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– ¡Ja! -exclamó Brougham al notar la traición de su protegido-. Ya veo que me estás poniendo en mi lugar: ahora desprecias airosamente mi compañía, como si fuera una institutriz cuyos estudiantes son llamados a presentarse ante su padre. ¡Debería darte vergüenza! -Esta última exclamación de Brougham fue respondida con un resoplido de desprecio y su acusación de «¡Ingrato!» provocó un bostezo, mientras el animal se acercaba más a las piernas de Darcy.

– ¿ lo trajiste desde Pemberley? -repitió secamente Darcy, interrumpiendo el intercambio de insultos-. ¿Por qué demonios decidiste hacer semejante cosa?

– Me pareció lo más apropiado. -La mirada de Brougham se apartó de Trafalgar para concentrarse en Darcy-. Supe por tu carta a la señorita Darcy que regresarías el sábado y supuse que querrías tener un reencuentro privado. Como me vi obligado a suspender una excursión a Escocia que había planeado antes de que aplazaras tu regreso de Kent -continuó Brougham, lanzándole a Darcy una curiosa mirada que éste se propuso ignorar-, decidí partir justo antes de que volvieras y le pregunté a tu hermana si había algo que pudiera hacer por cualquiera de vosotros durante mi corta estancia. La señorita Darcy mencionó que seguramente te gustaría que te enviaran a tu sabueso tan pronto como regresaras. Así que, con su ayuda, obtuve la autorización de Hinchcliffe y la promesa de guardar silencio sobre mi sorpresa. Luego me detuve en Derbyshire, de regreso de Escocia, para recoger al inquieto Trafalgar. -Brougham se recostó en el sillón-. Los dos disfrutamos de un viaje muy instructivo. Supongo que sabes que «monstruo» es un nombre bastante apropiado, Darcy. Debido al execrable comportamiento de tu indisciplinado animal, mi reputación en la posada Hart and Swan de la carretera del norte ha sufrido un grave deterioro.

Darcy se mordió el labio, mientras su mano ardía en deseos de darle una caricia de aprobación a la impenitente cabeza de Trafalgar; pero tenía algo más urgente que agradecer y una advertencia que hacer.

– Debo agradecerte la dedicación con que has cuidado a mi hermana. Parece que has cumplido mi encargo con asombrosa diligencia, porque, desde mi regreso, Georgiana no ha hablado más que de ti.

– Ah -respondió Brougham-, ya veo. -Con los codos apoyados sobre los brazos del sillón, entrelazó los dedos debajo de la barbilla y miró a Darcy fijamente-. ¿Tienes alguna objeción con respecto a mis atenciones hacia la señorita Darcy? Pensé que veías con buenos ojos todo lo que yo pudiera hacer por ella para acceder a la vida social.

– Sería un tonto si no lo hiciera -repuso Darcy con tono sereno-, pero ella es muy joven, Dy, y tú haces el papel de galán extremadamente bien.

El rostro de Brougham se ensombreció de repente.

– ¿Me estás acusando de burlarme de la gentileza de la señorita Darcy?

– No, no te estoy acusando. -Darcy le lanzó a su amigo una mirada penetrante-. Sólo estoy señalando que ella es muy joven y recordándote la facilidad con que una jovencita puede llegar a creer que está enamorada. -Al oír eso, Brougham se levantó del sillón y, visiblemente agitado, se dirigió hasta el otro extremo del salón. Darcy lo miró con asombro. Dy se quedó quieto durante un instante, dándole la espalda a su amigo; luego se dio la vuelta, con el rostro relajado y la expresión de despreocupación que Darcy veía cada vez que estaban con más gente.

– ¡Desde luego, Darcy, es muy apropiado y correcto que me hagas esa advertencia! He tomado nota y me comprometo a que la señorita Darcy nunca tenga razones para creer semejante cosa. Te aseguro que ella está a salvo conmigo y de mí; y aquí tienes mi mano como muestra de la seriedad de esta promesa. -Dy tendió su mano, que Darcy estrechó con alivio, después de ponerse en pie-. Pero creo que es mi deber advertirte también algo a ti, viejo amigo -agregó Brougham.

– ¿Sí? -preguntó Darcy con cautela.

– La señorita Darcy posee muchas virtudes admirables. Es muy consciente de tu preocupación y generosidad; pero ella ya no es una niña, amigo mío. Ten cuidado de no tratarla como tal, o de subestimar su inteligencia, porque ella tiene una fuerza interior que todavía no has descubierto.

– ¿Ah sí? -replicó Darcy con arrogancia-. ¿Así que ahora resulta que puedes jactarte de enseñarme cómo tratar a mi hermana y a mi perro? -Ante la mención de la palabra «perro» y el gesto que hizo su amo hacia él, Trafalgar también se levantó y, colocándose junto a Darcy, miró a su invitado con la misma actitud altiva.

– ¡Ni lo sueñes, viejo amigo! -Dy se rió-. ¡Eso no tendría ningún sentido! -El reloj del estudio dio la hora y los tres se giraron a mirarlo-. Hoy vais a ver el retrato de la señorita Darcy terminado, ¿verdad? -preguntó, cuando se desvaneció el eco del reloj-. Me sentiría honrado si me permitieras acompañaros, porque confieso que me gustaría mucho verlo.

¡Por fin estaba solo! Apoyado contra la puerta que conducía al vestidor, Darcy oyó a Fletcher ultimando los preparativos para la mañana siguiente y cómo se marchaba finalmente a descansar. Cuando oyó cerrarse la puerta de servicio, bajó la guardia que había jurado mantener, con la sensación de alivio de un hombre al que lo liberan del deber de contener el viento. El entusiasmo por aquella súbita liberación fluyó a través de su cuerpo y, durante un breve instante, la tensión del pecho pareció disminuir. Por un momento pudo respirar profundamente y creer que era una noche como cualquier otra. Luego los recuerdos de Elizabeth volvieron a su mente de la misma forma que acudían cada noche desde su regreso de Kent, tan pronto como se quedaba solo; y la virulenta mezcla de rabia y angustia que invadía su corazón y que lograba reprimir durante el día, pudo verse claramente dibujada en cada uno de sus rasgos.

Envolviéndose en su bata, avanzó hacia la chimenea y tomó asiento en el sillón más próximo al fuego. Era un abril bastante frío y todavía era necesario encender el fuego por las noches, así que estiró los pies enfundados en sus zapatillas para disfrutar del calor. Dios sabía que él no tenía ni una gota de calor en el cuerpo. No, según la señorita Elizabeth Bennet, era un villano frío y sin sentimientos, que gozaba haciendo daño a hombres virtuosos y destruyendo las esperanzas de doncellas, allí donde se posara su desdeñosa mirada. Miró al sillón que estaba al otro lado de la alfombra que adornaba el suelo frente a la chimenea y supo que, si cerraba los ojos, podría verla a ella allí, sonriendo. Sonriendo con una actitud de reproche, pensó y sacudió lentamente la cabeza.

– No, señorita Bennet, no la quiero a mi lado para que haga una lista de mis múltiples defectos.

La mirada de Darcy se deslizó hacia la botella de brandy que había junto a él. No, el calor que encontraría allí era tentador, y la inconsciencia que le produciría, todavía más; ¡pero preferiría morirse antes que permitir que Elizabeth lo llevara a beber y a convertir su vida en un melodrama! ¡Su vida! Su vida había ido perfectamente hasta que a Charles Bingley se le había ocurrido la idea de alquilar una casa en el campo y luego había convencido a Darcy para que supervisara su transformación en un miembro de la clase terrateniente. ¿Por qué había tenido que aceptar? ¿Por compasión? ¿Por aburrimiento? Si no hubiese sucumbido a las peticiones de Bingley, no habría llegado a poner un pie en Hertfordshire el otoño anterior. Y así no habría conocido… a Elizabeth. Aquella idea le produjo un agudo dolor en el pecho. Porque, incluso ahora, ¿podría afirmar que nunca habría querido conocer a Elizabeth, la primera y, tal vez, la única mujer que era capaz de atraerlo en cuerpo y alma, que podía colocarse alegremente ante él para desafiarle y aun así despertar su admiración y su deseo?