en ese momento, justo cuando se produjo el fusilamiento. Luego bien pudo usted ser uno de ellos. Lo fue, ¿no?
Miralles hizo otro silencio; volví a oír su respiración arenosa, y luego un chasquido: pensé que había encendido un cigarrillo; una lejana conversación en francés cruzó fugazmente la línea. Como el silencio se prolongaba, me dije que había cometido el error de ser demasiado brusco, pero antes de que pudiera tratar de rectificarlo oí por fin:
– Me ha dicho que es usted escritor, ¿verdad?
– No -dije-. Soy periodista.
– Periodista. -Otro silencio-. ¿Y piensa usted escribir sobre eso? ¿De veras cree que alguno de los lectores de su periódico le va a interesar una historia que pasó hace sesenta años?
– No la escribiría para el periódico. Estoy escribiendo un libro. Mire, quizá me he explicado mal. Sólo quiero hablar un rato con usted, para que me dé su versión, para poder contar lo que realmente pasó, o su versión de lo que pasó. No se trata de pedirle cuentas a nadie, sino sólo de tratar de entender…