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Cabalgaron lentamente. Cuando Darcy se encontró con su amigo en el patio, Bingley lo saludó con su habitual cordialidad y buen ánimo y comenzó a charlar, pero eso sólo duró hasta que tomaron el camino hacia Longbourn. Luego la conversación se fue debilitando. En aquel momento, Bingley guardaba silencio y el trote de los caballos se había reducido a un paso lento. Darcy miró a su amigo con el rabillo del ojo en busca de un resurgimiento de su entusiasmo, pero Charles siguió ensimismado y él no supo cómo romper ese estado de ánimo.

Acababan de tomar la desviación que conducía directamente a Longbourn, cuando Bingley detuvo su caballo.

– Es mejor estar seguro de la verdad de un asunto, ¿no? -le preguntó a Darcy-. Uno no debe seguir adelante sin haber resuelto el pasado.

Darcy asintió con la cabeza, mirando fijamente a Bingley.

– Por lo general, ésa es la mejor política, sí.

Bingley asintió a modo de respuesta.

– Muy bien -dijo, luego se enderezó, echó los hombros hacia atrás y espoleó a su caballo. Un momento después, Darcy observó con desaliento, y no poca sensación de culpa, la actitud de su amigo. Si, tal como sospechaba, Bingley había sucumbido a la duda y la inseguridad con respecto a su acogida en Longbourn, el único culpable de eso era Darcy. Había expuesto a su amigo a ser censurado ante el mundo por mostrar una apariencia caprichosa y voluble, eso era lo que había dicho Elizabeth. Gracias al cielo, el «mundo» alrededor de Meryton parecía haber perdonado a Charles los sucesos del año anterior. ¿Serían los habitantes de Longbourn igual de amables?

Las dudas de Bingley con respecto a su aceptación debieron de evaporarse tan pronto como se desmontó del caballo. El mozo del establo que corrió a recoger el caballo, la criada que les abrió la puerta y el ama de llaves que los anunció, hicieron su trabajo con un entusiasmo contagioso que presagiaba la bienvenida que recibiría en el interior. Darcy esperaba que el placer que despertaba la visita de Bingley pudiera ampliarse hasta incluirlo a él de manera general y disminuir la incomodidad que provocaría su presencia. El ama de llaves abrió la puerta del salón y dejó entrar un rayo de sol que penetró enseguida en el vestíbulo de Longbourn. Darcy trató de contener la sensación de que el tiempo y el espacio corrían desbocados, más allá de su control.

– ¡Señor Bingley! ¡Qué estupendo que haya venido! -La voluminosa figura de la señora Bennet bloqueó el umbral-. Precisamente estábamos comentando, ¿no es así, niñas? que sería estupendo que usted nos visitara hoy. ¡Y aquí está! ¿No es maravilloso?

– ¡Señoras! -Bingley hizo una inclinación al entrar en el salón y Darcy lo siguió. Cuando se levantaron, Kitty le estaba sonriendo a Bingley. Le hizo una rápida reverencia y luego volvió a concentrarse en un montón de cintas que tenía sobre la mesa. Mary hizo una reverencia rutinaria y se alejó, para retomar su lectura en el otro extremo del salón. Darcy y Bingley se dirigieron entonces a las otras dos. La señorita Bennet y Elizabeth estaban juntas y se sonrojaron un poco cuando hicieron sus respectivas reverencias. La imagen de Elizabeth poseía tal gracia y modestia que el corazón de Darcy comenzó a palpitar con tanta fuerza dentro del pecho que le dolieron las costillas. Se permitió el lujo de contemplarla unos instantes, buscando una mirada, una sonrisa que pudiera indicar el estado de ánimo de la joven, pero Elizabeth parecía algo distraída. Entonces se obligó a desviar la mirada y ordenó a su corazón que se apaciguara.

– Por favor, tomen asiento -volvió a decir la señora Bennet-. Señor Bingley, debe usted sentarse aquí, lejos del sol. -Lo llevó hasta el sillón más cómodo del salón-. Ahí, ¿no es agradable? Y tan conveniente para conversar. ¿Les gustaría tomar algo? -Una vez que Bingley hubo murmurado que no, la señora Bennet se dirigió a Darcy-. Señor Darcy. -Movió la mano de manera desinteresada señalando el salón y fue a sentarse cerca de su invitado favorito.

Con libertad para sentarse donde quisiera, Darcy encontró una silla que estaba admirablemente bien ubicada para sus propósitos y también suficientemente cerca de Elizabeth para poder entablar una conversación sin tener que buscarla. Se hundió con gratitud entre los contornos del sillón y esperó unos pocos minutos protocolarios antes de inclinarse hacia la muchacha, para hablar de lo que consideraba un tema seguro.

– ¿Puedo preguntar por sus tíos, el señor y la señora Gardiner? ¿Se encuentran bien?

Elizabeth se sobresaltó y se sonrojó, antes de informarle, casi sin respirar, de que sus parientes se encontraban bien y deseaban que ella le agradeciera nuevamente las atenciones que él había tenido con ellos en Pemberley.

– Fue un placer -le aseguró él y luego desvió la mirada, intrigado por el hecho de que ella se hubiese desconcertado tanto por una pregunta que podía ser calificada de trivial. Miró entonces hacia el suelo, a pesar de que se moría por descubrir lo que ella estaba pensando. Intentando no sucumbir a esa tentación, Darcy volvió a mirar a Bingley, pero se vio sorprendido, a su vez, por una pregunta de Elizabeth.

– ¿Y la señorita Darcy? ¿Cómo se encuentra?

– Ella está muy bien, gracias -respondió el caballero-, y le envía sus saludos, con el deseo de que pueda usted volver a visitarnos algún día.

– Ah, es muy amable por su parte. -Es posible que Elizabeth tuviera intención de decir algo más, pero guardó silencio.

– Ha pasado mucho tiempo, señor Bingley, desde que se fue usted -declaró la señora Bennet, dominando toda la conversación-. Empezaba a temer que no fuera a volver. La gente dice que piensa usted abandonar esta comarca por la fiesta de San Miguel; pero espero que no sea cierto. -Lo miró con picardía-. Han ocurrido muchas cosas en la vecindad desde que usted se fue. La señorita Lucas se casó y está establecida. Y también se casó una de mis hijas. Supongo que se habrá enterado usted, seguramente lo habrá leído en los periódicos. -Bingley no pudo comentar nada, porque ella no le dio tiempo-. Salió en el Times y en el Courier, sólo que no estaba bien redactado. Decía solamente: El caballero George Wickham contrajo matrimonio con la señorita Lydia Bennet, sin mencionar a su padre ni decir dónde vivía la novia ni nada. -La señora Bennet se inclinó hacia Bingley, sacudiendo la cabeza con irritación-. La nota debió de ser obra de mi hermano, el señor Gardiner, y no comprendo cómo pudo hacer una cosa tan insulsa. ¿La ha visto usted?

Mientras Bingley contestaba afirmativamente y expresaba sus felicitaciones, Darcy se limitó a quedarse quieto, tratando de que no se le notara la perplejidad. Había pensado que seguramente se haría una discreta mención al matrimonio de Lydia, para explicar su ausencia, pero que dicha mención estaría marcada por una cierta prudencia, dolorosamente adquirida. Pero no, ¡no hubo nada de eso! Al lanzarle una mirada a Elizabeth, Darcy vio cómo luchaba contra la incomodidad que le causaban las palabras de su madre. Ella lo miró por un instante y luego volvió a concentrarse en su bordado.

– Es delicioso tener una hija bien casada -siguió diciendo la señora Bennet, sin mostrar la mínima moderación-, pero al mismo tiempo, señor Bingley, es muy duro que se haya ido tan lejos. -Se habían marchado a Newcastle, informó la señora Bennet, donde estaría durante algún tiempo el regimiento de su yerno-. Supongo que usted habrá oído decir que él ha dejado el regimiento del condado… y se ha pasado al ejército regular. Gracias a Dios tiene todavía algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece. -Al decir esto, la señora Bennet dejó de mirar a Bingley y pasó a examinar el rostro impasible de Darcy.

Mientras se debatía entre la incredulidad y la indignación, Darcy se puso en pie y se dirigió hacia una ventana, tratando de mantener la compostura bajo la mirada acusadora de la señora Bennet. Al observar las últimas flores de la estación en el jardín de Longbourn, pensó en lo increíble que resultaba el hecho de que aquella mujer pudiera ser la madre de Elizabeth. La señora Bennet vivía totalmente engañada por sus propias fantasías y la experiencia de las últimas semanas no había podido hacerle cambiar de opinión ni enseñarle prudencia. Una vez disipada la rabia, Darcy experimentó un sentimiento de compasión por lo que debían de sufrir Elizabeth y sus hermanas a causa de su madre.