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– Mi interés por su hija no siempre fue recíproco, eso lo admito, y reconozco mis múltiples defectos. -Darcy se puso en pie-. Pero ¡he conquistado el corazón de Elizabeth a pesar de todo! Yo la amo, señor, y le juro que su felicidad y su bienestar son, y siempre serán, mi primera preocupación. -Guardó silencio un momento y luego continuó, en voz más baja pero no menos directa-: Señor Bennet, solicito su consentimiento.

El señor Bennet dejó escapar un suspiro y pareció encogerse en su silla. Pasaron unos momentos. Luego el hombre levantó ligeramente la barbilla y rompió su silencio.

– No es ningún secreto que Lizzy es mi hija favorita, señor Darcy. Le tengo un cariño especial desde que nació. Y creo que siempre será así. Su felicidad me preocupa mucho porque sé que ella, más que sus hermanas, sufrirá terriblemente si se casa con un hombre que no aprecie su carácter y sea inferior a su inteligencia. Usted parece ser un hombre sincero y honorable. Si usted se ha ganado el corazón de Elizabeth, no le negaré mi consentimiento.

– Gracias…

El señor Bennet levantó una mano para contener las palabras de gratitud de Darcy.

– Usted aspira a llevarse un tesoro poco común, señor Darcy -dijo el señor Bennet-, pero se lo advierto, señor, sólo será suyo si es usted más sabio que la mayor parte de los hombres.

– Así es, señor. -Darcy se inclinó ante la sagacidad de la advertencia del padre de Elizabeth-. Amo a Elizabeth por encima de todas las cosas. No le decepcionaré.

– Entonces usted será el más afortunado de los hombres, señor Darcy. -Miró al caballero con ojos cansados-. Tiene usted mi consentimiento.

– Gracias, señor. -Darcy volvió a inclinarse. Pero en lugar de tenderle la mano para estrechar la de Darcy o hablar sobre la dote de Elizabeth, su futuro suegro se dirigió hasta la puerta de la biblioteca y la abrió.

– Por favor, dígale a Elizabeth que venga -le dijo el señor Bennet a Darcy.

* * *

– ¿Fantaseando, señor Darcy? -Darcy se giró al oír la adorada voz de Elizabeth. Aquélla era la tercera vez en los tres días que habían transcurrido desde su compromiso que estaba esperándola afuera, mientras ella iba a buscar su sombrero para acompañarla en lo que se había convertido en su paseo diario, y había caído en una especie de ensoñación, en la cual el tema principal era lo poco que se merecía su buena fortuna. Pero allí estaba ya ella, con la cara sonriente y los ojos brillantes de alegría bajo el inoportuno sombrero.

– ¡Vamos! -ordenó él con una sonrisa, señalando con la barbilla hacia el sendero. Cuando ya no podían verlos, Darcy estiró la mano y descubrió que Elizabeth estaba pensando lo mismo. Se tomaron de la mano y comenzaron a caminar rápidamente. Al principio, apresuraron el paso en medio de risas nerviosas, por su ansiedad por escapar a la mirada de los demás, pero una vez que lograron su objetivo, disminuyeron el ritmo; y la realidad de su complicidad invadió su espíritu con una cálida sensación de intimidad. Darcy sentía una alegría hasta entonces desconocida y buscaba una manera de comunicársela a Elizabeth, más allá de las palabras sencillas que acudían a su mente. Ella se merecía un soneto, pero él no era poeta. Acababa de decidir que las frases sencillas con que podía expresar sus sentimientos eran mejores que el silencio, cuando Elizabeth hizo que lo olvidara todo con una pregunta.

– ¿Cuándo comenzaste a enamorarte de mí? -preguntó, enarcando la ceja de manera provocativa. Darcy la miró a la cara y sonrió-. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante -continuó diciendo Elizabeth con entusiasmo-, pero ¿cuál fue el primer momento en que te gusté?

– No puedo concretar la hora, ni el sitio… -contestó Darcy y luego se rió, al ver la expresión de impaciencia de Elizabeth a causa de su indecisión. Se detuvo y se inclinó para mirarla a los ojos-. Ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Ha pasado mucho tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti, antes de saber que te quería.

– Pero ¿cuándo te diste cuenta de que estabas medio enamorado? -Elizabeth frunció los labios y lo miró.

– No estoy completamente seguro, señora. -Se quedó callado y la miró con suspicacia-. Pero probablemente fue el día en que me convertí en ladrón.

– ¡Ladrón! -Elizabeth se rió-. ¡Un hombre que lo tiene todo! ¿Por qué querría usted convertirse en ladrón, señor?

– Yo era un hombre que creía que lo tenía todo -la corrigió Darcy-. Pero me faltaba una cosa: el amor de una mujer excepcional.

Elizabeth se sonrojó al oír el cumplido, pero no permitió que eso la detuviera.

– ¿Y qué hay de ese robo?

– ¿No pensarás mal de mí si lo confieso? -Darcy fingió que estaba nervioso, encantado con su juego.

– Aún mejor, ¡actuaré como tu confesora! -A Elizabeth le encantó la idea-. ¡Confiesa, que yo te absolveré!

Darcy se volvió a reír.

– ¿Recuerdas qué libro estabas leyendo en la biblioteca de Netherfield cuando tu hermana se puso enferma?

Ella negó con la cabeza.

– Con tal cantidad de libros, ¿quién podría recordarlo? Sólo estuve allí unos minutos.

– ¡Estuviste el tiempo suficiente para hacerme perder la concentración por completo! ¡Creo que tuve que repetir tres veces cada página para entender lo que leía! No, estuviste un buen rato y dejaste algo para marcar la página en la que ibas.

De pronto el recuerdo pareció iluminar la cara de Elizabeth.

– Unos hilos… en un volumen de Milton. ¡Ya recuerdo! -Elizabeth arrugó la frente-. ¡Volví a buscar el libro, pero no pude encontrar la página!

– Eso fue a causa de mi robo. Yo me los llevé… y los guardé durante meses… aquí. -Darcy se dio una palmadita en el bolsillo del chaleco-. Me los enrollaba en el dedo y los guardaba en mi bolsillo, cuando no los estaba usando como marcapáginas.

– ¿Y dónde están ahora? -Elizabeth levantó la vista para mirarlo, con una sonrisa dulce.

– Espero que formen parte del nido de algún pajarillo. Cuando sentí que ya no podía seguir atormentándome con ellos, los arrojé al viento, durante la primavera pasada, cuando iba rumbo a Kent. -Darcy se rió con pesar-. Finalmente había decidido olvidarte. Deshacerme de esos hilos iba a ser el principio. ¡Pero no me sirvió de mucho! -Se llevó la mano de Elizabeth a los labios y la besó con fervor-. Porque allí estabas tú, mi adorada Elizabeth, la realidad tras esos hilos, y yo quedé completa e irremediablemente perdido.

– ¡Cuidado, Fletcher, tiene que dejarlo respirar! -El coronel Fitzwilliam acudió perezosamente al rescate de su primo, desde la seguridad de una silla que estaba al otro lado del vestidor de Darcy, en Netherfield.

– Mi querido coronel, le aseguro que puede respirar -protestó Fletcher-. Listo, señor -le indicó a su amo-, sólo una vuelta más y podrá bajar la barbilla, pero lentamente, señor, lentamente. -Darcy resopló pero obedeció-. Así, señor. ¡Sí! ¡Observe, señor! -Fletcher le enseñó un espejo que mostró un exquisito arreglo de dobleces, nudos y vueltas que adornaban el cuello de Darcy y caían con elegancia sobre su chaleco.

– ¿Cómo se llama, buen hombre? -preguntó Dy, mientras se acercaba los impertinentes a los ojos y observaba la nueva obra maestra con interés.

– El bonheur, milord. -Fletcher inclinó la cabeza.

– ¿Felicidad? Eso es audaz, pero el roquet también lo era. -Dy se volvió a guardar los impertinentes en el bolsillo del chaleco-. Fletcher, lo felicito. -Lord Brougham se volvió hacia su amigo para darle una palmadita en el hombro-. Fitz, tienes que prometer que me prestarás a Fletcher cuando sea mi turno de casarme, o no te invitaré.

– ¡Trato hecho! -contestó el novio, volviéndose a mirar en el espejo. A pesar de todas las incomodidades, tenía buen aspecto; y, después de todo, era el día de su boda. Darcy movió la cabeza hacia ambos lados para probar si le apretaba. Era soportable-. Richard, ¿qué opinas tú? -dijo por encima del hombro.