– ¡Fitz! ¡Es hora de irnos! ¿Qué demonios estás haciendo aquí afuera? -preguntó Richard con tono quejumbroso, cuando llegó hasta donde estaba su primo-. ¿Por qué me abandonaste en las fauces del dragón? ¡Fitz! -volvió a decirle, al ver que no había respuesta-. ¿Y de qué demonios te estás riendo?
En realidad era una hermosa mañana de Pascua. El tiempo era tan agradable y había una brisa tan ligera que lady Catherine accedió a la solicitud de Darcy de bajar la capota de la calesa. Los encantos de la campiña de Kent, desplegados en todo su esplendor, fueron entonces rigurosamente analizados bajo la severa dirección y los comentarios de la dama, pero Darcy no oyó ni una palabra durante su viaje hasta Hunsford y sospechaba que su primo tampoco lo había hecho. Pero eso no tenía importancia, porque todo lo que lady Catherine esperaba o deseaba recibir de sus sobrinos era una mirada ocasional o un gesto de asentimiento de vez en cuando. Cualquier respuesta más extensa la habría hecho sospechar de la presencia de tendencias «artísticas», que despreciaba casi tanto como las tendencias «entusiastas» en los hombres de clase alta.
La distancia hasta Hunsford no era larga si uno iba en coche, pero a juzgar por la actitud de agitación del párroco mientras se paseaba por el atrio, llegaban con retraso. Como el paseo de Darcy por el jardín de Rosings apenas los había entretenido escasos minutos, estaba claro que el programa que lady Catherine había diseñado tenía como propósito hacer una gran entrada. Acompañados de los miembros más distinguidos de la burguesía local, el señor y la señora Collins estaban esperando a las puertas de la iglesia para saludar a lady Catherine y sus distinguidos sobrinos, pero Elizabeth no estaba con ellos. Darcy se puso tenso cuando el coche finalmente se detuvo y se hizo evidente que tampoco estaba en el atrio de la iglesia. Apesadumbrado, miró a Fitzwilliam, que observaba con enojo primero a su tía y luego a la multitud reunida al pie de las escalinatas de la iglesia.
– ¡Demasiado tarde! -refunfuñó Fitzwilliam, al tiempo que uno de los criados de librea roja de Rosings se apresuraba a abrir la portezuela de la calesa-. ¡Y una maldita tortura! -Cuando la puerta se abrió, Richard se bajó apresuradamente del coche y alcanzó a dar dos pasos, antes de que Darcy lo agarrara del brazo para recordarle la cortesía que le debía a su tía.
– ¡Richard! -siseó Darcy. Fitzwilliam se detuvo y estaba a punto de preguntar qué sucedía, cuando su primo le respondió con un silencioso gesto de la cabeza.
– ¡Oh, Dios santo! -susurró Fitzwilliam aterrado y, tras esbozar una sonrisa, retrocedió hasta el coche para ofrecerle su mano a lady Catherine y ayudarla a bajar.
– Fitzwilliam, le voy a escribir a tu madre -anunció lady Catherine, mientras tomaba la mano de su sobrino y descendía del carruaje, examinando la expresión atemorizada de Richard con ojos escrutadores- para informarle de tu extraño comportamiento. Más aún, le aconsejaré que le lea mi carta al conde de Matlock.
– Milady -dijo Fitzwilliam como si se sintiera ofendido-, le ruego que me crea que no me he vuelto metodista.
– ¡Espero que no! -lo interrumpió su tía-. Fuiste bautizado en la religión anglicana, de lo cual yo misma fui testigo, y eso es todo, señor. ¡No quiero oír más tonterías! -Tomó el brazo de Richard y señaló con la cabeza hacia la puerta de la iglesia. Hirviendo de cólera, Fitzwilliam la acompañó obedientemente.
Impaciente por dejar atrás la «tortura» de Richard, como él bien la había descrito, Darcy se volvió hacia su prima y le ofreció la mano. Anne apoyó ligeramente los dedos sobre el brazo del caballero sólo unos instantes, pues tan pronto como alcanzó el suelo retiró rápidamente la mano, para sorpresa de su primo. La miró con curiosidad, pero ella desvió la mirada, protegida por el ala y las flores del sombrero. Darcy recordó entonces que su prima no había dicho ni una palabra durante el desayuno ni durante el viaje, y tampoco la había visto prestar atención a otra cosa distinta del paisaje o sus propias manos enguantadas, que reposaban entrelazadas sobre el regazo. Tampoco en aquel momento dijo nada, se limitó a quedarse inmóvil como la esposa de Lot, esperando en el sitio donde había descendido del coche.
– ¿Vamos, Anne? -preguntó Darcy con voz firme. El sombrero se movió lentamente hacia arriba y hacia abajo, y a él le pareció haber oído un suspiro cuando le volvió a ofrecer el brazo a su prima. Dos delgados dedos se apoyaron entonces sobre la manga de su chaqueta azul, pero Darcy sólo se dio cuenta porque los vio, pues no pesaban nada. El caballero comenzó a avanzar lentamente, esperando cierta reticencia por parte de ella que requeriría un poco de presión, pero la muchacha reaccionó a su señal y caminó simultáneamente con él hasta la puerta de la iglesia. Todavía sin mirarlo, se detuvo cuando se dio cuenta de que él necesitaba cambiarse de mano el bastón para quitarse el sombrero a la entrada de la iglesia. Darcy se inclinó brevemente ante el grupo reunido allí, imposibilitando todo tipo de conversación, y la condujo al interior.
La súbita y fría oscuridad de la entrada de la iglesia, debajo del campanario, los apartó momentáneamente de todas las miradas, pero Anne pareció encogerse todavía más, cuando un estremecimiento hizo que sus dedos temblaran. Darcy bajó la vista enseguida y trató de mirarla a la cara, pero la penumbra y el sombrero siguieron ocultando el rostro de su prima. Por primera vez sintió un poco de preocupación por Anne. Era evidente que algo iba mal, pero ¿qué podía ser? Se sintió súbitamente inundado por un sentimiento de vergüenza, al darse cuenta de que nunca podría descubrir qué le pasaba a su prima porque nunca había sentido el más mínimo interés por sus preocupaciones. Ella siempre había sido sólo Anne, la «prometida no deseada», su prima enferma: una criatura patética que sólo inspiraba compasión y con la cual no tenía nada que ver ningún hombre joven y saludable. Y, para deshonra de Darcy, él no tenía nada que ver con ella.
La iglesia de Hunsford era un edificio respetable. La estructura en sí no era muy imponente, ni la nave particularmente larga, pero casi le dio la sensación de que era la mismísima abadía de Westminster, a juzgar por el tiempo que pareció necesitar para escoltar a su prima hasta el banco de los De Bourgh y llevarla junto a lady Catherine. Después de completar por fin el recorrido, Darcy dejó a Anne en el banco, pensando que había quedado libre para mezclarse con el resto de la congregación y buscar el perfil de Elizabeth. Mientras colocaba a un lado el bastón y el sombrero, pensó que Richard ya debía de haberla encontrado, y que sólo necesitaría fijarse en la dirección de la mirada de su primo. Sin embargo, tras lanzarle una ojeada furtiva a Fitzwilliam por encima de Anne, comprobó que, lejos de estar coqueteando con Elizabeth, el habitual buen humor de su primo parecía haberse esfumado. Sabía por experiencia que la única persona que se había podido enfrentar a lady Catherine y hacerle adoptar una cierta reserva femenina había sido su padre. Desde su muerte, los aspectos más femeninos de la naturaleza de su tía habían desaparecido totalmente bajo la tendencia autoritaria a no tener en cuenta cualquier opinión distinta a la suya, y Richard estaba sufriendo en aquel momento el impacto de su último ataque.
Un ligero movimiento y una canción procedentes de la parte posterior de la iglesia hicieron que la congregación se pusiera en pie. Como si actuara por inercia, Darcy se levantó enseguida, tratando de olvidar las desventuras de sus primos y concentrándose en localizar a Elizabeth en medio de los feligreses. Dando gracias otra vez por su estatura, comenzó a observar atentamente la multitud de sombreros adornados con flores y frutas, en busca del que protegía la esplendorosa belleza de Elizabeth de las miradas furtivas, pero en ese momento el coro de niños comenzó la procesión y sus voces -no del todo afinadas, pero fuertes y claras- comenzaron a resonar entre los antiguos muros. Darcy miró rápidamente a lo largo del pasillo. Detrás de los niños, con paso solemne y los ojos dirigidos con devoción hacia el cielo, venía el señor Collins, cuya casulla blanca almidonada parecía casi ahogarlo. Así siguió hasta que llegó al banco de los De Bourgh, donde sorprendió a Darcy y a Fitzwilliam y se volvió rápidamente en dirección de la familia, para inclinarse ante cada uno de los parientes de su noble patrona. Justo cuando el ridículo hombre se estaba levantando de aquellas molestas adulaciones, Darcy vio detrás de él, y al otro lado del pasillo, un rayo azul que provenía de la cinta de un sombrero de paja adornado con lirios frescos del valle. Cuando el ala del sombrero se levantó, aparecieron un par de ojos castaños como de terciopelo, por encima de una nariz elegante y unos encantadores labios que su dueña cubría con delicados dedos enguantados, con el fin de ocultar la risa. La imagen le resultó extraordinariamente encantadora, y se sintió más que dispuesto a permitir que aquella fascinación lo envolviera.