– Charles -comenzó a decir Darcy-, por favor, perdóname por no avisarte…
– ¡Pamplinas! -contestó Bingley-. Estoy muy contento de que estés aquí. Estaba a punto de enloquecer sin tener a nadie con quien compartir mi buena suerte. Vamos, entra. ¡Tengo tantas cosas que contarte! -Bingley ordenó que les trajeran algo de beber, mientras conducía a Darcy a la biblioteca y le rogaba que tomara asiento.
– ¡Pero, Charles, estoy cubierto de polvo! -protestó Darcy, señalando su ropa.
– ¡Al diablo con el polvo, Darcy! -se rió Bingley. Un criado llamó y entró con una bandeja, pero casi antes de que se cerrara la puerta, Bingley estalló-: ¡Estoy comprometido! ¡Comprometido con el ángel más adorable del mundo! Mi hermosa Jane ha aceptado y su padre estuvo de acuerdo. ¡Nos vamos a casar, Darcy, nos vamos a casar! -Volvió a soltar otra carcajada-. ¿Puedes creerlo? Porque yo no puedo. ¡Es demasiado maravilloso!
– ¡Claro que sí, Charles! -Darcy le puso las manos sobre los hombros-. No puedo pensar en otro hombre que se merezca más esa felicidad, de verdad que no puedo. ¿Acaso pensaste que podría rechazarte? ¡Qué absurdo! Te deseo mucha felicidad, amigo mío, a ti y a tu futura esposa. -Al oír estas palabras, a Bingley se le humedecieron los ojos. Darcy le dio una enérgica palmada en los hombros y dio media vuelta.
– Gracias, Darcy. -Bingley carraspeó-. Gracias. Ahora, ¿en qué puedo servirte?
– No sabría decirte, excepto que espero que me permitas quedarme. Puede ser sólo un día, tal vez más; todavía no lo sé.
Bingley lo miró con curiosidad.
– Mi casa está a tu disposición, ya lo sabes. Pero ¿no puedes decirme nada más?
– Desgraciadamente, no -respondió Darcy-. Es un asunto personal. Tal vez sea una locura, no lo sé. Pero -siguió diciendo con una sonrisa- no es nada que deba alterar tu felicidad, sea cual sea el resultado. Lo único que te pido es que me permitas acompañarte la próxima vez que visites a tu prometida en su casa.
– Por supuesto -contestó Bingley-. Voy a visitarla mañana. Como Jane y yo estamos comprometidos, no hay ningún momento en que no sea bienvenido. Podemos ir tan temprano o tan tarde como quieras. -Bingley siguió mirándolo con curiosidad.
– ¿Qué dices de una partida de billar antes de la cena? -Darcy propuso una distracción que siempre había funcionado con su primo.
– ¡Claro! -Bingley apretó los labios-. ¿Apostamos a quién ganará?
Al día siguiente temprano, Darcy y Bingley salieron rumbo a Longbourn, impulsados por una fresca brisa otoñal. Las hojas estaban comenzando a ponerse amarillas y ocres y los árboles multicolores enmarcaban los campos cultivados y los pastos dorados. Aunque Bingley había puesto a Darcy al día a propósito de todos los sucesos que habían ocurrido desde su marcha, dos semanas antes, todavía parecía haber algunos detalles que había que atender; así que el viaje estuvo acompañado por el desbordante entusiasmo de Bingley hacia sus futuros parientes políticos. Lejos de aburrirse, Darcy escuchó con atención, pendiente de cualquier información que pudiera darle alguna idea sobre el carácter de la familia Bennet en general y de Elizabeth en particular. Según sus descripciones, parecía que todos se encontraban en un estado de excitación y buen ánimo por la futura boda. Sobre Elizabeth, Darcy sólo supo que era muy buena con su hermana y que con frecuencia se había llevado a su madre a hacer alguna cosa, con el fin de permitirle a Bingley unos preciosos momentos de soledad con su futura esposa.
Su llegada fue recibida con toda la felicidad que Bingley había descrito, aunque Darcy fue objeto de varias miradas de curiosidad. Bastante temeroso acerca de lo que podría traer ese día, apenas pudo mirar a Elizabeth. Después de desmontar y presentar sus respetos, Bingley sugirió enseguida que, con ese día tan hermoso, todos deberían salir a dar un paseo. Su propuesta fue rápidamente aceptada y, mientras Jane, Elizabeth y Kitty subían a buscar sus sombreros y abrigos, la señora Bennet tomó a su futuro yerno del brazo y le dijo con un tono autoritario que los caminos de Longbourn eran los más hermosos de la región, aunque tenía que confesar que ella no tenía costumbre de caminar mucho.
Mientras Bingley estaba ocupado con la señora Bennet, Darcy se alejó y observó el jardín. La mayor parte de las plantas habían sido arrancadas y la tierra había sido removida, pero algunas flores temerarias todavía mecían sus pétalos multicolores en medio de la brisa. El caballero aspiró el olor a humedad y lo retuvo por un momento, intentando calmar la agitación de su corazón. De nuevo el tiempo parecía introducirse de cabeza en el futuro, su futuro, consumiendo y descartando el precioso presente de la forma más inclemente. Ansiaba que Elizabeth apareciera, pero al mismo tiempo deseaba ardientemente que se retrasara, al menos hasta que él pudiera conseguir aquietar, aunque sólo fuese momentáneamente, su corazón.
Un ruido procedente de la puerta le informó de que las jóvenes estaban listas. Se dio la vuelta para ver cómo Bingley le ofrecía la mano a Jane. Elizabeth salió de la casa con paso ligero y la luz del sol proyectó luces y sombras sobre su chaquetilla color cobre y su vestido de muselina verde. No había nada elegante en su apariencia. Iba vestida para dar un paseo. Sin embargo, su actitud en conjunto despertó la admiración de Darcy.
Bingley tomó la mano de su Jane para ponerse en marcha, Elizabeth se dio la vuelta con una sonrisa y luego -¡oh, Darcy se quedó sin respiración!- levantó los ojos para mirarlo a él. No necesitó obligar a su cuerpo a moverse para colocarse junto a la muchacha, ya que, de repente, se encontró a su lado, avanzando por el sendero, detrás de Bingley y Jane, mientras que la hermana menor se quedaba ligeramente rezagada. Después de una breve discusión sobre la ruta que tomarían, en la cual Darcy no participó ni se interesó, decidieron dirigirse hacia la casa de los Lucas, donde Kitty se quedaría para visitar a la señorita Maria Lucas. El arreglo no podía ser más favorable. Sólo quedaba poner un poco de distancia entre ellos y los recién comprometidos, y Darcy no tendría excusa -nada, salvo sus propios temores- que le impidiera conocer su destino.
El grupo avanzó por el camino entre campos cultivados y luego atravesó un pequeño bosque. Antes de lo que esperaba, Bingley y Jane se quedaron rezagados, pues a medida que la intimidad que les ofrecía el paisaje aumentaba, la pareja caminaba cada vez más despacio.
– El señor Bingley ha elegido un hermoso día para caminar -dijo Elizabeth-, aunque no creo que se dé cuenta de por dónde va.
– Sí, es un hermoso día. -Darcy miró hacia atrás-. Y creo que tiene razón sobre Bingley. ¿Igual que su hermana, tal vez?
– Es muy probable. -Siguieron caminando sobre las hojas secas que crujían bajo sus pies y el silencio se instaló de nuevo entre ellos. Pasaron varios minutos antes de que Darcy le preguntara si aquél era su paseo favorito.
– Sólo cuando Charlotte está en casa, porque allí… ¿lo ve usted? -Elizabeth señaló una bifurcación del camino rodeada de árboles-. Ese es el camino hacia la casa de los Lucas. Supongo que podría recorrerlo con los ojos cerrados. -El caballero asintió con la cabeza, sí, veía el cruce del camino. En ese momento, Kitty pasó rápidamente junto a ellos.
– ¿Me puedo ir ya, Elizabeth? -preguntó, evitando mirar a Darcy. Él pudo notar que lo que ella más deseaba era alejarse de su pesada compañía.
– Sí, puedes irte, pero vuelve antes del atardecer y no le pidas a sir William que te traiga en coche -le advirtió Elizabeth a su hermana menor.
Entornando los ojos, Kitty los abandonó y se apresuró a tomar el camino hacia la casa de su amiga. Darcy miró hacia atrás, pero no vio a Bingley y a Jane. Estaban solos. Esperó hasta ver qué dirección tomaría Elizabeth. Con una rápida mirada, ella pasó delante y siguió por el camino. Él la siguió. Tenía que hacerlo ahora, se dijo para sus adentros.