El coronel Fitzwilliam dejó su cómodo puesto de observación y se acercó cautelosamente. Cruzó los brazos y estudió a su primo con gesto pensativo.
– No es un uniforme -los hombres silbaron al oír eso-, pero Fletcher es un genio, como todo el mundo sabe. -Sonrió-. Estás estupendo, primo. ¡La señorita Elizabeth dirá «Acepto» sólo por ver tu corbata! -Darcy le arrojó una toalla.
– Gracias, querido Richard. -Darcy miró a su ayuda de cámara-. ¡Excelente trabajo, Fletcher! -Se levantó de la silla, miró la hora en el reloj de la chimenea y señaló su nueva levita azul-. ¿Ya estamos listos para eso?
– Sí, señor. -Fletcher se dirigió al armario y sacó la levita, sosteniéndola con el mayor cuidado.
– Así que, ¿cómo es la vida de casado, Fletcher? -preguntó Dy dirigiéndose al ayuda de cámara-. Ilustre a este par de solterones.
El ayuda de cámara se puso colorado, pero sacó pecho y echó los hombros hacia atrás.
– Muy buena, milord, muy buena de verdad, gracias. -Sostuvo la levita para que Darcy se la pusiera-. ¿Señor Darcy? -Deslizó las mangas por los brazos, luego se dio la vuelta y ajustó la parte delantera sobre los hombros y el chaleco y la abrochó.
– Y creo que la señora Fletcher es la doncella de la novia.
– Sí, milord, y está muy contenta por tener ese honor. -Fletcher alisó la espalda y le dio un tirón a uno de los faldones, antes de comenzar su examen en busca de hilos rebeldes o pelusas. Cuando terminó, Darcy fue hasta la cómoda y abrió un libro que había encima. Pasó las páginas hasta que halló lo que estaba buscando. Allí, entre las páginas y reposando junto a la nota escrita con la letra de Elizabeth, encontró el primer regalo de bodas que ella le había dado. Sonrió al ver la madeja de hilos que tenía en la mano -tres verdes, dos amarillos y uno azul, uno rosa y uno lavanda-, los acarició una vez y luego se los enrolló en el dedo y los guardó en el bolsillo del chaleco.
El reloj dio las campanadas, y los acompañantes de Darcy se enderezaron y abandonaron la posición relajada que habían adoptado.
– Es la hora, Fitz. -La voz de Richard tembló ligeramente. Se aclaró la garganta-. ¡Que me parta un rayo si no eres el más afortunado de los hombres! Ya sabes que te daría un puñetazo si pensara de otra manera. -Todos se rieron al oír eso, pero se pusieron serios cuando Richard estrechó la mano de su primo-. Nunca había visto una pareja más avenida en los aspectos tradicionales, pero la profunda emoción que compartís… -Guardó silencio-. Bueno, eso me da esperanzas. -Soltó la mano de Darcy y añadió, con una sonrisa-: Y ahora que ya estás fuera del mercado…
– ¡Venga, muévete, Fitzwilliam! -Lord Brougham apartó a Richard con el hombro y soltó una carcajada. Luego le tendió la mano a Darcy-. Mi buen amigo. -La sonrisa de Dy se convirtió en una mirada solemne y afectuosa, directa a los ojos-. No puedo decirte lo feliz que me siento en este día.
– Dy… -Profundamente conmovido, Darcy comenzó a darle las gracias; pero Brougham lo interrumpió.
– No, permíteme terminar. -Dy respiró hondo-. Fitz, aprecio tu amistad, envidio a tu familia y en general te he admirado desde que nos conocimos, tú lo sabes. Pero este último año te vi estremecerte hasta la médula. Te quiero, Fitz, pero necesitabas con urgencia algo que te sacara de tu maldita y fría indiferencia. Gracias a Dios fue el amor -Dy tragó saliva- y el amor de una mujer extraordinaria.
Darcy apretó el hombro de su amigo.
– Si tú no me hubieses abierto los ojos…
– ¿Para qué están los amigos? -susurró Dy y luego retrocedió y miró el reloj-. Ahora sí es la hora. -Estrechó la mano de Darcy con más fuerza-. Hubo momentos en los que casi perdí las esperanzas, pero tú, amigo mío, te enfrentaste a lo peor que puede reflejar el espejo de un hombre y has demostrado que eres una de las mejores personas que tengo el privilegio de conocer. -Luego esbozó una amplia sonrisa y, con un gesto de su elegante mano, ordenó-: ¡Ahora, fuera! Ve a por tu novia, porque te has ganado su corazón de la mejor manera posible.
– Queridos hermanos, nos hemos reunido aquí en presencia de Dios, y de esta concurrencia, para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio; que es un estado honorable instituido por Dios, y representa la unión mística que hay entre Cristo y su Iglesia…
Allí estaban todos: aquellos que lo amaban y aquellos a quienes él amaba: Georgiana, sus parientes Matlock, Dy; y aquellos que habían venido por conveniencia: miembros de sus distintos clubes, amigos de la universidad, los vecinos de los Bennet y los parientes de Bingley. Todos juntos. Sin embargo, Darcy no podía mirar sino a los ojos de Elizabeth, que estaba a su lado. Su serena belleza lo tranquilizó, aplacando su corazón, mientras las palabras del ritual fluían a su alrededor, llenándolo de asombro. Este hombre, pensó Darcy, era él mismo, y esta mujer era esa maravillosa y preciosa mujer. La luz entraba a través de las vidrieras de la iglesia de Meryton, iluminando su pequeño círculo con una bendición de gloria suavemente coloreada. Hacía brillar de tal manera el cabello, los ojos y toda la figura de Elizabeth, que cuando el ministro habló de la «unión mística», Darcy sintió que esas palabras penetraban hasta su corazón.
Tan pronto como la vio en la puerta de la iglesia, se sintió desfallecer. ¡Estaba tan adorable! La sonrisa que adornaba sus labios y el brillo de sus ojos mientras ella y su hermana Jane se aproximaban a él y a Charles, mostraban su dicha y su confianza en él. Darcy debió de haber dado un paso atrás o debió de haberse tambaleado, porque de pronto sintió la mano de Richard sobre su brazo. Elizabeth, Jane y su padre ocuparon sus puestos, y Darcy se volvió para mirar al pastor y concentró todas las facultades que le quedaban en absorber las palabras que lo unirían físicamente a Elizabeth, tal como ya estaban unidos de corazón.
– ¿Quieres tomar a esta mujer por tu legítima esposa -le preguntó de manera solemne el reverendo Stanley-, y vivir con ella, conforme a la ley de Dios, en santo matrimonio? ¿La amarás…?
Sí, Elizabeth, cantó el corazón de Darcy.
– … consolarás, honrarás en la salud y en la enfermedad…
Sí, mi amor.
– … y, renunciando a todas las demás, te reservarás para ella sola, hasta que la muerte os separe?
– Sí, quiero -respondió Darcy, con voz fuerte y sonora. Con mucho gusto, completamente, siempre.
El pastor se dirigió a Elizabeth. Ella bajó los ojos, pero Darcy podía sentir su felicidad.
– ¿Quieres tomar a este hombre por tu legítimo esposo, para vivir con él conforme a la ley de Dios, en santo matrimonio? ¿Le obedecerás, servirás, amarás, honrarás y consolarás en la salud y en la enfermedad; y, renunciando a todos los demás, te reservarás para él solo, hasta que la muerte os separe?
– Sí, quiero.
– ¿Quién entrega a estas mujeres para que se casen con estos hombres?
– Yo. -El señor Bennet se dirigió a sus hijas y les acarició lentamente la mejilla. Darcy alcanzó a ver que a Elizabeth se le humedecían los ojos cuando su padre tomó su mano derecha y, dando un paso atrás, se la entregó al sacerdote. Al ver el gesto de asentimiento del reverendo, Darcy se acercó a Elizabeth. El pastor puso la mano de la muchacha entre sus manos. Las palabras fluyeron… te recibo a ti… mejore o empeore tu suerte… El corazón de Darcy se hinchó de amor y orgullo -buen orgullo-, mientras pronunciaba cada palabra, mirándola fijamente a los ojos:
– … para amarte y cuidarte hasta que la muerte nos separe, según la santa ley de Dios; y de hacerlo así te doy mi palabra y fe.