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– ¿Señor Darcy? -La discreta pregunta de Fletcher le arrancó del pantano de realidades desagradables en que se había hundido-. ¿Hay alguna cosa más que desee esta noche, señor?

Darcy miró el reloj; era bastante tarde. Debería haber despedido a su ayuda de cámara hacía ya un rato.

– No, Fletcher. ¡Por Dios, hombre, hace una hora por lo menos que debería haberme recordado que todavía estaba aquí!

– En absoluto, señor. -Fletcher hizo una ligera inclinación, pero no hizo ningún ademán de marcharse-. ¿Está usted seguro, señor? Perdóneme, pero parece usted -dijo, y se detuvo mientras parecía buscar la palabra correcta- inquieto, señor. ¿No necesita nada más que le pueda ayudar a descansar?

Darcy le dio un golpecito al borde de su vaso vacío.

– Ya se ha encargado usted de eso. No, no quiero nada más de beber.

– ¿Entonces un libro, señor? ¿Algo de su estantería o, tal vez, de la biblioteca? -Fletcher movió la cabeza hacia la puerta.

– No, no es necesario. -Darcy bostezó-. No podría concentrarme el tiempo suficiente para empezar bien. Buenas noches, Fletcher. -Despidió al ayuda de cámara con voz firme, pero luego añadió, al ver su cara de consternación-: Todo va bien; se lo aseguro.

– Entonces, buenas noches, señor. -Fletcher hizo otra reverencia.

La puerta del vestidor se cerró tras él con suavidad. Darcy volvió a acercarse al fuego. Inquieto. Gracias a su aguda percepción, Fletcher había descrito perfectamente el estado en que se encontraba. La formidable tarea de reconciliar a todas las partes involucradas en su propuesta de matrimonio crecía con cada minuto que pasaba y lo acercaba a ese momento. Darcy sabía cómo sería. Lady Catherine se sentiría indignada, lord y lady Matlock quedarían perplejos y serían categóricos en su desaprobación, y todos ellos lo importunarían con todas las objeciones que se les ocurrieran. Sus amigos se asombrarían, sus enemigos se reirían con desdén y Bingley jamás le perdonaría por haber hecho precisamente aquello que le había aconsejado tan tajantemente no hacer.

– ¡Maldición! -Darcy apretó la mandíbula. ¡Le propondría matrimonio a Elizabeth y mandaría a todos los demás al diablo! Lo cual, conociendo a sus amigos y conocidos, ciertamente podía hacer… ¡y sería un placer! Cerró los ojos y se masajeó las sienes, donde estaba empezando a arremolinarse un dolor de cabeza. Debía reordenar sus pensamientos o no tendría esperanzas de descansar esa noche. ¿Un libro, como Fletcher había sugerido? No, algo más corto… ¡Poesía! Darcy tomó un candelabro, avanzó hasta la estantería y sacó el delgado volumen de sonetos que Fletcher había traído. Llevó el libro hasta la cama, colocó el candelabro sobre la mesa y, después de quitarse la bata, se acomodó lo mejor que pudo entre las almohadas y las mantas. ¿Cuál era? Darcy pasó rápidamente las páginas, leyendo los primeros versos, hasta encontrar el soneto que le había hecho recordar a Elizabeth con tanta fuerza, y que parecía escrito para ella. ¡Ah, sí! Se recostó, dejándose conquistar por la fuerza de las palabras.

Si pudiera describir la, belleza de vuestros ojos…

– ¡Darcy! Darcy, ¿vienes? -La voz de Fitzwilliam resonó a través del corredor superior de Rosings, fuera de la habitación de Darcy, atravesando la puerta de caoba. Cuando ésta se abrió, Fitzwilliam apareció elegantemente ataviado para dar un paseo. Darcy enarcó las cejas al ver la imagen que tenía ante él-. ¿Qué? -preguntó Fitzwilliam, mientras su seguridad parecía desvanecerse bajo el silencioso escrutinio de Darcy.

– Me siento muy honrado. -Darcy se inclinó con aire de mofa-. ¡Tanto refinamiento para un simple paseo con tu primo por el parque de una finca! Me había imaginado que te pondrías pantalones de cuero y no ésos hasta la rodilla y una chaqueta lo suficientemente elegante para Londres. Y, por Dios, ¿es un chaleco a rayas?

– Creí que pensarías que no es nada exagerado -replicó Fitzwilliam con tono de haberse ofendido-, teniendo en cuenta que humillaste a Beau Brummell con ese sofisticado nudo de corbata de Fletcher. Además -continuó con indiferencia, mientras entraba en la alcoba a grandes zancadas-, tal vez podríamos ir un poco más lejos y hacer una visita a la rectoría cuando terminemos, ¿qué te parece? Después de esta noche, como ya sabes, ya no veremos más a la Bennet. -Miró a Darcy con el rabillo del ojo-. Y yo, por lo menos, la voy a echar de menos.

– Hummm -había sido toda la respuesta que Darcy se había dignado darle a Richard a propósito de su primera observación, pero la segunda era otro asunto totalmente distinto-. ¿De verdad la vas a echar de menos? -le imprimió suficiente escepticismo a su tono como para hacer que su primo levantara la barbilla.

– Sí, de verdad, Fitz. La señorita Bennet es realmente encantadora.

– Una descripción que le has aplicado a todas las mujeres que han llamado tu atención -dijo Darcy, desafiándolo. ¿Cómo veía realmente Richard a Elizabeth?-. ¿Qué mujer a la que has tenido oportunidad de acompañar no te ha parecido «encantadora» en uno u otro momento, aunque un mes después estuvieras aburrido?

– Ése es un golpe bajo, viejo amigo -repuso Fitzwilliam con el ceño fruncido.

– ¡Pero he dado en el blanco! -replicó Darcy, aunque luego se apiadó de él-. Y no te lo discuto. Sin duda tienes razón en lo último que has dicho.

– Entonces, ¿no crees lo que he dicho al principio? -Fitzwilliam enarcó las cejas y lo miró-. Ya veo. -Se giró un segundo y luego volvió a mirar a su primo-. Como, aparentemente, los dos estamos de acuerdo en que yo tengo más experiencia en estos asuntos, tras haberme sentido «encantado» tantas veces para desilusionarme después -propuso con tono irónico-, también podríamos deducir que he aprendido algo en el proceso.

Darcy inclinó la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo con la suposición.

– Sí, en efecto.

Fitzwilliam asintió a modo respuesta.

– Entonces, te aseguro que, de acuerdo con mi amplia experiencia, la señorita Bennet es algo fuera de lo común. Desde luego, su figura es adorable. Su estilo sencillo, en contraste con los costosos atuendos a los que estamos acostumbrados, sólo la engrandece. Ah, le hace falta un poco de sofisticación urbana por haber vivido en el campo. No puede hablar de todas las pequeñas trivialidades relativas a la vida en Londres, ni participar de los últimos cotilleos, pero eso forma parte de su encanto. Esas cosas constituyen la mayor parte de la supuesta conversación de casi todas las jóvenes que conocemos. Pero es un placer muy grande conversar con una mujer que tiene opiniones sinceras sobre temas interesantes y además sentir que se ha pasado un buen rato.