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– Hay una solución -dijo en la oscuridad-. ¡Cásate con ella! -Antes siempre se decía que aquello era impensable, pero, en aquel momento, ya no fue así-. ¿Por qué no? -le preguntó en voz alta a la noche. Darcy sabía cómo sería. ¿No la había visto a su lado miles de veces mientras paseaba por Pemberley? Ella pertenecía a Pemberley, siempre de su mano. Guardó silencio, mientras se permitía pensar en las posibilidades de una vida con ella. Eso lo dejó sin aire. Conviértela en la dueña de Pemberley, en la hermana de tu hermana, en la madre de tus hijos, rogó su corazón al unísono con él. De pronto se incorporó, sentándose pesadamente en la cama. ¿Acaso podía confiarle todas esas cosas además de su corazón?

No dejes que a la alianza de las mentes sinceras yo admita impedimentos. Darcy recordó el primer verso del soneto de Shakespeare.

– Impedimentos -repitió, volviendo a recostarse. Existían enormes dificultades. Aunque su corazón deseaba con desesperación que no fuera así, su mente lo obligaba a admitirlo. Pensó en Bingley. ¡Cómo lo había disuadido de relacionarse precisamente con la misma familia que podía convertirse ahora en su propia familia política! Luego estaba la degradación de su propia estirpe, la manera en que afectaría a su honor, que él había jurado defender. Sería justamente censurado por sus parientes y, en particular, por la hermana de su madre, lady Catherine. ¿Podrían llegar a aceptar alguna vez a Elizabeth, o ella y Darcy quedarían aislados para siempre, mientras su matrimonio y sus hijos eran ignorados por su propia familia? Por último, estaba la verdad del indigno tratamiento que había recibido por parte de la familia de Elizabeth y la absoluta falta de educación que habían de demostrado en el baile de Netherfield, cuando uno por uno se habían expuesto al desprecio de sus vecinos. El comportamiento de los Bennet quedaría unido a él y lo convertiría en lo que más temía en la vida: ser objeto del rechazo de toda la sociedad que conocía. El recuerdo del resto de esa noche lo asaltó, la imagen de los ojos de Elizabeth llenos de vergüenza, fijos en la contemplación de sus guantes, le produjo una oleada de rabia en el pecho. ¡Dios, cómo la amaba! ¡Cómo había querido protegerla y consolarla, incluso en ese momento! La petición de Shakespeare se convirtió en una exigencia. No dejes… Darcy quería tener a Elizabeth en Pemberley. Quería deleitarse en su amabilidad y su vivacidad, en su corazón y en su mente. Quería que el deseo de Georgiana de conocerla se convirtiera en realidad. Deseaba la dulzura que sólo podría ofrecerle la vida con ella. La amaba. Pero ¿sería eso suficiente? Las emociones luchaban a brazo partido dentro de su pecho, el deber y el deseo…

De repente, un bostezo se apoderó de él. Miró el reloj que había sobre la chimenea y sintió los párpados muy pesados. Eran más de las dos y, a pesar de la urgencia que sentía su corazón, no era posible ni prudente tomar una decisión en aquel momento y ni siquiera mañana. Volvió a tenderse en la cama, agarró una almohada y, acostándose de lado, trató de acomodarse lo mejor posible en el colchón. Había tiempo, él podía prolongar su visita con facilidad, y aprovecharía ese tiempo en su beneficio, para observarla más de cerca, para descubrir su manera de pensar en temas más específicos y verificar la fuerza de sus sentimientos contra la realidad misma. Había tiempo. Pero Darcy juró que tomaría una decisión antes de marcharse de Rosings.

Cuando las puertas de Rosings se cerraron tras él, Darcy agarró la empuñadura dorada, en forma de cabeza de grifo, de su bastón de caña favorito y, bajando de dos en dos, descendió la escalera y atravesó el parque a grandes zancadas, hasta llegar al bosquecillo y alcanzar el camino que llevaba a Hunsford. A pesar de la agitación que había sufrido aquella noche, se había despertado esa mañana sintiéndose curiosamente vigoroso y ansioso por ver qué le depararía el día. Tan pronto como abrió los ojos, se quedó totalmente inmóvil, mientras el recuerdo de las confesiones de la noche anterior se despertaba con él para recorrerlo como un río de vino dulce y embriagador. Su corriente se arremolinaba aquí y allá contra las playas de su mente y sus emociones, despertándolas maravillosamente a la vida. Diferente… se sentía tan diferente. ¿Exactamente cómo? Esbozó una sonrisa al comprobar lo absolutamente previsible que era su yo lógico y racional. ¿Qué importaba cómo se sentía? ¡Se sentía tan extraordinariamente… vivo!

El ruido de los preparativos de Fletcher en la estancia contigua, que le resultaba tan familiar, distrajo su atención por un momento hacia una idea totalmente distinta. Pronto su ayuda de cámara entraría para informarle de que todo estaba listo para su aseo matutino. Darcy giró la cabeza y observó la almohada vacía a su lado. La rutina de Fletcher ciertamente tendría que cambiar cuando… No, Darcy se obligó a detenerse, no debía pensar en eso ahora, porque no podía permitir que ese tipo de imágenes influyeran sobre sus pensamientos. Primero debía poner en marcha la decisión que tanto trabajo le había costado tomar y para hacer eso debía dar los pasos necesarios para estar en compañía de Elizabeth y no quedarse en la cama, soñando. ¡Tenía que ver a Elizabeth! ¡Esa misma mañana!

– Y sin Richard -le dijo con firmeza a su corazón. Darcy apartó las mantas, se levantó y abrió la puerta del vestidor, sorprendiendo a Fletcher al informarle de que quería comenzar con el ritual de la mañana de inmediato. Afeitado y vestido en un tiempo récord, Darcy bajó al salón del desayuno, que por fortuna encontró vacío, y allí se tomó una taza de café, un huevo y tostadas. Ahora finalmente se encontraba en camino y solo.

¡Por Dios, el día era precioso! Disminuyó el paso cuando entró en el bosquecillo, pues allí los árboles podían protegerlo de la mirada indiscreta de un observador ocasional que lo estuviese viendo desde alguna ventana de Rosings. Le dijo a Fletcher que, en caso de que alguien preguntara, se había ido a dar un paseo, pero se reservó el destino de su caminata. En aquel momento, bajo la sombra del bosquecillo, podía tomar cualquier dirección sin ser visto. El sol de la mañana penetraba de manera oblicua entre las ramas de los árboles, haciendo brillar las partículas de polvo que se filtraban hacia abajo, como si le estuviese ofreciendo un camino fantástico hacia los deseos de su corazón. ¡Un camino de hadas, ciertamente! Darcy resopló al darse cuenta del ridículo giro que habían tomado sus pensamientos y sacudió la cabeza, pero no pudo deshacerse de la idea ni de la imagen que acudieron a su mente. Lady Sylvanie. Darcy la había comparado una vez con una princesa de las hadas y ella había demostrado ser así de peligrosa. Sus rizos de color azabache y sus tempestuosos ojos grises invadieron las ensoñaciones del caballero bajo el tentador disfraz ante el cual había estado tan cerca de sucumbir en la galería del castillo de Norwycke. Volvió a sacudir la cabeza, esta vez para deshacerse de la imagen. No, al final de ese camino no había ningún hada sino una mujer maravillosamente real, cuyo corazón no albergaba tanta oscuridad como el de la otra.