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¿Así que le parecía que él era arrogante y vanidoso? ¿Qué sabía ella de la alta sociedad? ¡Casi nada! No podía tener la menor idea de cómo era su vida o qué cosas le exigían su posición, su familia y sus relaciones. ¡Los círculos sociales provincianos y el modesto entorno del que ella procedía no podían compararse ni remotamente con el ambiente en el que él había nacido! Volvió a llevarse el vaso a los labios, se limpió la boca con el dorso de la mano y dejó el vaso sobre la mesa de un golpe. ¿Y cómo había sido el comportamiento de Elizabeth hacia él? Ella había bromeado y debatido con él, había aceptado sus atenciones, había alentado de diferentes formas la idea de que estaba a la espera de su declaración, ¡sólo para arrojarle a la cara sus sinceros sentimientos y todas las cosas que él le había ofrecido! Darcy ardía de rabia por la humillación que había sufrido. Se recostó contra la pared, con la cara encendida por la ira. ¡Un Darcy de Pemberley, despreciado como un maldito vagabundo, cuando él estaba dispuesto a confiarle todo lo que era! ¿Quién era ella para tratarlo así, para despreciarlo de esa manera? ¿Con qué derecho lo acusaba de toda una serie de horribles ofensas? La respuesta no tardó en llegar.

Su modo de ser quedó revelado por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses.

– ¡Wickham! -El odiado nombre resonó en su interior, hasta estallar finalmente en un rugido de rabia que hizo que los desordenados pensamientos de Darcy se concentraran en uno solo y su puño golpeara la pared. ¡Wickham! ¿Quién, que conozca las penas que ha pasado…? El caballero pareció atrapar esa idea entre su puño, al tiempo que comenzaba a pasearse otra vez. ¡Quién, que conozca! Fuesen cuales fuesen las «penas» que Wickham había inventado para los oídos de Elizabeth, y de las cuales había culpado luego a Darcy, le habían hecho un daño irreparable a su nombre. Su reputación había sido difamada groseramente y ¿para qué? ¿Para que Wickham pudiera congraciarse con los habitantes de un pueblo remoto y ganarse unas cuantas rondas de cerveza? ¿Qué demonio lo había impulsado a desplegar sus mentiras ante Elizabeth?

– ¿Señor Darcy?

Darcy se dio media vuelta al percibir la desagradable intrusión y le lanzó a su ayuda de cámara una mirada de odio.

– ¡Fletcher! ¿Qué hace usted aquí? -preguntó con brusquedad-. No le he llamado.

Su ayuda de cámara lo miró, y la expresión de sorpresa pareció ocultarse bajo la preocupación que cubrió su rostro.

– Perdón, señor, pensé que… es decir, acabo de oír que usted había regresado y…

– ¡Ahórreme sus reflexiones, por favor! -exclamó Darcy, pronunciando cada palabra con rabia-. Esta noche no le necesito. ¡Déjeme solo!

Fletcher se puso pálido.

– S-sí, señor -farfulló, haciendo una inclinación y deslizándose rápidamente hacia el vestidor, pero Darcy ya había dado media vuelta, pues su mente estaba otra vez fija en el único cargo de aquella terrible debacle del que sabía que era totalmente inocente.

¡Esto no puede quedar así!, declaró su honor con fervor. Si había algo acerca de ese día de lo que estaba seguro, era que debía descubrir las mentiras de George Wickham que ponían en tela de juicio su honorabilidad y reivindicar su nombre. El orgullo le impediría responder a todos los cargos de Elizabeth, pero en nombre de la justicia, debía aclarar aquellos basados en las falsedades y las insinuaciones de Wickham para dejarlos al descubierto como la calumnia que eran.

Pero ¿cómo podría hacer eso? Estiró el brazo, aferrando el vaso de brandy al pasar. Era poco probable que pudiera tener una entrevista privada después de lo que había pasado entre ellos, y la idea tampoco le atraía. Mientras bebía el brandy, su mirada recorrió la habitación, hasta que, finalmente, se detuvo sobre el escritorio y el papel que descansaba sobre él. ¡Una carta! ¿Pero acaso la cortesía no exigía que él se la pusiera en las manos personalmente y en privado? Darcy abrazó una de las columnas de la cama, mientras su corazón parecía volver a la vida. Una carta de descargo, entregada personalmente…

Soltó la columna, se dirigió al escritorio y se dejó caer sobre la silla, al tiempo que sacaba una hoja grande. Abrió el tintero, rebuscó entre las plumas y lápices hasta encontrar una que le gustara y la mojó en la tinta. Escribió el nombre de Elizabeth en la parte superior de la hoja, con una letra cuidada, y luego se detuvo y se recostó contra el respaldo de la silla. Hacía sólo unas horas le habría parecido impensable lo que estaba a punto de hacer. En realidad, nunca había pensado en plasmar sobre el papel ninguna de sus experiencias con Wickham, pero ahora se proponía hacerlo y, más aún, ¡se proponía hacerlo ante los ojos de una mujer que no tenía ninguna relación con su familia ni interés en sus preocupaciones!

Dejó la pluma sobre el papel. La magnitud de lo que pensaba hacer se enfrentaba a la indignación de su alma. Su honor requería -no, exigía- que él le demostrara su inocencia a Elizabeth, pero para hacerlo tendría que confiarle la reputación de la persona más próxima a su corazón después de ella. ¡Georgiana! Su corazón se contrajo de dolor al pensar en el peligro en que estaría poniendo a su hermana. Una simple enumeración de las conductas habituales de Wickham no sería suficiente para sus propósitos, y tampoco un relato vago acerca de cómo había sido atrapado con una jovencita anónima. Una historia semejante sólo sería considerada producto de simples rumores. No, tendría que contarle la verdad completa y dolorosa e implicar a su primo como testigo para corroborarla. Ella, que lo había juzgado tan mal y tan severamente, se enteraría por su propia mano de algo tan grave que él se había empeñado en ocultar a todo el mundo.

Cerró los ojos para olvidarse de todo y consultar únicamente a su corazón. Hacía unas horas estaba dispuesto a entregarle a Elizabeth todo: su alma, su casa, su gente, su honor… Y ahora, a pesar de todo, ¿seguía confiando en ella? Se inclinó hacia delante, recorriendo con su mirada el nombre de Elizabeth escrito en la parte superior de la hoja. Luego respiró profunda y decididamente, empuñó otra vez la pluma y volvió a mojarla en el tintero.

Con la mirada embotada, Darcy observó fijamente cómo goteaba sobre el fino papel de su tía la barra de lacre rojo brillante y pensó que esas manchas rojas bien podrían ser gotas de su sangre sobre la página inmaculada… El último hombre en la tierra con el que podría casarme. Las palabras resonaron con inclemente claridad en su mente y luego se clavaron en su corazón como una daga. Sacó su sello personal y estampó el escudo de la familia Darcy sobre la cera blanda. ¡Listo! La carta que le había costado una noche de agonía estaba preparada para llegar a las manos de la mujer que lo había rechazado con tanta determinación.

Echó hacia atrás la silla del escritorio con un gruñido y miró por la ventana, hacia el incipiente amanecer, mientras se frotaba los ojos cansados y enrojecidos. Agotado, tomó la carta y leyó el nombre que había escrito con tanto cuidado. Señorita Elizabeth Bennet. No pasó mucho tiempo antes de que el dolor volviera a invadirlo. ¿Cómo podía haber pensado que estas emociones, que habían surgido en contra de su voluntad, estaban bajo control? ¿Acaso él mismo no había reconocido que no era así y no se lo había reconocido también a Elizabeth hacía sólo unas pocas horas, cuando le había propuesto matrimonio? Tenía la esperanza de que el hecho de escribir su defensa en contra de las amargas acusaciones de Elizabeth le devolviera el control, pero ahora sabía que aquel ejercicio era únicamente otra vana ilusión en una larga lista de decepciones. Levantándose rápidamente, como si quisiera protegerse de semejante ingenuidad, apagó con los dedos la vela moribunda que tenía sobre el escritorio y agradeció aquella ardiente sensación que lo recorrió de inmediato. Volvió a mirar la carta que reposaba en su mano y la forma en que había escrito el nombre de Elizabeth sobre el papel. ¡Sí, lo había hecho! Sólo le quedaba entregar aquella última excusa para acercarse a la mujer que había llegado a amar en contra de su voluntad y comenzar a dejar atrás el dolor y la humillación del día anterior.