¡Caminar! ¡Claro! ¿Cómo podía haberlo olvidado? El recuerdo de las enrojecidas mejillas de Elizabeth a causa del viento y sus ojos brillantes, el día que había aparecido repentinamente en el comedor de Netherfield, volvió a su memoria con una claridad desconcertante. Con frecuencia ella caminaba sola en Hertfordshire. ¿Haría lo mismo en el parque de Rosings?
– ¿Es cierto, Darcy? -Fitzwilliam lo miró con una ceja levantada, mientras él se obligaba a retomar la conversación-. ¿Es la señorita Elizabeth Bennet tan buena caminante como nos quiere hacer creer la señora Collins?
– Indudablemente -respondió Darcy. De repente, tuvo un súbito ataque de inspiración. Si caminaba sola, ¿acaso eso no podría ofrecerle la privacidad que él deseaba?-. Yo puedo dar fe de su diligencia en Hertfordshire, pero la señorita Bennet debe confesar si le parece que Kent también es digno de sus excursiones.
– Ah, entonces, díganos, señorita Bennet, ¿le parece tentador el campo de Kent? -Fitzwilliam sonrió-. O tal vez debería preguntar: ¿le parece tentador el parque de Rosings? Debe usted olvidarse de que somos parientes de lady Catherine y decir toda la verdad.
Sí, Elizabeth disfrutaba mucho con sus paseos. Los campos y alamedas de Rosings se habían vuelto tan atractivos para ella como cualquier excursión por Hertfordshire. Darcy sonrió mientras recordaba la escena que había tenido lugar en la casa parroquial de Hunsford. Él sabía que el tono confidencial de la respuesta de Elizabeth había sido totalmente sincero, y la satisfacción que le produjo la seguridad de saber lo que ella pensaba y poder interpretar sus palabras fue profunda y duradera. Elizabeth no estaba fingiendo. Así que allí estaba Darcy, atravesando el parque tan pronto como se había disipado el rocío, sumido en un torbellino de ansiedad ante la expectativa de encontrársela… sola. El acelerado ritmo de su corazón no tenía nada que ver con el ritmo o la amplitud de sus pasos sino con sus esperanzas. Desde el momento en que se había despertado, ese indomable músculo se había resistido a cualquier tipo de control o dirección para latir más pausadamente.
Al menos no había sorprendido a Fletcher. Su ayuda de cámara se encontraba preparado desde muy temprano para atenderlo y lo había saludado en la silla del afeitado con un sencillo «Buenos días, señor». El caballero tenía la esperanza de recibir alguna sentencia shakespeariana cuyo significado lo hiciera reflexionar, pero Fletcher se había concentrado en su trabajo con silenciosa precisión y lo había despachado muy bien vestido con un simple «Buena suerte, señor Darcy». ¡Aquello sí que le había resultado extraño! No podía recordar que Fletcher lo hubiese despedido antes con esa frase, pero la visión de una mancha amarilla al otro lado de los árboles que se alzaban ante él le hizo olvidarse de todo, y su corazón empezó a latir a un ritmo aún más acelerado. Aferró con fuerza su bastón de caña y apresuró el paso. De pronto, al dar la vuelta a un recodo del camino, allí estaba ella, como una aparición de color crema y amarillo que vagaba de manera pensativa entre los helechos y las violetas silvestres que tapizaban el bosque. Darcy disminuyó el paso e hizo el último intento por recuperar la compostura antes de que ella se percatara de su presencia, pero fue inútil. Tan pronto como apareció ante la muchacha, ella levantó la cabeza de su atenta observación de la naturaleza que la rodeaba. Con los ojos abiertos por la sorpresa, Elizabeth lo miró directamente y, en ese momento, pareció disparar un dardo tan real que Darcy sintió como si le atravesara el pecho para alojarse en lo más profundo de su ser, haciéndole detenerse.
– ¡Señor Darcy! -La sorpresa y el desconcierto en la voz de Elizabeth volvieron al caballero a la realidad.
– Señorita Bennet. -Se oyó decir Darcy y, al oír sus palabras, recuperó el dominio de su cuerpo. Le hizo una inclinación. La curiosidad reemplazó entonces a la sorpresa en los ojos de la muchacha, cuando lo vio volverse a poner el sombrero y caminar hacia ella-. ¿Está usted comenzando su paseo matutino -preguntó Darcy con una voz no tan firme como le habría gustado-, o se encuentra al final de su excursión?
– Estaba a punto de regresar, señor -le informó Elizabeth, mientras parecía buscar algo detrás de él, por el camino-. ¿No lo acompaña el coronel Fitzwilliam?
– No, a mi primo no le gusta la luz de las primeras horas de la mañana -contestó Darcy, ansioso por terminar con la charla acerca de Richard. Luego se obligó a insistir y tomar el control de la conversación-. Si usted va a regresar, señorita Bennet, ¿me permite ofrecerle mi compañía? -La expresión de Elizabeth volvió a reflejar desconcierto-. Será un placer -añadió Darcy en voz baja, extendiendo el brazo. Ella asintió lentamente para mostrar su aceptación y puso su mano sobre el brazo del caballero. A él le costó trabajo contener el impulso de proteger la mano de la dama con la otra mano. Pero, en lugar de eso, hizo señas para iniciar el camino de vuelta-. ¿Vamos?
– Sí, gracias, es usted muy amable -murmuró Elizabeth.
– Es un placer -repitió Darcy de manera distraída, pues estaba concentrado en refrenar a su corazón desbocado, mientras disfrutaba al mismo tiempo del cúmulo de sensaciones que le producía el hecho de estar cerca de ella.
– Señor Darcy. -Elizabeth levantó la cabeza para mirarlo-. Hay innumerables senderos en Rosings, ¿no es así?
– Sí, eso creo -respondió él, y luego desvió la mirada rápidamente hacia el camino, con el fin de ocultar la sonrisa que amenazaba con asomar a sus labios. ¡Caramba, aquello iba a ser imposible! ¿Cómo podía evitar reírse como un tonto si el cielo mismo estaba agarrado de su brazo?
– Tal como pensé. -La satisfacción de Elizabeth con esa deducción aparentemente tan sencilla lo intrigó, pero ella le aclaró rápidamente el misterio al decir-: Aunque no he recorrido todos los senderos de Rosings, le ruego que me permita decirle que éste en particular me parece muy eficaz para serenar el espíritu y promover la reflexión solitaria.
– ¡En efecto! -Darcy desvió la mirada, desesperado por ocultar la sonrisa que otra vez amenazaba con asomar involuntariamente. ¡Gracias a Dios su estatura y su porte no permitían que ella le viera la cara! No estaría bien ser demasiado obvio, revelar abiertamente la magnitud del placer que le había causado lo que ella le había comunicado de manera tan delicada. Pues bien, ¡estaba decidido! Allí podría encontrarla si quería seguir adelante con la idea de tener conversaciones privadas.
– Entonces, ¿le gusta pasear sola, señorita Bennet? ¿No le gustaría tener compañía?
– Ah, sí, a veces. La compañía adecuada puede marcar una gran diferencia en el placer que produce un paseo. Pero si no puedo tener esa compañía, prefiero mi propia compañía, señor, y el silencio.
– Entonces también somos de la misma opinión en esa cuestión -dijo Darcy, asintiendo. La compañía adecuada… Ah, ¡mejor que mejor!
Elizabeth volvió a levantar la cabeza para mirarlo, con una expresión de curiosidad.
– No entiendo a qué se refiere, señor Darcy.
– Estoy seguro de que fue usted quien lo notó primero. -Ella siguió mirándolo con desconcierto y como Darcy no podía soportarlo, explicó-. Usted me dijo una vez que observaba una gran similitud en nuestra forma de ser. Le ruego que me permita guardar silencio sobre las observaciones particulares que hizo esa noche, pero, en general, creo que su apreciación es correcta.
– ¡Por supuesto! -exclamó Elizabeth y fue ella quien desvió la mirada esta vez. El resto del camino de regreso hasta Husford transcurrió en un silencio que a Darcy le pareció agradable y que ninguno de los dos quiso romper hasta que llegaron a la puerta de la empalizada que estaba frente a la casa parroquial. Darcy la abrió con la mano que tenía libre y sólo en ese momento sucumbió a la tentación de estrechar la mano que descansaba sobre su brazo. La tomó y la sostuvo mientras hacía una reverencia. Luego la soltó y dio un paso atrás.