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– ¿Ah, sí? -había contestado Darcy, con un interés tan evidente que había hecho que Richard se quedara callado. Darcy ardía en deseos de preguntarle por el título, saber cómo se había enterado de que ella deseaba ese libro y cuál había sido su reacción cuando se lo había llevado; pero en lugar de eso bajó la cabeza, concentrándose en su brandy y se reprendió en silencio por semejante imprudencia. Darcy sabía que ella leía, bordaba, escribía, caminaba; sabía todo eso desde su estancia en Hertfordshire. Pero ahora quería enterarse de sus gustos literarios. ¿Habría retomado la lectura de Milton? ¿Qué opinaba sobre él? ¿Le gustaba bordar y disfrutaba de sus paseos? ¿Cuáles eran las preocupaciones que inquietaban su corazón y la hacían escribir? Darcy quería oír la voz de Elizabeth, disfrutar de su sonrisa y perderse en sus ojos.

Unos pasos rápidos tras la puerta de servicio le alertaron sobre el inminente regreso de Fletcher. Se enderezó en la silla cuando el ayuda de cámara entró, pero el criado lo hizo recostarse de nuevo y le puso sobre la cara una toalla caliente húmeda, para suavizar la incipiente barba que había salido durante la noche. Los movimientos familiares del sirviente le tranquilizaron. ¡Al menos algunas cosas seguían como siempre!

– ¿Señor Darcy? -La pregunta de Fletcher irrumpió en medio de la sensación de comodidad que le producía la toalla caliente-. Creo que podría usar la azul… ¿la chaqueta nueva de Weston's, señor? Y los pantalones de nanquín a la rodilla color crema con el chaleco a juego. -Darcy había pensado lo mismo. Después de todo, ¡era Pascua! Trató de alejar el pensamiento de que seguramente se iba a encontrar otra vez con Elizabeth.

– Es Pascua, señor -apostilló el ayuda de cámara, al ver que él no respondía.

– En efecto. Llevaré la azul, entonces. -El caballero sonrió para sus adentros, mientras buscaba una postura más cómoda y levantaba la barbilla para prepararse para la navaja, pero, de repente, detuvo la mano de Fletcher con súbita precaución-. ¡Con cuidado, Fletcher!

– Desde luego, señor Darcy. ¡Si usted se queda quieto!

El tradicional desayuno de Pascua en famille de lady Catherine transcurrió con la misma solemnidad de los últimos veinte años. La única diferencia que Darcy notó esa mañana fue su propia impaciencia para acabar rápidamente con el asunto para dirigirse a la iglesia de Hunsford. El hecho de que Richard también estuviese impaciente por marcharse fue una novedad que hasta lady Catherine observó, molesta.

– ¡Fitzwilliam! -exclamó lady Catherine, mirándolo con severidad-. Hago una excelente digestión, tan buena como la de cualquier súbdito del reino; de hecho, me congratulo por ello y animo a la gente joven a que siga mi ejemplo. Pero si tú no dejas de moverte con tanto nerviosismo, ten por seguro que el desayuno acabará por indigestárseme.

– Mis disculpas, señora. -Fitzwilliam se sonrojó y le lanzó una mirada de súplica a Darcy.

– También tengo entendido que esta mañana te has levantado mucho más temprano de lo que acostumbras -siguió diciendo lady Catherine-. Me pregunto a qué se debe. Nunca había oído que fueras un hombre piadoso, Fitzwilliam. En las cartas, tu madre siempre se queja de que nunca honras con tu presencia el banco de la familia en la iglesia. ¡Espero que no hayas enloquecido y te hayas convertido en un «entusiasta»! No toleraré ninguna de esas tonterías en nuestra familia.

– Mi querida tía… -comenzó a decir Richard.

– Entonces, no tienes razón para estar impaciente. ¡Collins esperará! ¿Qué otra cosa puede hacer? -Sin saber qué responder, Richard adoptó una estudiada inmovilidad hasta que no fue capaz de soportar la inactividad durante más tiempo y agarró otra tostada, untándola con una cantidad exagerada de mermelada. Tras dirigirle una mirada a su primo desafeándolo a decir algo, se la llevó a la boca y comenzó a masticarla tan vigorosamente como era posible, tratando de no despertar otra vez la ira de su tía. Darcy se mordió el labio, invadido por un ataque de incomodidad y rabia, mientras lady Catherine seguía disertando sobre su nuevo tema. Después de todo, había sido buena idea no traer a Georgiana a Kent con él. Independientemente de sus propias reservas acerca del nuevo interés de Georgiana por la religión, Darcy no se arriesgaría a someter la recuperación de su hermana a las categóricas opiniones de lady Catherine. Darcy se quedó mirando a su tía mientras ella seguía hablando, prometiéndose en silencio no permitir nunca que lady Catherine molestara a su hermana acerca de un tema que le había servido para recuperar la alegría y volver a él.

Cuanto más se acercaban las manecillas del reloj dorado a la hora en que partirían hacia la iglesia de Hunsford, más necesario se hacía para Darcy iniciar cualquier tipo de actividad que le ayudara a controlar la creciente impaciencia. Sin poder soportar durante más tiempo el confinamiento de la mesa y la conversación de su tía, se levantó con brusquedad. Ante el asombro de sus parientes, se disculpó y, después de lanzarle una mirada a Richard para disuadirlo de acompañarlo, abandonó la sala del desayuno hacia el jardín de Rosings. Cuando atravesó las puertas de la mansión, se detuvo, llenó sus pulmones con el vigorizante aire matutino y concentró su atención en el jardín y el desorden de sus propias emociones. Acompañado solamente por el crujido de la gravilla blanca del sendero debajo de sus botas, comenzó a deambular con aire pensativo entre las jardineras y los setos geométricos que lady Catherine pensaba que debían adornar un jardín elegante. Allí no había ningún atisbo de naturalidad, no se toleraba ni la más mínima insinuación de desorden, sólo el orden matemático de los ángulos rectos y las jardineras perfectamente simétricas. Un jardín formal y lógico, pensó Darcy, mientras ponía tanta distancia entre Rosings y él como era posible. ¿Acaso la geometría del jardín podría penetrar en sus huesos, para que él pudiera disciplinar sus indomables pensamientos y emociones y hacer que volvieran al camino por el que habían transitado hasta su estancia en Netherfield? Disminuyó el paso; el sendero llegaba a su fin, pero se dividía en dos, a derecha e izquierda, para circundar el perímetro del jardín. Darcy suspiró y se dirigió de nuevo hacia la mansión y la verdad.

Estaba loco por verla; no podía negar la verdad. Pero también era cierto que sentía un gran temor sólo de pensar en encontrarse con ella. El recuerdo de ese momento en la casa parroquial, cuando la presencia de Elizabeth y las fantasías de su imaginación lo hicieron dudar de su razón, había sido un tormento continuo desde entonces. La escena había estado presente en cada uno de sus pensamientos y acompañaba todas sus acciones. A veces el recuerdo le resultaba tan placentero que habría dado cualquier cosa para volver a estar en la misma circunstancia, pero otras veces, cuando la realidad de la situación se confirmaba, juraba que preferiría no volver a vivirla. Apretó los puños. ¡Aquel ir y venir de sus pensamientos y deseos se estaba volviendo insoportable! Su determinación se había derretido bajo el ardor de los ojos de Elizabeth. Su propósito de dedicarse a sus obligaciones había fracasado. ¿Es que no había forma de extinguir esta fascinación?

La única respuesta a su súplica fue el chillido estridente de uno de los pavos reales que se paseaban por el parque. Enseguida oyó que lo llamaban desde la mansión. Al mirar en esa dirección, vio a Fitzwilliam, que se dirigía rápidamente hacia él desde el otro extremo del jardín. Seguramente venía a atormentarlo. Pero a medida que Richard avanzaba, Darcy recordó algo que su primo había dicho por la mañana. ¿Qué era? ¿Algo sobre haberse hartado de Collins? A Darcy se le ocurrió una idea. ¿Acaso ésa podía ser la solución para su obsesión por Elizabeth?