– Bueno -dijo Miralles, apoyando el bastón contra el borde del banco-, venga ese cigarro.
Se lo di; se lo encendí; me encendí uno. Miralles fumaba con delectación, tragándose profundamente el humo.
– ¿Está prohibido fumar en la residencia? -pregunté.
– ¡Qué va! Lo que pasa es que casi nadie fuma. A mí me lo prohibió el médico cuando me dio la embolia. Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Pero de vez en cuando me meto en la cocina, le robo al cocinero un cigarrillo y me lo fumo en mi cuarto, o me lo vengo a fumar aquí. ¿Qué le parece la vista?
Yo no quería someterle de entrada a un interrogatorio, y además me apetecía oírle hablar de sus cosas, así que durante un rato hablamos de su vida en la residencia, del Estrella de Mar, de Bolaño. Comprobé que tenía la cabeza muy clara y la memoria intacta y, mientras vagamente le escuchaba, se me ocurrió que Miralles tenía la misma edad que hubiera tenido mi padre de haber estado vivo; el hecho me pareció curioso; más curioso aún me pareció haber pensado en mi padre, precisamente en aquel momento y en aquel lugar. Pensé que, aunque hacía más de seis años que había fallecido, mi padre todavía no estaba muerto, porque todavía había alguien que se acordaba de él. Luego pensé que no era yo quien recordaba a mi padre, sino él quien se aferraba a mi recuerdo, para no morir del todo.
– Pero usted no ha venido aquí a hablar de estas cosas -se interrumpió en algún momento Miralles: hacía rato que habíamos tirado los cigarrillos-. Ha venido a hablar del Collell.
No sabía por dónde empezar, así que dije:
– ¿Entonces es verdad que estuvo en el Collell? -Claro que estuve en el Collell. No se haga el tonto: si yo no hubiera estado allí, usted no estaría aquí. Claro que estuve: una semana, quizá dos, no más. Fue a finales de enero del 39, lo recuerdo muy bien porque el 31 de ese mes crucé la frontera, esa fecha no se me olvida. Lo que no sé es por qué estuvimos allí tanto tiempo. Éramos los restos del V Cuerpo del Ejército del Ebro, la mayoría veteranos de toda la guerra, y llevábamos desde el verano pegando tiros sin parar hasta que se hundió el frente y tuvimos que salir echando leches hacia la frontera, con los moros y los fascistas pisándonos los talones. Y de repente, a un paso de Francia, nos hicieron parar. Claro que lo agradecimos, porque llevábamos encima un palizón tremendo; pero tampoco entendíamos a qué venían aquellos días de tregua. Corrían rumores: había quien decía que Líster estaba preparando la defensa de Gerona, o un contraataque por no se sabe dónde. Tonterías: no teníamos ni armas, ni municiones, ni pertrechos, ni nada de nada; en realidad, no éramos ni siquiera un ejército: sólo un montón de desharrapados, con un hambre de meses, desperdigados por los bosques. Eso sí, ya le digo, por lo menos descansamos. Usted conocerá el Collell.
– Un poco.
– No está lejos de Gerona, en la zona de Banyoles. Ahí se quedaron algunos durante esos días, otros en los pueblos de los alrededores; a otros nos mandaron al Collell.
– ¿Para qué?
– No lo sé. En realidad, no creo que nadie lo supiera. ¿No se da cuenta? Aquello era un desbarajuste fabuloso, un sálvese quien pueda. Todo el mundo daba órdenes, pero nadie las obedecía. La gente desertaba en cuanto se le presentaba la ocasión.
– ¿Y usted por qué no lo hizo?
– ¿Desertar? -Miralles me miró como si su cerebro no estuviera preparado para procesar la pregunta-. Pues no lo sé. No se me ocurrió, supongo. En esos momentos no es tan fácil pensar, ¿sabe? Además, ¿adónde iba a ir? Mis padres habían muerto y mi hermano también estaba en el frente… Mire -levantó el bastón, como si un imprevisto viniera a sacarle del aprieto-, ahí están.
Ante nosotros, al otro lado de la verja que separaba el jardín de la residencia de la Rue des Combottes, cruzaba un grupo de párvulos pastoreados por dos maestras. Me arrepentí de haber interrumpido a Miralles, porque la pregunta (o su incapacidad de responderla; o quizás era sólo el paso de los niños) pareció desconectarlo de sus recuerdos.
– Puntuales como un reloj -dijo-. ¿Tiene usted hijos?
– No.
– ¿No le gustan los niños?
– Me gustan -dije, y pensé en Conchi-. Pero no los tengo.
– A mí también me gustan -dijo, agitando el bastón hacia ellos-. Fíjese en aquel botarate, el de la gorra.
Permanecimos un rato en silencio, mirando a los niños. No tenía por qué decir nada, pero filosofé tontamente:
– Siempre parecen felices.
– No se ha fijado bien -me corrigió Miralles-. Nunca lo parecen. Pero lo son. Igual que nosotros. Lo que pasa es que ni nosotros ni ellos nos damos cuenta.
– ¿Qué quiere decir?
Miralles sonrió por primera vez.
– Estamos vivos, ¿no? -Se incorporó ayudándose con el bastón-. Bueno, es la hora de comer.
Mientras caminábamos de vuelta a la residencia dije:
– Me estaba hablando del Collell.
– ¿Le importa darme otro cigarro?
Como si tratara de sobornarlo, le di el paquete entero. Guardándoselo en el bolsillo preguntó:
– ¿Qué le estaba diciendo?
– Que mientras usted estuvo allí aquello era un desbarajuste.
– Claro. -Con facilidad retomó el hilo-. Imagínese el panorama. Estábamos nosotros, los que quedábamos del batallón; nos mandaba un capitán vasco, un tipo bastan te decente, ahora no recuerdo cómo se llamaba, el comandante había muerto en un bombardeo a la salida de Barcelona. Pero también había civiles, carabineros, gente del SIM. De todo. Yo creo que nadie sabía qué pintábamos allí, supongo que esperar la orden de cruzar la frontera, que era lo único que podíamos hacer.
– ¿No vigilaban a los prisioneros?
Hizo una mueca escéptica.
– Más o menos.
– ¿Más o menos?
– Sí, claro que los vigilábamos -concedió de mala gana-. Lo que quiero decir es que los encargados de hacerlo eran los carabineros. Pero, a veces, cuando los prisioneros salían a pasear o a hacer algo, nos ordenaban que estuviésemos con ellos. Si a eso le llama usted vigilar, pues sí, los vigilábamos.
– ¿Y sabían quiénes eran?
– Sabíamos que eran peces gordos. Obispos, militares, falangistas de la quinta columna. Gente así.
Habíamos desandado el sendero de gravilla: los ancianos que minutos atrás tomaban el sol habían desertado de sus hamacas, y ahora conversaban en grupos a la entrada del edificio y en la sala de la televisión, que seguía encendida.
– Todavía es pronto: déjelos entrar -dijo Miralles, tomándome del brazo y obligándome a sentarme junto a él, en el borde del estanque-. Usted quería hablar sobre Sánchez Mazas, ¿verdad? -Asentí-. Decían que era un buen escritor. ¿Qué opina usted?
– Que era un buen escritor menor.
– Y eso qué quiere decir.
– Que era un buen escritor, pero no un gran escritor.
– O sea que se puede ser un buen escritor siendo un grandísimo hijo de puta. Qué cosas, ¿verdad?
– ¿Usted sabía que Sánchez Mazas estaba en el Collell?
– ¡Claro! ¡Cómo no iba a saberlo, si era el pez más gordo! Lo sabíamos todos. Todos habíamos oído hablar de Sánchez Mazas y sabíamos lo suficiente de él, o sea que por su culpa y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado. No estoy seguro, pero me parece que, cuando él llegó al Collell, nosotros ya llevábamos unos días allí.
– Puede ser. Sánchez Mazas llegó sólo cinco días antes de que lo fusilaran. Antes me dijo que cruzó usted la frontera el treinta y uno de diciembre. El fusilamiento fue el treinta.
A punto estaba de preguntarle si ese día aún estaba en el Collell, y si recordaba lo ocurrido, cuando Miralles, que se había puesto a limpiar de tierra las junturas de las baldosas con la contera de su bastón, empezó a hablar.
– La noche anterior nos dijeron que preparáramos nuestras cosas, porque al día siguiente nos íbamos -explicó-. Por la mañana vimos a una cuerda de presos salir del santuario escoltados por unos cuantos carabineros.
– ¿Sabían que los iban a fusilar?
– No. Creíamos que iban a hacer algún trabajo, o quizás a canjearlos, se había hablado mucho de eso. Aunque su cara no era de que fueran a canjearlos, la verdad.
– ¿Conocía usted a Sánchez Mazas? ¿Lo reconoció entre los presos?
– No, no lo sé… Creo que no.
– ¿No lo conocía o no lo reconoció?
– No lo reconocí. Conocerlo sí lo conocía. ¡Cómo no iba a conocerlo! Lo conocíamos todos.
Miralles aseguró que alguien como Sánchez Mazas no podía pasar inadvertido en un lugar como aquél, y que por eso, igual que todos sus demás compañeros, se había fijado en él muchas veces, cuando salía a pasear al jardín con los otros presos; vagamente recordaba aún sus gafas de miope, su escarpada nariz de judío, la zamarra de piel con la que días más tarde relataría triunfalmente ante una cámara de Franco su aventura inverosímil… Miralles se calló, como si el esfuerzo de recordar le hubiese dejado por un momento exhausto. Un débil rumor de cubertería llegaba del interior del edificio; de un vistazo fugaz vi la pantalla del televisor apagada. Ahora Miralles y yo estábamos solos en el jardín.
– ¿Y luego?
Miralles dejó de escarbar con el bastón entre las baldosas y aspiró el aire impecable del mediodía.
– Luego nada. -Espiró largamente-. La verdad es que no lo recuerdo muy bien, todo fue muy confuso. Recuerdo que oímos disparos y que echamos a correr. Alguien, entonces, gritó que los presos intentaban escapar, así que nos pusimos a registrar el bosque, para encontrarlos. No sé cuánto duró la batida, pero de vez en cuando se oían disparos, y era que habían cazado a alguno. De todos modos, no me extraña que más de uno escapara.
– Escaparon dos.
– Ya le digo que no me extraña. Se había puesto a llover y el bosque allí es muy espeso. O por lo menos yo lo recuerdo así. En fin, cuando nos cansamos de buscar (o cuando alguien nos lo ordenó) volvimos al santuario, acabamos de recoger las cosas y esa misma mañana nos fuimos.
– O sea, que según usted no fue un fusilamiento.
– No me haga decir cosas que no he dicho, joven. Yo sólo le cuento las cosas como son, o como yo las viví. La interpretación corre de su cuenta, que para eso es usted el periodista, ¿no? Además, reconocerá usted que, si alguien mereció que lo fusilaran entonces, ése fue Sánchez Mazas: si lo hubieran liquidado a tiempo, a él y a unos cuantos como él, quizá nos hubiéramos ahorrado la guerra, ¿no cree?