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Allí estaba yo una semana después, casi con un cuarto de hora de adelanto sobre la hora convenida. Me acuerdo muy bien de esa tarde porque al día siguiente me marchaba de vacaciones a Cancún con una novia que me había echado tiempo atrás (la tercera desde mi separación: la primera fue una compañera del periódico; la segunda, una chica que trabajaba en un Pan's and Company). Se llamaba Conchi y su único trabajo conocido era el de pitonisa en la televisión locaclass="underline" su nombre artístico era Jasmine. Conchi me intimidaba un poco, pero sospecho que a mí siempre me han gustado las mujeres que me intimidan un poco, y desde luego procuraba que ningún conocido me sorprendiera con ella, no tanto porque me diera vergüenza que me vieran saliendo con una conocida pitonisa, cuanto por su aspecto un tanto llamativo (pelo oxigenado, minifalda de cuero, tops ceñidos y zapatos de aguja); y también porque, para qué mentir, Conchi era un poco especial. Recuerdo el primer día que la llevé a mi casa. Mientras yo forcejeaba con la cerradura del portal dijo:

– Menuda mierda de ciudad.

Le pregunté por qué.

– Mira -dijo y, con un mueca de asco infinito, señaló una placa que anunciaba: «Avinguda Lluís Pericot. Prehistoriador»-. Podían haberle puesto a la calle el nombre de alguien que por lo menos hubiera terminado la carrera, ¿no?

A Conchi le encantaba estar saliendo con un periodista (un intelectual, decía ella) y, aunque tengo la seguridad de que nunca acabó de leer ninguno de mis artículos (o sólo alguno muy corto), siempre fingía leerlos y, en el lugar de honor del salón de su casa, escoltando a una imagen de la Virgen de Guadalupe encaramada en una peana, tenía un ejemplar de cada uno de mis libros primorosamente encuadernado en plástico transparente. «Es mi novio», me la imaginaba diciéndoles a sus amigas semianalfabetas, sintiéndose muy superior a ellas, cada vez que alguna ponía los pies en su casa. Cuando la conocí, Conchi acababa de separarse de un ecuatoriano llamado Dos-a-Dos González, cuyo nombre de pila, al parecer, se lo había puesto su padre en recuerdo de un partido de fútbol en que su equipo de toda la vida ganó por primera y última vez la liga de su país. Para olvidar a Dos-a-Dos -a quien había conocido en un gimnasio, haciendo culturismo, y a quien en los buenos momentos llamaba cariñosamente Empate y, en los malos, Cerebro, Cerebro González, porque no lo consideraba muy inteligente-, Conchi se había mudado a Quart, un pueblo cercano donde había alquilado por muy poco dinero un caserón destartalado, casi en medio del bosque. De forma sutil pero constante, yo insistía en que volviera a vivir en la ciudad; mi insistencia se apoyaba en dos argumentos: uno explícito y otro implícito, uno público y otro secreto. El público decía que esa casa aislada era un peligro para ella, pero el día en que dos individuos intentaron asaltarla y Conchi, que para su desgracia se hallaba dentro, acabó persiguiéndolos a pedradas por el bosque, tuve que admitir que esa casa era un peligro para todo aquel que intentara asaltarla. El argumento secreto decía que, puesto que yo no tenía el carnet de conducir, cada vez que fuéramos de mi casa a casa de Conchi o de casa de Conchi a mi casa, tendríamos que hacerlo en el Volkswagen de Conchi, un cacharro tan antiguo que bien hubiera podido merecer la atención del prehistoriador Pericot y que Conchi conducía siempre como si todavía estuviera a tiempo de evitar un asalto inminente a su casa, y como si todos los coches que circulaban a nuestro alrededor estuvieran ocupados por un ejército de delincuentes. Por todo ello, cualquier desplazamiento en coche con mi amiga, a quien por lo demás le encantaba conducir, entrañaba un riesgo que yo sólo estaba dispuesto a correr en circunstancias muy excepcionales; éstas debieron de darse a menudo, por lo menos al principio, porque por entonces me jugué muchas veces el pellejo yendo en su Volkswagen de su casa a mi casa y de mi casa a su casa. Por lo demás, y aunque me temo que no estaba muy dispuesto a reconocerlo, yo creo que Conchi me gustaba mucho (más en todo caso que la compañera del periódico y que la chica del Pan's and Company; menos, quizá, que mi antigua mujer); tanto, en todo caso, que, para celebrar que llevábamos ya nueve meses saliendo juntos, me dejé convencer de que pasáramos juntos dos semanas en Cancún, un lugar que yo imaginaba verdaderamente espantoso, pero que (esperaba) el agrado de estar junto a Conchi y su despampanante alegría volverían por lo menos soportable. Así que la tarde en que por fin conseguí una cita con Figueras yo ya tenía las maletas hechas y el corazón impaciente por emprender un viaje que a ratos (pero sólo a ratos) juzgaba temerario.

Me senté a una mesa del Núria, pedí un gin-tonic y esperé. Aún no eran las ocho de la tarde; frente a mí, al otro lado de las paredes de cristal, la terraza estaba llena de gente y más allá cruzaban de vez en cuando convoyes de viajeros por el paso elevado del tren. A mi izquierda, en el parque, niños acompañados de sus madres jugaban en los columpios, bajo la sombra declinante de los plátanos. Recuerdo que pensé en Conchi, que no hacía mucho me había sorprendido diciéndome que no pensaba morirse sin tener un hijo, y luego en mi antigua mujer, que muchos años atrás había rechazado juiciosamente mi propuesta de tener un hijo. Pensé que, si la declaración de Conchi era también una insinuación (y ahora creí comprender que lo era), entonces el viaje a Cancún era un error por partida doble, porque yo ya no tenía ninguna intención de tener un hijo; tenerlo con Conchi me pareció una ocurrencia chusca. Por algún motivo volví a pensar en mi padre, volví a sentirme culpable. «Dentro de poco», me sorprendí pensando, «cuando ya ni siquiera yo me acuerde de él, estará del todo muerto.» En ese momento, mientras veía entrar en el bar a un hombre de unos sesenta años, que imaginé que podía ser Figueras, me maldije por haber concertado en pocos meses dos citas con dos desconocidos sin haber acordado previamente una señal identificatoria, me levanté, le pregunté si era Jaume Figueras; me dijo que no. Volví a mi mesa: casi eran las ocho y media. Con la vista busqué por el bar a un hombre solo; luego salí a la terraza, también en vano. Me pregunté si Figueras habría estado todo ese tiempo en el bar, cerca de mí y, harto de esperar, se habría marchado: me contesté que eso era imposible. No llevaba conmigo el número de su móvil, así que, decidiendo que por algún motivo Figueras se había retrasado y estaba al llegar, opté por esperar. Pedí otro gin-tonic y me senté en la terraza. Nerviosamente miraba a un lado y a otro; mientras lo hacía, aparecieron dos gitanos jóvenes -un hombre y una mujer-, con un teclado eléctrico, un micrófono y un altavoz, y se pusieron a tocar frente a la clientela. El hombre tocaba y la mujer cantaba. Tocaban, sobre todo, pasodobles: lo recuerdo muy bien porque a Conchi le gustaban tanto los pasodobles que había intentado sin éxito que me inscribiera en un cursillo para aprender a bailarlos, y sobre todo porque fue la primera vez en mi vida que oí la letra de Suspiros de España, un pasodoble famosísimo del que yo ni siquiera sabía que tenía una letra:

Quiso Dios, con su poder,

fundir cuatro rayitos de sol

y hacer con ellos una mujer,

y al cumplir su voluntad

en un jardín de España nací

como la flor en el rosal.

Tierra gloriosa de mi querer,

tierra bendita de perfume y pasión,

España, en toda flor a tus pies

suspira un corazón.

Ay de mi pena mortal,

porque me alejo, España, de ti,

porque me arrancan de mi rosal.

Oyendo tocar y cantar a los gitanos pensé que ésa era la canción más triste del mundo; también, casi en secreto, que no me disgustaría bailarla algún día. Cuando acabó la actuación, eché veinte duros en el sombrero de la gitana y, mientras la gente abandonaba la terraza, acabé de beberme mi gin-tonic y me fui.

Al llegar a casa tenía en el contestador automático un recado de Figueras. Me pedía disculpas porque un imprevisto de última hora le había impedido acudir a la cita; me pedía que le llamase. Le llamé. Volvió a pedirme disculpas, volvió a sugerir una cita.

– Tengo una cosa para usted -añadió.

– ¿Qué cosa?

– Se la daré cuando nos veamos.

Le dije que al día siguiente me iba de viaje (me dio vergüenza decirle que iba a Cancún) y que no regresaba hasta al cabo de dos semanas. Concertamos una cita en el Núria para dos semanas más tarde y, después de acometer el ejercicio idiota de describirnos someramente para el otro, nos despedimos.

Lo de Cancún fue inenarrable. Conchi, que había sido la organizadora del viaje, me había ocultado que, salvo un par de excursiones por la península del Yucatán y muchas tardes de compras por el centro de la ciudad, todo él consistía en pasar dos semanas encerrados en un hotel en compañía de una pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos gobernados a golpe de silbato por una guía turística y dos monitores que ignoraban la noción de reposo y que, además, no hablaban una sola palabra de castellano; mentiría si no reconociera que hacía muchos años que no era tan feliz. Añadiré que, por extraño que parezca, yo creo que sin esa estancia en Cancún (o en un hotel de Cancún) nunca me hubiera decidido a escribir un libro sobre Sánchez Mazas, porque durante esos días tuve tiempo de poner en orden mis ideas acerca de él y de comprender que el personaje y su historia se habían convertido con el tiempo en una de esas obsesiones que constituyen el combustible indispensable de la escritura. Sentado en el balcón de mi habitación con un mojito en la mano, mientras veía cómo Conchi y su pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos eran perseguidos sin clemencia, a lo largo y a lo ancho de las instalaciones del hotel, por la vesania deportiva de los monitores («¡Now swimming-pool!»), yo no dejaba de pensar en Sánchez Mazas. Pronto llegué a una conclusión: cuantas más cosas sabía de él, menos lo entendía; cuanto menos lo entendía, más me intrigaba; cuanto más me intrigaba, más cosas quería saber de él. Yo había sabido -pero no lo entendía y me intrigaba- que aquel hombre culto, refinado, melancólico y conservador, huérfano de coraje físico y alérgico a la violencia, sin duda porque se sabía incapaz de practicarla, durante los años veinte y treinta había trabajado como casi nadie para que su país se sumergiera en una salvaje orgía de sangre. No sé quién dijo que, gane quien gane las guerras, las pierden siempre los poetas; sé que poco antes de mis vacaciones en Cancún yo había leído que, el 29 de octubre de 1933, en el primer acto público de Falange Española, en el Teatro de la Comedia de Madrid, José Antonio Primo de Rivera, que siempre andaba rodeado de poetas, había dicho que «a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas». La primera afirmación es una estupidez; la segunda no: es verdad que las guerras se hacen por dinero, que es poder, pero los jóvenes parten al frente y matan y se hacen matar por palabras, que son poesía, y por eso son los poetas los que siempre ganan las guerras, y por eso Sánchez Mazas, que estuvo siempre al lado de José Antonio y desde ese lugar de privilegio supo urdir una violenta poesía patriótica de sacrificio y yugos y flechas y gritos de rigor que inflamó la imaginación de centenares de miles de jóvenes y acabó mandándolos al matadero, es más responsable de la victoria de las armas franquistas que todas las ineptas maniobras militares de aquel general decimonónico que fue Francisco Franco. Yo había sabido -pero no había entendido y me intrigaba- que, al terminar la guerra que había contribuido como casi nadie a encender, Franco nombró a Sánchez Mazas ministro del primer gobierno de la Victoria, pero al cabo de muy poco tiempo le destituyó porque, según se contaba, ni siquiera asistía a las reuniones del consejo, y a partir de aquel momento abandonó casi por completo la política activa Y, como si se sintiera satisfecho del régimen de pesadumbre que había ayudado a implantar en España y considerara que su trabajo había concluido, consagró sus últimos veinte años de vida a escribir, a dilapidar la herencia familiar y a entretener sus dilatados ocios con aficiones un poco extravagantes. Me intrigaba esa época final de retiro y displicencia, pero sobre todo los tres años de guerra, con su peripecia inextricable, su asombroso fusilamiento, su miliciano salvador y sus amigos del bosque, y un atardecer de Cancún (o del hotel de Cancún), mientras hacía tiempo en el bar hasta la hora de la cena, decidí que, después de casi diez años sin escribir un libro, había llegado el momento de intentarlo de nuevo, y decidí también que el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales, un relato que estaría centrado en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en las circunstancias que lo precedieron y lo siguieron.