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– Dígame, por favor, de qué le acusa -exclamó su primo-. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.

– Se lo diré -dijo Elizabeth, aceptando con pericia su contraataque-. Pero prepárese para oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que vi a su primo fue en un baile, y en ese baile ¿qué cree usted que hizo? ¡Pues no bailó más que cuatro piezas! Siento decirlo, pero así es. Sólo bailó cuatro piezas, a pesar de que los caballeros escaseaban y yo fui testigo de que más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede negarlo. -Elizabeth levantó la vista para mirarlo, con una dulce chispa de desafío en los ojos. Tal vez Darcy se había apresurado demasiado al aceptar el duelo. La acusación de la dama era totalmente cierta y su queja absolutamente válida. Pero, maldición, ¿cómo iba él a saber que un estúpido baile de pueblo, en compañía de desconocidos, iba a convertirse en algo tan importante en su vida?

– En ese momento no tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban -repuso Darcy.

– Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado -afirmó Elizabeth, despachándolo después de desbaratar su defensa-. Y bien, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.

Irritado por la respuesta de Elizabeth, Darcy no podía dejar las cosas así.

– Tal vez debería haberlo pensarlo mejor y haber solicitado que me presentasen; pero no sirvo para darme a conocer a extraños.

– ¿Deberíamos preguntarle a su primo por qué eso es así? -le preguntó Elizabeth a Fitzwilliam, con los ojos brillantes por la estratagema táctica de Darcy-. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, un hombre que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a los desconocidos?

– Oh, no hay ningún misterio en eso -le aseguró Fitzwilliam-. Yo mismo puedo contestar a su pregunta sin interrogar a Darcy. -Miró a su primo con sorna-. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.

Espera a que vuelvas a quedarte sin fondos, se prometió Darcy en silencio. Pero ¿qué debía decir? Lo único que sabía era que no quería que las cosas se quedaran así. ¿Qué haría ella con la verdad? Tal vez era hora de saberlo. Darcy se concentró en el rostro de Elizabeth, con la esperanza de que ella entendiera.

– Reconozco que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con personas que jamás he visto -confesó-. No puedo adoptar el tono de su conversación, o fingir que me intereso por sus cosas, como otros hacen.

Elizabeth le devolvió la mirada y tomó aire.

– Mis dedos no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que la culpa es mía, por no haberme querido tomar el trabajo de practicar. No porque crea que mis dedos no son capaces de tocar perfectamente, como los de cualquier otra mujer.

Darcy se mantuvo inmóvil mientras ella hablaba, asombrado por la elocuencia de sus palabras. Tenía toda la razón; él lo supo enseguida. Pero la acertada percepción de la muchacha no era lo único que estaba haciendo latir su corazón apresuradamente, ni saltar la sangre de sus venas. Ante él estaban Diana y Minerva, el valor y la sabiduría juntas, ¡sentadas en el borde del taburete del piano de su tía como una encantadora musa! ¡Qué mujer tan singular! No sólo había desbaratado la verdad de las palabras de Darcy y le había mostrado la manera en que él mismo se engañaba, sino que lo había hecho con exquisito tacto y elegancia. Mientras el caballero miraba sus magníficos ojos expectantes, supo instintivamente que cualquier intento por controlar su corazón sería una pretensión vana y que ya no podía reprimir más la sonrisa que se extendía ahora por su rostro, así como tampoco negarle a ella el derecho a recibirla.

– Tiene usted toda la razón -dijo Darcy-. Usted ha empleado el tiempo mucho mejor. -Luego, mirando profundamente a los ojos de Elizabeth, se atrevió a ampliar su comentario-. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle objeciones. Ninguno de nosotros dos toca ante desconocidos.

Esa noche, mientras Darcy estaba acostado en la incómoda cama de huéspedes ilustres de su tía, agradeció la falta de comodidad pues eso le daba tiempo para repasar los tormentosos acontecimientos de la velada. ¡Tenía que serenarse y aclarar sus sentimientos por la señorita Elizabeth Bennet! La luz de la vela que tenía al lado titiló, produciendo sombras que bailaban en el dosel que había sobre su cabeza, mientras yacía estirado, mirando hacia la oscuridad, con los dedos entrelazados debajo de la nuca. En aquel lugar, en los silenciosos rincones de la noche, Darcy podía pensar con claridad, verla con claridad, sin distracciones. No habían hablado mucho después de que ella abandonara el piano, excepto lo que exigía la cortesía, pero tenía grabada en la memoria cada mirada, cada palabra que había salido de sus labios, cada gentileza que le había dedicado. Podía verla inmóvil mientras estaba ante al instrumento y el resplandor de las velas jugueteaba con el brillo de sus ojos. Se había quedado extasiado con cada sonrisa, cada gesto de su frente, cada canción que había cantado. Elizabeth había mostrado el porte, la inteligencia, el ingenio y la gracia que él le había descrito a Georgiana, cuando ella lo había interrogado. Sabía que Elizabeth Bennet era una persona compasiva y leal con todos los que tenían alguna relación con ella. Pero esa noche le había sumado a eso una gran dosis de tolerancia y educación frente a las críticas y los insultos descarados de su tía. Y había hecho que él se conociera a sí mismo.

¿Qué era lo que Darcy sentía? ¿Cuál era, en definitiva, su posición en medio de aquel angustioso enredo? Las sombras bailaron sobre el dosel, atormentándolo con el misterioso efecto que había tenido sobre su vida aquella muchacha de Hertfordshire. Había sido Georgiana, con su romántica inocencia, quien se lo había señalado primero. ¿Acaso él… la amaba? Realmente no lo sé, había sido su respuesta. En aquel momento él se había anticipado a su hermana y la había eludido por medio de abstracciones sobre los sentimientos, pero ahora… ¡Ahora era esencial para su tranquilidad saber la verdad! Tal vez si empezaba desde el principio… Él la admiraba, de eso estaba seguro. Se sentía increíblemente atraído por ella. Sí, cada fibra de su cuerpo podía dar testimonio de eso. Le parecía que su conversación y su ingenio eran interesantes, desafiantes e intensamente agradables. En cuarto lugar… Darcy hizo una larga pausa. ¿En cuarto lugar? Una carcajada resonó en medio del silencio de la habitación, cuando se dio cuenta de lo ridículo que era todo aquello. ¿Qué estaba haciendo? ¿Representando el papel de un tacaño usurero que registra minuciosamente lo que vale su dama en una columna del libro de contabilidad? Admítelo, hombre. Observó un rato las sombras que danzaban a la luz de la vela, mientras se tomaba un poco más de tiempo para obligarse a admitir lo que cambiaría su vida para siempre.

– Tú la amas. -Darcy susurró las palabras para poder oírlas de sus propios labios-. Tú la amas -repitió.

Ya estaba. Su vida nunca volvería a ser la misma. ¿Cuántos meses llevaba atormentándose, negando sus sentimientos al mismo tiempo que la imaginaba siempre a su lado? ¿Qué no había hecho para librarse de ella? Incluso había llegado a hacerle una aterradora visita a Sayre con el fin de encontrar una mujer que pudiera borrarla de su mente y de su alma. Pero la búsqueda había sido una farsa desde el principio, porque, a pesar de que había jurado olvidarla en los brazos de otra mujer, no había sido capaz de abandonar ni de arrojar a las llamas los hilos de seda que se la recordaban a cada instante. Ah, sí, finalmente había encontrado la fuerza para soltar esos hilos al viento, pero ¿de qué le había servido? La propia esencia de su sueño había ocupado enseguida el lugar de los hilos y él había quedado más atrapado que antes. ¡Él la amaba y amaba todas las cosas adorables que ella representaba! Y la deseaba. Era tan agudo su deseo por el suave consuelo que ella le brindaba y por su cálida bienvenida, que a veces no podía respirar. La presencia de Elizabeth en Hunsford y Rosings había sido una muestra de la felicidad que sería tenerla cerca todos los días. ¡La idea de regresar a su existencia anterior, a vivir luchando continuamente contra su nostalgia por ella durante el resto de su vida era insoportable! Muy agitado, Darcy apartó las mantas, se levantó de la cama y, tan pronto como sus pies tocaron el suelo, comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación.