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– ¡Fitz! ¡Piensa bien en lo que estás haciendo!

– ¡Ya lo he hecho! ¡Y sé lo que estoy haciendo! -Se liberó de la mano de Richard-. Discúlpame con lady Catherine y los Collins… o haz lo que quieras. ¡No me importa lo que ella piense de mis modales! -Darcy desafió a su primo, y en sus ojos se vio reflejada la decisión implacable de su rostro.

Fitzwilliam dejó caer la mano y miró a Darcy con aprensión.

– Entonces haz lo que quieras y ¡que el cielo te ayude, primo!

Darcy le hizo un gesto breve de asentimiento, pasó junto a él, abrió la puerta y atravesó el vestíbulo a grandes zancadas. Subió las escaleras de dos en dos y recorrió el pasillo que conducía hasta su habitación casi corriendo. Fletcher lo había oído, porque las puertas de la habitación se abrieron inesperadamente, un segundo antes de que las alcanzara.

– ¡Señor Darcy! -exclamó el ayuda de cámara, con los ojos muy abiertos, al ver la expresión contrariada de su patrón.

– Fletcher, mi abrigo y mi sombrero. ¡De inmediato!

El criado no dijo nada mientras se apresuraba a ir al vestidor para tomar las prendas que le había pedido, dejando al caballero en medio del silencioso orden de su alcoba. ¡Elizabeth no había venido! Se paseó de un lado a otro. Cuanto más pensaba en el asunto, más claro le parecía su significado. Ella había evitado que él cometiera el error de declararse en un lugar poco apropiado, y ¿qué había hecho él? Se había alejado de ella durante todo el día. Probablemente ella lo había estado esperando y su ausencia la había confundido… o la había decidido. Era muy propio de Elizabeth actuar de semejante forma para que los asuntos entre ellos alcanzaran una culminación. ¡Sus duelos en Netherfield y, más recientemente, en Rosings, deberían haberle enseñado eso!

El ruido de los pasos de Fletcher hizo que Darcy se diera la vuelta.

– Señor. -Fletcher levantó el abrigo gris a la altura de sus brazos. Darcy metió los brazos por las mangas y se ajustó la prenda sobre los hombros, antes de que Fletcher pudiera ayudarlo-. Sus guantes, señor. -Darcy se los puso y estiró la mano para coger el sombrero, que tomó de las manos de Fletcher y lo metió debajo del brazo mientras avanzaba hacia la puerta.

– Fletcher. -Se detuvo casi al llegar a la puerta para dirigirse a su ayuda de cámara-: Si alguien pregunta…

– Se requería su presencia urgente en otro lugar, señor -dijo Fletcher con voz suave-. Y no regresará hasta las…

Darcy asintió con agradecimiento al ver la astucia de su ayuda de cámara.

– Dentro de una hora. -Se quedó pensando en las posibilidades-. Dentro de varias horas -se corrigió, mientras estiraba los guantes-. Tal vez más.

– Muy bien, señor -respondió Fletcher, y su actitud segura y profesional le sirvieron a Darcy para calmar un poco el torbellino de sus pensamientos. Recorrió el pasillo a grandes zancadas, pero se detuvo al llegar a las escaleras. Si usaba la escalera y la puerta principal, se arriesgaba a ser interceptado por Richard, o visto por alguno de los criados de lady Catherine, que hubiese sido enviado a buscarle. Así que dio media vuelta y se dirigió hasta la entrada del pasillo del servicio. No recorría los estrechos y oscuros corredores que usaban los criados para ocuparse sigilosamente de la casa desde que era un niño, pero seguramente podría recordar el camino.

– ¿Darcy? -El eco de la voz de Fitzwilliam resonó desde las escaleras. No tenía alternativa. En pocos segundos estuvo al otro lado de la puerta, rumbo a la escalera de servicio, y en el camino tuvo que evitar a varias criadas con los brazos cargados de sábanas y toallas que subían hacia las habitaciones. La estancia del servicio estaba desierta. Inspeccionó la habitación larga y estrecha, buscando una puerta que diera al exterior. Como no encontró ninguna, atravesó la estancia y descubrió un corto pasillo que conducía hasta la salida.

Después de alejarse un poco de Rosings, Darcy se detuvo y miró hacia la mansión que había abandonado de manera tan precipitada. ¡Richard debía de estar pensando que estaba loco! Su primo había adivinado adónde se dirigía y al principio se había alarmado. Pero luego le había deseado que el cielo le ayudase. Cuando llegara la hora y él trajera a Elizabeth de su brazo como su prometida, Richard lo apoyaría. Pero lady Catherine… Lady Catherine representaba un obstáculo inmediato y de gran dificultad, teniendo en cuenta que su absurda idea sobre el compromiso con Anne sería sólo la primera descarga que le dispararía. El escándalo que armaría oponiéndose a su elección sería enorme y estaría alimentado por su amarga decepción ante el fracaso de unos planes largamente acariciados. Darcy pensó que tal vez no sería buena idea llevar a Elizabeth a Rosings esa noche. Sería mejor no exponerla a la ira de su tía hasta que lady Catherine fuese reducida al silencio en lo que a su elección de esposa se refería. ¡Su esposa! Gracias a la dicha que le produjo ese pensamiento, sintió que el apresuramiento que le había hecho marcharse de Rosings de esa manera cedía un poco. Dio media vuelta y miró hacia Hunsford. Allí estaba su futuro, su bienestar, la felicidad de todos los que formaban parte de Pemberley. ¡Era hora de ir a buscar todo eso!

Comenzó a caminar con determinación y en pocos minutos llegó hasta el bosque. Notó el aire frío entre los árboles, al caminar al abrigo de su sombra mientras recordaba los paseos con Elizabeth allí mismo, sonriendo discretamente. Pronto… ¡pronto ella sería suya! La idea lo animó mientras atravesaba el bosque, pero cuando el camino comenzó a descender hacia el pueblo, disminuyó el paso. Con el fin de obtener a la dama tan deseada, todavía tenía que proponerle matrimonio. Aunque sabía que podía confiar en la aguda inteligencia de Elizabeth, también era consciente de que, aun así, debía decir las palabras adecuadas. La fórmula que había planeado estaba pensada para la grandeza de Rosings, que le resultaba tan familiar, y le hacía honor al lugar. Pero ahora esas frases y los sentimientos a los cuales aludían le parecían demasiado pomposas y estudiadas para el humilde ambiente del salón de una casa parroquial. No quería parecer un tonto en esa ocasión tan solemne de su vida.

¡Todavía puedes regresar!, se apresuró a decir la voz del deber, a medida que se acercaba a Hunsford, pero Darcy sabía que eso era mentira. Ya no podía regresar, de la misma forma que tampoco podía volar. Pero al oír esa advertencia, la tapa que cerraba la multitud de objeciones a aquella decisión, y que él creía sellada para siempre, se levantó de repente y fue atacado, con la vehemencia de una furia reprimida, por las acusaciones justificadas de arrastrar a la desgracia a su apellido y a su familia. Los sucesos del baile de Netherfield, los insultos e impertinencias de las cuales había sido objeto, el espantoso comportamiento y la falta de urbanidad que había presenciado, todo volvió a aparecer ante él. A medida que se acercaba a la entrada de la rectoría, la magnitud de lo que estaba a punto de hacer se apoderó de él. Puso una mano en la verja y se detuvo un momento. Hacía sólo unos días que se había dado cuenta, allí mismo, de que su corazón estaba decidido y se había confesado a sí mismo, por fin, que, sin ella, la sensación de plenitud siempre sería una ilusión inalcanzable. Miró hacia la puerta que estaba al final del sendero. Todo lo que deseaba, todo lo que más deseaba se encontraba ante él.

– La señorita Elizabeth Bennet -le dijo a la criada de ojos sorprendidos que abrió la puerta. La muchacha lo dejó pasar al vestíbulo rápidamente y, sin ninguna ceremonia, le hizo una torpe reverencia y balbuceó algo acerca del salón del piso de arriba. Tras enterarse de que allí era donde se encontraba Elizabeth, Darcy asintió y se apartó para dejarla pasar. El ruido de sus pasos sobre las escaleras resonó como un trueno en sus oídos, al igual que el día que la había sorprendido estando sola. Esta vez, desde luego, él sabía que ella estaba sola, pero el silencio de la casa lo impresionó como cuando uno contiene el aliento en espera de la llegada de una noticia largamente acariciada. El ruido de platos, de una puerta al cerrarse, cualquier sonido doméstico habría sido una agradable distracción para olvidarse de las palpitaciones de su corazón y de las insistentes dudas que le taladraban la mente. Llegó hasta la puerta del salón y se detuvo un momento para quitarse los guantes y hacer un intento inútil por serenarse, mientras la criada llamaba y lo anunciaba. Luego, con el sombrero debajo del brazo y el corazón latiéndole aceleradamente en el pecho, entró en la estancia.