Llamé de inmediato a Aguirre. Después de algunos malentendidos, de los que deduje que trabajaba en alguna empresa u organismo público, conseguí hablar con él. Le pregunté si tenía información acerca de los fusilamientos del Collell; me dijo que sí. Le pregunté si seguía en pie la oferta de prestarme el libro de Pascual; me dijo que sí. Le pregunté si le apetecía que comiéramos juntos; me dijo que vivía en Banyoles, pero que cada jueves venía a Gerona para grabar un programa de radio.
– Podemos quedar el jueves -dijo.
Estábamos a viernes y, con el fin de ahorrarme una semana de impaciencia, a punto estuve de proponerle que nos viéramos esa misma tarde, en Banyoles.
– De acuerdo -dije, sin embargo. Y en ese momento recordé a Ferlosio, con su aire inocente de gurú y sus ojos ferozmente alegres, hablando de su padre en la terraza del Bistrot. Pregunté-: ¿Quedamos en el Bistrot?
El Bistrot es un bar del casco antiguo, de aspecto vagamente modernista, con sus mesas de mármol y hierro forjado, sus ventiladores de aspas, sus grandes espejos y sus balcones saturados de flores y abiertos a la escalinata que sube hacia la plaza de Sant Doménech. El jueves, mucho antes de la hora acordada con Aguirre, ya estaba yo sentado a un velador del Bistrot, con una cerveza en la mano; a mi alrededor hervían las conversaciones de los profesores de la Facultad de Letras, que suelen comer allí. Mientras hojeaba una revista pensé que, al citarnos para esa comida, ni a Aguirre ni a mí se nos había ocurrido que, puesto que ninguno de los dos conocía al otro, alguno debía llevar una señal identificatoria, y ya estaba empezando a esforzarme en imaginar cómo sería Aguirre, con la sola ayuda de la voz que una semana atrás había oído al teléfono, cuando se detuvo ante mi mesa un individuo bajo, cuadrado y moreno, con gafas, con una carpeta roja bajo el brazo; una barba de tres días y una perilla de malvado parecían comerle la cara. Por alguna razón yo esperaba que Aguirre fuera un anciano calmoso y profesoral, y no el individuo jovencísimo y de aire resacoso (o quizás excéntrico) que tenía ante mí. Como no decía nada, le pregunté si él era él. Me dijo que sí. Luego me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Nos reímos. Cuando vino la camarera, Aguirre pidió arroz a la cazuela y un entrecot al roquefort; yo pedí una ensalada y conejo. Mientras esperábamos la comida Aguirre me dijo que me había reconocido por la foto de la contraportada de uno de mis libros, que había leído hacía tiempo. Superado el primer espasmo de vanidad, rencorosamente comenté:
– ¿Ah, fuiste tú?
– No entiendo.
Me vi obligado a aclarar:
– Era una broma.
Yo estaba deseoso de entrar en materia, pero, porque no quería parecer descortés o demasiado interesado, le pregunté por el programa de radio. Aguirre soltó una risotada nerviosa, que desnudó sus dientes: blancos y desiguales.
– Se supone que es un programa de humor, pero en realidad es una gilipollez. Yo interpreto a un comisario fascista que se llama Antonio Gargallo y que redacta informes sobre los entrevistados. La verdad: creo que me estoy enamorando de él. Naturalmente, de todo esto en el ayuntamiento no saben nada.
– ¿Trabajas en el ayuntamiento de Banyoles?
Aguirre asintió, entre avergonzado y pesaroso.
– De secretario del alcalde -dijo-. Otra gilipollez. El alcalde es un amigote, me lo pidió y no supe negarme. Pero en cuanto acabe esta legislatura me largo.
Desde hacía poco tiempo el ayuntamiento de Banyoles estaba en manos de un equipo de gente muy joven, de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido nacionalista radical. Aguirre dijo:
– No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política.
Acusé el «usted», pero no me descompuse, sino que me lancé sobre el cable que me tendía Aguirre y lo cogí al vuelo:
– Exactamente lo contrario de lo que pasaba en el 36.
– Ni más ni menos.
Trajeron la ensalada y el arroz. Aguirre señaló la carpeta roja.
– Le he fotocopiado el libro de Pascual.
– ¿Conoces bien lo que pasó en el Collell?
– Bien no -dijo-. Fue un episodio confuso. Mientras engullía grandes bocados de arroz empuja dos por vasos de tinto, Aguirre me habló, como si considerara indispensable ponerme en antecedentes, de los primeros días de la guerra en la comarca de Banyoles: del fracaso previsible del golpe de Estado, de la revolución consiguiente, del salvajismo sin control de los comités, de la quema masiva de iglesias y la masacre de religiosos.
– Aunque ya no esté de moda, yo sigo siendo anticlerical; pero aquello fue una locura colectiva -apostilló-. Claro que es fácil encontrar las causas que la explican, pero también es fácil encontrar las causas que explican el nazismo… Algunos historiadores nacionalistas insinúan que los que quemaban iglesias y mataban curas eran gente de fuera, inmigrantes y así. Mentira: eran de aquí, y tres años después más de uno recibió a los nacionales dando vivas. Claro que, si preguntas, nadie estaba allí cuando pegaban fuego a las iglesias. Pero eso es otro tema. Lo que me jode son esos nacionalistas que todavía andan por ahí intentando vender la pamema de que esto fue una guerra entre castellanos y catalanes, una película de buenos y malos.
– Creí que eras nacionalista.
Aguirre dejó de comer.
– Yo no soy nacionalista -dijo-. Soy independentista.
– ¿Y qué diferencia hay entre las dos cosas?
– El nacionalismo es una ideología -explicó, endureciendo un poco la voz, como si le molestara tener que aclarar lo obvio-. Nefasta a mi juicio. El independentismo es sólo una posibilidad. Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir; sobre el independentismo sí. A usted le puede parecer razonable o no. A mí me lo parece.
No pude soportarlo más.
– Preferiría que me llamases de tú.
– Perdona -dijo: sonrió y continuó comiendo-. A las personas mayores estoy acostumbrado a tratarlas de usted.
Aguirre continuó hablando de la guerra; se detuvo con detalle en sus últimos días, cuando, inoperantes desde hacía meses los ayuntamientos y la Generalitat, reinaba en la comarca un desorden de estampida: carreteras invadidas por interminables caravanas de fugitivos, soldados con uniformes de todas las graduaciones vagando por los campos y entregados a la desesperación y la rapiña, montones ingentes de armas y pertrechos abandonados en las cunetas… Aguirre explicó que en aquel momento había recluidos en el Collell, que desde el principio de la guerra había sido convertido en cárcel, cerca de mil presos, y que todos o casi todos procedían de Barcelona: habían sido trasladados hasta allí, ante el avance imparable de las tropas rebeldes, por tratarse de los más peligrosos o los más implicados con la causa franquista. A diferencia de Ferlosio, Aguirre pensaba que los republicanos sí sabían a quién estaban fusilando, porque los cincuenta que eligieron eran presos muy significados, gente que estaba destinada a desempeñar cargos de relevancia social y política después de la guerra: el jefe provincial de Falange en Barcelona, dirigentes de grupos quintacolumnistas, financieros, abogados, sacerdotes, la mayoría de los cuales había padecido cautiverio en las checas de Barcelona y más tarde en barcos-prisión como el Argentina y el Uruguay.
Trajeron el entrecot y el conejo y se llevaron los platos (el de Aguirre tan limpio que relucía). Pregunté:
– ¿Quién dio la orden?
– ¿Qué orden? -preguntó a su vez Aguirre, examinando con avidez su enorme entrecot, con el cuchillo de carnicero y el tenedor en ristre, listo para atacarlo.
– La de fusilarlos.
Aguirre me miró como si por un momento hubiera olvidado que estaba ante él. Se encogió de hombros y aspiró, honda y ruidosamente.
– No lo sé -contestó, espirando mientras cortaba un trozo de carne-. Creo que Pascual insinúa que la dio un tal Monroy, un tipo joven y duro que quizá dirigía la cárcel, porque en Barcelona había dirigido también checas y campos de trabajo, en otros testimonios de la época se habla también de él… En todo caso, si fue Monroy lo más probable es que no actuase por su cuenta, sino obedeciendo órdenes del SIM.
– ¿El SIM?
– El Servicio de Inteligencia Militar -aclaró Aguirre-. Uno de los pocos organismos del ejército que a esas alturas todavía funcionaba como es debido. -Fugazmente dejó de masticar; luego siguió comiendo mientras hablaba-: Es una hipótesis razonable: el momento era desesperado, y desde luego los del SIM no se andaban con chiquitas. Pero hay otras.
– ¿Por ejemplo?
– Líster. Estuvo por allí. Mi padre lo vio.
– ¿En el Collell?
– En Sant Miquel de Campmajor, un pueblo que queda muy cerca. Mi padre era entonces un niño y estaba refugiado en una masía del pueblo. Me ha contado muchas veces que un día irrumpieron en la masía un puñado de hombres, entre los que estaba Líster, exigieron que les dieran de comer y de dormir y se pasaron la noche discutiendo en el comedor. Durante mucho tiempo creí que esta historia era un invento de mi padre, sobre todo cuando comprobé que la mayoría de los viejos que estaban vivos entonces decían haber visto a Líster, un personaje casi legendario desde que se puso al mando del Quinto Regimiento; pero con los años he ido atando cabos y he llegado a la conclusión de que quizá sea verdad. Verás -me preparó Aguirre, empapando golosamente un trozo de pan en el charco de salsa en que nadaba el entrecot. Imaginé que se había recuperado de la resaca, y me pregunté si estaba disfrutando más de la comida que de la exhibición de sus conocimientos de guerra-. A Líster acababan de nombrarle coronel a finales de enero del 39. Lo habían puesto al mando del V Cuerpo del Ejército del Ebro, o, mejor dicho, de lo que quedaba del V Cuerpo: un puñado de unidades deshechas que se retiraban sin presentar apenas batalla en dirección a la frontera francesa. Durante varias semanas los hombres de Líster estuvieron por la comarca y es seguro que algunos de ellos se instalaron en el Collell. Pero a lo que iba. ¿Has leído las memorias de Líster?
Dije que no.
– Bueno, no son exactamente unas memorias -continuó Aguirre-. Se titulan Nuestra guerra, y están muy bien, aunque dicen una cantidad tremenda de mentiras, como todas las memorias. El caso es que allí cuenta que la noche del 3 al 4 de febrero del 39 (o sea: tres días después del fusilamiento del Collell) se celebró en una masía de un pueblo cercano una reunión del Buró Político del partido comunista, a la que, entre otros jefes y comisarios, asistieron él mismo y Togliatti, que por entonces era delegado de la Internacional Comunista. Si no recuerdo mal, en la reunión se discutió la posibilidad de organizar una última resistencia al enemigo en Cataluña, pero da lo mismo: lo que cuenta es que esa masía bien pudo ser la masía donde estaba refugiado mi padre; por lo menos los protagonistas, las fechas y los lugares coinciden, así que…