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– Elizabeth -gruñó Darcy, colocando su cabeza entre las manos. En Kent ella había dado muestras aparentes de aceptar sus atenciones. Sus visitas a Rosings habían sido animadas y se había comportado amablemente con él. Sí, a veces lo había molestado, pero él sabía que ésa era su manera de ser. Había recibido con una carcajada escandalizada la observación de que, a veces, se complacía sosteniendo opiniones que, de hecho, no eran suyas, pero no lo había negado. Por la forma de enarcar las cejas, Darcy pensó que ella parecía haber encajado el «golpe». Sus paseos habían transcurrido casi formalmente. Poco se habían dicho, era cierto; pero lo que él pretendía era que ella leyera en sus acciones, y no le había dado razones para creer que estaba equivocado en sus progresos.

Se recostó contra el respaldo del sillón, se frotó los ojos y se pasó una mano por el pelo, mientras luchaba mentalmente por armar todas las piezas del rompecabezas que era Elizabeth Bennet. Al menos ya no podría atacarlo con la historia de Wickham. La carta que él le había escrito debía haber descartado esos cargos. Aunque ella no pudiera soportarlo, al menos él podía encontrar un cierto consuelo en eso. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se quedó mirando fijamente el fuego. Si Elizabeth hubiese sabido la verdad acerca de Wickham, si hubiese interpretado bien su tácita disculpa por despreciarla durante su primer encuentro, ¿habría cambiado la opinión de que él sería el último hombre en el mundo con quien podría casarse? ¡Por Dios, esas palabras todavía lo herían como si fueran un cuchillo! Para ella, él era el último hombre; para él, ella parecía ser la única mujer. ¿Acaso el destino podría haber ideado una ironía más perfecta, o hacerlo sentir más ridículo?

Se levantó del sillón. Las brasas se estaban apagando, lo mismo que los carbones del brasero que estaba calentando la cama. Si no se acostaba pronto, no podría dormirse antes de que todo se congelara. Se quitó la bata, sacó el brasero de la cama y se deslizó entre las sábanas. ¿Habría marcado alguna diferencia el hecho de que Elizabeth supiera la verdad? Darcy cerró los ojos para no pensar en la pregunta, pero enseguida la vio esgrimiendo su otra acusación. No, no habría ninguna diferencia; porque ¿no había sido el culpable de «arruinar la felicidad» de una hermana muy querida? Darcy gruñó, se acostó de lado, agarró una almohada y hundió la cara en ella. ¡Basta… basta por esta noche! La única esperanza de alivio era dormir sin soñar, pero aparentemente lo único que la providencia juzgaba apropiado para él era una miserable noche llena de sobresaltos y pesadillas.

Cuando Fletcher entró a la mañana siguiente para correr las cortinas, Darcy sintió deseos de maldecirlo, por un lado, por despertarlo, y por otro, de darle las gracias por poner punto final a la perturbadora danza de fantasmas que lo había atormentado toda la noche. Decidió no hacer ninguna de las dos cosas porque no supo cuál elegir. En vez de eso, se incorporó con dificultad y puso los pies en el suelo, mientras el reflejo de la luz que entraba a raudales por la ventana le hería los ojos. ¿Cómo podía haber tanto sol? Estaba en Londres, ¿no? Entrecerró los ojos y miró el desorden que había causado en su cama la inquietud de la noche. Las criadas encargadas de arreglarla tendrían mucho que hacer, porque parecía como si Darcy se hubiese enfrentado a alguien en un combate a muerte. Al levantar la mirada, alcanzó a ver a Fletcher contemplando el cataclismo con la boca abierta.

– L-le ruego que me perdone, señor -tartamudeó, cuando se dio cuenta de que Darcy lo estaba mirando-. ¿Desea que lo afeite ahora, señor? -Enseguida desvió la mirada.

– Sí, supongo… -respondió Darcy con un suspiro, pero dejó la frase sin terminar al pensar en el día que le esperaba. El primer reto al que debía enfrentarse con su inestable estado de ánimo sería el desayuno con Georgiana. La cena de la noche anterior había resultado de nuevo excesivamente incómoda, pues sus preocupaciones habían interferido todo el tiempo. Georgiana se había sentado muy quieta y derecha y le había lanzado varias miradas llenas de preocupación, y él apenas había probado bocado. Francamente, no tenía ningún deseo de repetir esa escena-. Fletcher -llamó a su ayuda de cámara que estaba en el vestidor-, pida que suban una bandeja. Esta mañana desayunaré en mi habitación.

– Muy bien, señor -fue la respuesta formal de Fletcher, pero Darcy sabía que la curiosidad que debía de haber despertado esa orden en su ayuda de cámara se multiplicaría en la mente de cada miembro de la servidumbre y que la noticia sería recibida con tristeza por su hermana. Sin embargo, era mejor decepcionarla desde lejos que arriesgarse a lastimar sus sentimientos al estar cerca de ella.

Darcy fue hasta el vestidor arrastrando los pies y se instaló en la silla de afeitado, decidido a no hacer nada más que someterse a los cuidados de Fletcher durante los siguientes quince minutos. El ritual, siempre invariable, no requería ningún esfuerzo, sólo obedecer las instrucciones que su ayuda de cámara le susurraba en voz baja. El efecto calmante de las toallas calientes y aromatizadas sobre su recién afeitado rostro también sería muy apreciado. ¡Por Dios, se sentía horriblemente mal! Cerró los ojos, esperando el regreso de Fletcher. Inquieto, aletargado, desganado, se sentía como un espectro en su propia casa, deambulando de una habitación a otra, incapaz de encontrar alivio en ningún lado. No podía leer, no podía escribir, ni siquiera podía disfrutar de la música de su hermana, sin caer en inútiles reflexiones.

– Hastiado aun de aquello que me daba alegrías -murmuró Darcy en voz baja.

– ¿Perdón, señor Darcy? -dijo Fletcher. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado como para haber repetido la frase en voz alta, mientras su ayuda de cámara estaba oyendo?

– Shakespeare, Fletcher. Con seguridad lo ha oído mencionar -replicó Darcy con tono irónico, mientras levantaba la barbilla para que Fletcher le pasara la brocha de afeitar.

– Sí, señor. El soneto veintinueve, según creo -respondió Fletcher con voz suave y comenzó a aplicar la crema de afeitar sobre la cara y el cuello de su patrón. Darcy cerró los ojos nuevamente, deseando que la rutina de los movimientos absorbiera la atención de Fletcher y lo llevaran a él a un estado de despreocupado olvido.

– Entonces… -La palabra quedó suspendida en el aire, solitaria, sin nada que la apoyara. Darcy abrió un ojo y miró a su ayuda de cámara, que estaba buscando el afilador, con la navaja en la otra mano.

– ¿Entonces qué? -preguntó con curiosidad, mientras Fletcher comenzaba a afilar la navaja con movimientos rítmicos.

– Entonces… -repitió Fletcher con emoción-. El verso que sigue, señor. -Fletcher levantó la barbilla de Darcy un poco más, la giró y deslizó la navaja-. Entonces, seguido de la expresión más propicia se me ocurre felizmente. Cuando se leen las dos al tiempo, marcan una diferencia, señor. Un gran consuelo.

Sin poder hacer otra cosa que emitir un gruñido evasivo como respuesta a la enigmática observación de Fletcher, Darcy fijó la mirada en el techo. ¿Qué podía hacer aquel día con su vida? Con tono sombrío, el día anterior Hinchcliffe había llamado su atención hacia el montón de correspondencia que permanecía discretamente guardada en la carpeta sobre su escritorio. Darcy había tratado de revisarla varias veces en los días anteriores pero, a pesar de lo mucho que se había esforzado, no había podido concentrarse en su contenido, y tenía que confesar que tampoco le había importado mucho. Podría pasar por Boodle's; no había aparecido por allí desde antes de partir hacia… No, intentar aparentar que estaba interesado por lo que ocurría en su club estaba sencillamente más allá de sus fuerzas. Lo que realmente necesitaba era dar un frenético y enérgico paseo a caballo por un terreno lleno de obstáculos, para llevar su cuerpo y su mente hasta un estado de total agotamiento. ¡Habría que ver si en esas circunstancias el fantasma de la señorita Elizabeth Bennet se atrevía a acechar sus sueños! Pero no había ningún lugar así en Londres, y Nelson, un animal demasiado difícil de controlar para tenerlo en la ciudad, estaba disfrutando de su establo en Derbyshire. Tenía que descartar también aquella posibilidad. ¿No habría nada que pudiera hacer para deshacerse de este, este… ¿Qué? ¿Qué era exactamente lo que padecía?