De nuevo compartieron el silencio y el camino. De vez en cuando, Darcy le lanzaba miradas furtivas, pero no pudo sacar nada en claro de la expresión serena e impasible de la muchacha. En ocasiones, le pareció que fruncía el ceño, pero la timidez de Elizabeth impidió confirmar esa impresión. El caballero decidió que simplemente estaba sumida en sus propios pensamientos. Siguieron caminando, pero a pesar de lo mucho que lo intentó, Darcy no pudo volver a disfrutar de esa sensación de felicidad que había experimentado antes. Todavía estaba demasiado presente en su interior, concluyó con tristeza, y se preguntó si el matrimonio podría sosegar las emociones que lo desbordaban y dirigirlas por caminos más felices. ¡Vaya pregunta! ¿Acaso el matrimonio lo haría más feliz, después de todo? Eso esperaba con fervor, aunque no podía decir que hubiese visto en sus amigos casados que eso fuese cierto. Claro que los matrimonios de sus amigos, arreglados por razones familiares, de relaciones o de fortuna, tenían tan poco que ver con su propia situación que no podía tener un punto de referencia. De la felicidad de las esposas tenía todavía menos idea, excepto por la evidencia que representaban los múltiples lances que le habían hecho matronas de distintas edades, desde que se había convertido en adulto. Tal vez la respuesta estaba en otra parte.
– Señorita Bennet -comenzó a decir Darcy, pero se quedó callado pues, de repente, no supo cómo hacer la pregunta que lo atormentaba, pero afortunadamente se ahorró la vergüenza ya que Elizabeth parecía no haber oído. Así que volvió a comenzar-: Señorita Bennet, ¿puedo preguntarle cuál es su opinión sobre la felicidad del señor y la señora Collins? -Elizabeth titubeó por un instante y casi se suelta de su brazo.
– ¿A qué se refiere, señor? -Le preguntó ella a su vez, con voz curiosamente contenida.
– Su amiga, la señora Collins. -Darcy atenuó el alcance de su pregunta-. ¿Diría usted que ella es más feliz ahora en su vida de casada y con el señor Collins que antes de casarse?
– La felicidad, como la distancia, señor Darcy, son términos relativos. -Elizabeth dejó la pregunta de Darcy en el aire, mientras clavaba sus ojos en el camino, pero luego disminuyó el paso y, sin mirarlo, respondió-: Sí, señor, ella es feliz, a pesar de lo difícil que resulta para mí admitir que algo de lo que al comienzo no me alegré haya redundado en su beneficio. Teniendo en cuenta la naturaleza de Charlotte, sus expectativas y su modo de concebir la vida, ella se siente perfectamente feliz en su matrimonio y yo debo coincidir con ella.
– Entonces, ¿piensa usted que la felicidad de una pareja en el matrimonio depende de la compatibilidad de sus naturalezas, las expectativas que tienen en la vida y la similitud de propósitos?
Elizabeth guardó un silencio tan prolongado al oír la pregunta que Darcy temió que otra vez no le hubiese escuchado. Finalmente respondió, con una voz tan suave que él tuvo que inclinarse para escucharla.
– Al menos es un comienzo. Si eso no existe, creo que las posibilidades de felicidad son bastante remotas. -Elizabeth lo observó por un momento y luego desvió la mirada, pero el caballero había quedado satisfecho. Al tratar de descifrar su carácter, ¿no había comparado ella sus maneras de ser y había señalado su similitud? Darcy conocía y compartía alegremente la agilidad mental y la inteligencia de Elizabeth, su manera de ver la vida. ¿Y qué sucedía con las expectativas que ella tenía? Ella no podía ser ajena al interés que Darcy le demostraba; sin embargo, actuaba con una reserva y una modestia que despertaban su intensa admiración y gratitud. Él se dedicó entonces a contemplar con alegría cómo eso la colocaba en una posición ventajosa como su esposa, como dueña de Pemberley y como una de las figuras más importante de la sociedad, mientras disfrutaba al mismo tiempo de la visión de su perfil, hasta que cruzaron la empalizada y llegaron a la entrada de la casa parroquial.
– Hemos llegado, señor Darcy. -La voz de Elizabeth, suave y vacilante, lo arrancó de sus pensamientos.
– En efecto, señorita Bennet -respondió él enseguida y, como había hecho el día de su primer paseo, se apoderó de la mano que descansaba sobre su brazo y se la llevó a los labios-. Que tenga un buen día, señorita Bennet. -Luego hizo una inclinación.
– Lo mismo le deseo a usted, señor Darcy. -Ella hizo una reverencia rápida y lo dejó parado entre las flores, a la entrada del sendero que llevaba hasta la puerta de la casa.
El caballero no dio media vuelta hasta que la vio entrar, sana y salva, e incluso después tardó un poco en marcharse. A pesar de los inconvenientes de la familia de Elizabeth, y su falta de fortuna y relaciones, Darcy se dio cuenta en aquel instante de que él siempre se iba a sentir orgulloso de Elizabeth, y podría confiar en ella porque lo entendía, porque era como él… y él la amaba. ¡Parte de mi alma, yo te busco! -los versos de Milton regresaron otra vez con toda su fuerza y veracidad-. Reclama mi otra mitad.
3 Como en un sueño adulador
No necesario ejercer un gran poder de persuasión -de hecho, ninguno- para convencer a lady Catherine de los beneficios de invitar al párroco para la noche del jueves. Un par de comentarios sobre el agradable efecto de la música en el transcurso de una velada y el entretenimiento que significaba la presencia de más personas en la mesa de juego y ¡listo! Richard había guardado silencio mientras Darcy llevaba a su tía a la conclusión deseada, y sólo por ese hecho se puso en guardia. Una vez que la notificación fue enviada y se recibió una agradecida aceptación, Darcy pudo enfrentarse con admirable calma a la perspectiva de tener que pasar el día siguiente sin contar con la compañía de Elizabeth.
¡Mañana! Ese día sería testigo de la culminación de meses de deseos, negaciones y debates. El fututo de Darcy quedaría definido y de una manera que le resultaba muy satisfactoria: una unión como la que él había observado entre sus padres, en la que había una profunda conexión entre mente y corazón. Envuelto en su bata, con un vaso de oporto frente a la chimenea de su alcoba, Darcy dejó volar su fantasía y construyó una embriagadora imagen de Elizabeth a su lado, mientras la presentaba en Pemberley. No le cabía duda de que, al principio, se sentiría un poco intimidada; pero también estaba seguro de que rápidamente tomaría el dominio de su casa de la misma forma que se había apoderado de su corazón. Podía verla entre las flores de su madre, haciéndose dueña del Edén; en el salón de música, llenándolo suavemente con una canción, y en la biblioteca, compartiendo un libro, o simplemente la compañía mutua, durante la noche de un largo invierno. En realidad, él podía imaginársela adornando todos los salones de Pemberley con su presencia vivaracha y deliciosa. Los días pasarían en su dulce compañía, seguidos de noches… Suprimió el último pensamiento con un suspiro. Y los criados la adorarían, claro; los Reynolds en Pemberley y los Witcher en Londres. ¡Dios, era probable que, en menos de dos semanas, tuviera al mismo Hinchcliffe comiendo de su mano! Darcy se rió para sus adentros. ¡Y Georgiana! Darcy sonrió abiertamente. Ah, ahí estaba la otra cuestión importante relacionada con todo aquel asunto, superada sólo por la consideración de su propia felicidad. Al fin, Georgiana tendría una hermana, una amiga a quien amar y contarle sus cosas; alguien en quien él confiaba plenamente y que se preocuparía de manera sincera por su bienestar.
Aunque el contacto de Georgiana con la familia de Elizabeth tendría que ser cuidadosamente dosificado, pensó Darcy, conteniendo el agradable vuelo de su fantasía. Dio un sorbo a su oporto mientras recreaba con inquietud una imagen de la familia Bennet. Naturalmente Elizabeth querría verlos, al menos ocasionalmente. Supuso que ella podría viajar a veces a visitarlos, pero no le gustó la idea de estar lejos de ella. Esa razonable objeción dio paso a la funesta idea de que, en ese caso, él tendría que acompañarla durante esas visitas. Tomó otro sorbo de su oporto. ¿Una o dos semanas con su familia política? ¡No, eso era sencillamente imposible! Ellos tendrían que venir a Pemberley… cuando él no tuviera otros invitados ni estuviesen esperando a nadie. La idea de ver a la nobleza y la aristocracia de Derbyshire, o incluso a sus parientes Matlock, en el mismo salón con la familia de Elizabeth parecía más una pesadilla que un sueño. Se podía imaginar la perplejidad reflejada en el rostro de su tía si por casualidad tuviera que pasar una tarde o una noche en compañía de la señora Bennet y sus hijas pequeñas. ¡El conde Matlock se limitaría a lanzarle una mirada que le haría desistir de hacer cualquier sugerencia en ese sentido! Aunque, eso sólo sucedería, se recordó Darcy, ¡si volvían a hablarle después de ese matrimonio tan poco conveniente! Terminó su oporto lentamente, con aire pensativo, y dejó el vaso sobre la mesa. ¿Realmente iba a hacerlo? ¿De verdad estaba dispuesto a desafiar a su familia y a su mundo para que aceptaran a una mujer que no procedía de una familia distinguida y que ni siquiera tenía dinero para compensar semejante falta?