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La mañana era muy clara, como correspondía a la pujante primavera, cuyo verdor todavía trataba de hacer desaparecer las huellas del invierno. Cuando Darcy se deslizó de nuevo por la salida de la servidumbre, se detuvo para respirar el aire fresco y limpio, mientras se ponía los guantes, pero el esfuerzo fue inútil. La finalidad de la carta, escrita con firme objetividad incluso desde el saludo, continuaba pesándole en la mano. Soltó el aire lentamente. Pronto terminaría todo, todo menos el frío vacío que ya comenzaba a reclamar el lugar que al principio había ocupado una cálida esperanza y, después, una ardiente indignación. Tragó saliva y comenzó a caminar, ansioso por escapar a los ojos de cualquier persona relacionada con Rosings.

Más por costumbre que por decisión, Darcy atravesó el parque y tomó el camino que cruzaba el bosque, mientras su agotada mente se negaba a concentrarse en cualquier cosa más difícil que mantener el cuerpo en movimiento. Pero cuando el ejercicio puso a latir la sangre en sus venas con más fuerza, adquirió más conciencia de lo que lo rodeaba. Por allí habían caminado juntos; allá la había cortejado. ¿Habría un lugar que hubiese sido testigo de una decepción más completa? Cada árbol se erguía como testimonio de su humillación, pensó Darcy. ¿Habría sido Elizabeth tan buena actriz, o acaso él había estado tan ciego? ¿Cómo era posible que él, a quien no había logrado atrapar ni el diamante más precioso de los salones más exclusivos, hubiese quedado subyugado de esa manera por una muchacha campesina sin linaje, sólo para ser despreciado e insultado y tener que soportar que le echaran en cara sus justificados escrúpulos? Darcy sintió que el nudo de la corbata le apretaba y una oleada de sangre caliente subía a su rostro. ¡Por Dios! ¿Qué era lo que se había apoderado de él? El deseo, dijo su mente de manera mordaz. El deseo lo había puesto en ridículo y la soledad, la nostalgia por tener compañía íntima y femenina, habían atizado el fuego hasta convertirlo en un incendio que había convertido su orgullo en cenizas. Su orgullo. ¿Las dificultades inherentes a la entrevista que le esperaba atizarían nuevamente las cenizas? Pensó en el momento inevitable hacia el cual avanzaba. ¿Lo recibiría Elizabeth, o saldría huyendo de esa intromisión en su privacidad? Si accedía a hablar con él, ¿aceptaría la carta y, después de aceptarla, la leería? El caballero levantó la misiva y miró el nombre de Elizabeth escrito de su puño y letra. La noche anterior le había parecido muy importante y necesario escribir una defensa cuidadosa. Pero la luz de la mañana amenazaba ahora con convertir el arduo trabajo de toda una noche en un ejercicio tan vano como las esperanzas que había albergado el día anterior. Sacudió la cabeza y apresuró el paso. No había nada más que hacer que continuar lo que había empezado y esperar que la providencia, la curiosidad femenina, persuadieran a Elizabeth de leer su carta. Lo único que estaba en sus manos era lograr cruzar un saludo cortés con ella y retirarse después dignamente. Darcy esperó poder ser capaz al menos de eso.

Ya casi estaba llegando a Hunsford, cuando se detuvo para calibrar su situación. Elizabeth todavía no había dado señales de vida y él no tenía deseos de subir los escalones hasta la puerta de la casa parroquial para buscarla. Se puso el bastón de caña debajo del brazo, mientras sacaba el reloj y abría la tapa. Todavía era temprano. Seguramente ella todavía no había salido a dar su paseo diario, lo que significaba que todavía tenía un rato para pasearse de un lado a otro en medio de la incertidumbre y el nerviosismo. Darcy se volvió a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco y se desvió hacia uno de los múltiples senderos que atravesaban los cultivos desde Hunsford. Caminó hasta que perdió de vista el camino principal y luego dio media vuelta y retrocedió lentamente. Hizo eso varias veces, eligiendo distintas rutas que convergían en su punto de observación.

Cuando las agotó todas, se detuvo y miró hacia la rectoría, pero el único movimiento que detectó fue el de una criada que parecía estar dando de comer a las gallinas. Luego, en lugar de regresar a la casa, la mujer puso la cesta en el suelo, se sacudió las manos y se puso un sombrero de paja que tenía atado cuello y le colgaba por la espalda. ¿Elizabeth? Darcy entrecerró los ojos para observar más atentamente, mientras la lejana figura anudaba bien las cintas del sombrero bajo la barbilla y, después de lanzar una mirada por encima del hombro hacia la casa parroquial, avanzaba hacia la verja de la entrada y se deslizaba rápidamente a través de la campiña. ¡Sí, Elizabeth! La circulación de la sangre caliente le produjo un cosquilleo, pero de pronto se quedó helado. Darcy retrocedió un paso entre los árboles. Todavía le afectaba verla, pues su corazón ya se había acostumbrado a impulsarlo hacia ella; pero luego esa otra voz volvió a entrometerse, afirmando categóricamente que ella no debía descubrirlo esperándola allí mansamente, como si estuviera montando guardia como cualquier idiota ilusionado.

El caballero se retiró todavía más, hasta que la perdió de vista por completo, y se recostó contra un árbol inmenso a esperarla. Ahora que su encuentro se aproximaba, era imprescindible que recuperara la compostura y se asegurara de salir de él con el crédito y la dignidad que le debía a su nombre. Un ruido de ramas ocasionado por la brisa atrajo momentáneamente su atención hacia el árbol bajo el cual se encontraba. Curiosamente, se trataba del mismo árbol que en uno de sus paseos había comprobado que estaba enfermo y del cual le había hablado al guardabosques de su tía. El hombre había venido enseguida, porque después de examinarlo con cuidado, Darcy vio marcas negras que indicaban que el árbol sería cortado. Con expresión desconcertada, miró hacia las ramas del árbol. El crujido que producían al rozarse unas contra otras parecía un eco perfecto de las emociones desconocidas que daban vueltas en su pecho. No, no son desconocidas, dijo su conciencia. Tal vez, replicó el corazón, pero ciertamente son inadmisibles.

La algarabía de unos pájaros que alzaban el vuelo lo puso alerta. Se enderezó y se arregló el abrigo y el chaleco. Luego, apretando la mandíbula con un gesto que el salón de baile de Meryton reconocería enseguida, avanzó hacia su encuentro. Pero aunque Darcy alcanzó a llegar hasta su antiguo punto de observación, Elizabeth no apareció por ninguna parte. ¿Dónde demonios…? Contrariado al pensar en por qué no había esperado para asegurarse de la dirección que tomaría la muchacha y que ella tal vez hubiese elegido una ruta distinta de la acostumbrada, avanzó hasta el principio de cada sendero con la esperanza de llegar a ver un rayo de color. ¡Nada! Se detuvo en medio del último sendero con la mandíbula apretada de frustración, mientras reflexionaba sobre su situación. ¿Adónde había ido? Casi había decidido regresar a Rosings, cuando ella apareció. Era evidente que había evitado totalmente el parque y había preferido tomar un camino más largo que lo rodeaba. Darcy notó rápidamente que Elizabeth estaba a punto de llegar a uno de los cruces y salió de entre los árboles, decidido a interceptarla.

Se dio cuenta del momento en que ella lo vio, porque a pesar de que todavía estaban bastante lejos, casi pudo sentir la manera en que la joven se estremeció al reconocerlo y la forma de palpitarle el corazón cuando ella intentó dar media vuelta para tratar de evitarlo.

– ¡Señorita Bennet! -Darcy apretó el paso y el nombre de Elizabeth salió de su boca aun antes de decidir cómo iba a proceder. Ella se detuvo y, tras un momento de vacilación, se volvió hacia él para esperarlo. La sensación de alivio que Darcy experimentó al ver que ella se detenía no duró mucho, porque a medida que se iba aproximando, se sintió abrumado por la facilidad con que la figura de Elizabeth, incluso ahora, seguía despertando en él cálidos recuerdos y deseos. Luego se fijó en el pálido rostro y la mirada distante de la muchacha. La realidad de su situación se confirmó de inmediato. Darcy apretó más la mandíbula, avanzando con la carta en la mano.