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La sonrisa de Georgiana fue espléndida.

– Gracias, Fitzwilliam. -Su hermana hizo una reverencia y, después de lanzarle otra mirada de curiosidad a Fletcher, que había seguido con perplejidad toda la conversación, salió del vestidor y cerró la puerta tras ella. Durante un minuto, Darcy y Fletcher no se movieron ni hablaron, absortos en la contemplación de la puerta cerrada.

Finalmente, Darcy carraspeó.

– Bueno, parece que ya tenemos nuestras órdenes, Fletcher.

Cuando estuvo apropiadamente vestido, Darcy salió por la puerta del vestidor, con paso vacilante. Durante el tiempo que habían durado los preparativos de su ayuda de cámara, estuvo pensando exclusivamente en lo que lo esperaría al otro lado de la puerta. A pesar de lo interesante que resultaba la seguridad que mostraba ahora Georgiana, aquello no auguraba nada bueno en lo que concernía a su deseo de lamerse las heridas en privado. Su hermana le exigiría una explicación para el extraño comportamiento de los últimos días. Darcy se preguntaba cómo abordaría ella el asunto y cómo podría él evitarlo.

Georgiana se encontraba detrás de una de las dos sillas que habían acercado a la mesita auxiliar extensible, que ahora estaba totalmente abierta y repleta de bandejas cubiertas, de las que salían aromas deliciosos, que comenzaron a inundar todos los rincones de la habitación. Involuntariamente, Darcy no pudo evitar que su estómago protestara.

– ¡Ah, qué bien, parece que tienes hambre! -le dijo su hermana a modo de saludo. Luego les hizo señas a los criados para que destaparan las bandejas y, mientras Darcy la ayudaba a sentarse, los criados abandonaron la estancia.

Cuando se quedaron solos, Darcy tomó asiento frente a Georgiana y se acercó a la mesa, dirigiéndole una sonrisa llena de desconcierto. Todo aquello resultaba tan extraño que se sentía fuera de juego. Darcy miró la comida. Tenía ante él una tentadora selección de manjares de aromas absolutamente irresistibles. El nudo que tenía en el estómago pareció relajarse mientras cogía un plato. Georgiana sonrió abiertamente cuando vio que lo llenaba, pero no dijo nada sobre la repentina recuperación del apetito que parecía demostrar su hermano y simplemente se ocupó de su propia comida con discreta elegancia. Los músculos de la espalda de Darcy, tensos por la desconfianza, se fueron relajando poco a poco. Tal vez su hermana se sintiera lo suficientemente satisfecha al ver que había vuelto a comer y no quisiera más de él por el momento.

– ¿Fitzwilliam? -dijo Georgiana con tono interrogante, cuando él terminó de servirse su primera taza de café-. ¿Es necesario que hagamos una ceremonia formal para descubrir mi retrato?

Preparado para una pregunta sobre un tema muy distinto, el caballero miró a su hermana con sorpresa.

– ¿No quieres hacerlo?

– No, no quiero una ceremonia formal -respondió Georgiana de manera tímida-. No es que no me guste el retrato; es muy bonito. Es sólo que… -Georgiana dejó la frase sin terminar. Al ver que su hermana parecía estar buscando las palabras precisas, Darcy esperó y se llevó la taza a los labios. ¿Sería aquello un regreso a la timidez de antes? Se esperaba que toda jovencita a punto de hacer su debut en sociedad mandara hacer su retrato. La ceremonia para descubrirlo era el primer paso en ese proceso tan importante. Georgiana volvió a comenzar-: ¿Cómo te sentiste tú cuando hicieron tu retrato?

Su hermana se refería, claro, al cuadro que estaba colgado en la galería de Pemberley y que había sido pintado con motivo de su vigésimo primero cumpleaños. Darcy recordaba haberse sentido muy incómodo con el retrato e incluso ahora evitaba mirarlo cuando pasaba por allí. En cambio, prefería detenerse en los retratos de sus antepasados, en particular el de su padre, que había sido realizado cuando tenía la misma edad que Darcy, y el de sus dos progenitores, que había sido pintado cuando él contaba con diez años.

– Recuerdo que no me gustó nada la atención y toda la expectación que levantó y también recuerdo haber pensado que el hombre que aparecía en la pintura no podía ser yo de ninguna manera -admitió Darcy.

– ¡Sí! -Georgiana se inclinó hacia él-. ¿Cómo que no podías ser tú?

– Ah, supongo que me parecía alguien mayor, mejor persona. Ciertamente más sabia de lo que yo me sentía en ese momento. -O incluso ahora, pensó Darcy con amargura.

– Una imagen idealizada de ti y no de la persona que tú sabías que eras -dijo Georgiana, sonriendo-. Aunque yo siempre he pensado que ese retrato te refleja perfectamente.

Darcy aceptó el elogio de su hermana con una inclinación de cabeza.

– Sin duda, ésa es la perspectiva lógica de una hermana menor -repuso, sonriendo a su vez-. Pero ¿qué tiene que ver eso con tu retrato? Se espera que el día que se descubre sea una ocasión especial. Lawrence se sentiría ofendido si no lo hacemos, y con razón. Lo consideraría una crítica explícita a su talento. -A juzgar por la expresión de su hermana, se veía que eso la mortificaba-. No tenemos que hacer algo muy pomposo. Sólo la familia y amigos cercanos -explicó Darcy-. Es un retrato absolutamente perfecto, Georgiana.

Al oír la descripción de Darcy, Georgiana bajó los ojos; pero cuando los levantó, Darcy vio en ellos una serenidad que el mundo aún no había tocado.

– Sí, absolutamente «perfecto». -Se inclinó para acercarse más y agarró la mano de Darcy con sus delicados dedos-. ¡Pero no soy yo, Fitzwilliam! Yo no soy esa criatura «absolutamente perfecta» que aparece en el cuadro, y no tengo ningún deseo de participar en ese engaño, de pararme junto al retrato y pretender que todo lo que aparece allí reflejado es verdad.

– ¿Querrías que Lawrence agregara algunos defectos, tal vez una o dos verrugas? -se burló Darcy, pero en realidad se sentía inquieto y confundido por la reticencia de su hermana-. ¡Georgiana, no hay nada malo en tu retrato!

– No, sólo que no es totalmente honesto mostrar que no soy así. -Se recostó contra el respaldo de la silla, dejando escapar un suspiro-. Fitzwilliam, cuando viste por primera vez tu retrato, esa imagen idealizada de ti, ¿qué más sentiste? ¿Qué pensaste?

Darcy cerró los ojos brevemente para tratar de eludir la intensa mirada de su hermana y respiró profundamente, mientras apretaba la mandíbula. ¿Qué quería Georgiana de él? La verdad, fue la respuesta que Darcy oyó con claridad en su mente, sólo la verdad.

Darcy volvió a abrir los ojos y contestó:

– Le pedí a Dios que algún día pudiera llegar a ser el hombre que aparecía en el cuadro, una persona mejor, más sabia; que no fuera una decepción para mi posición, mi apellido… o para mí mismo -añadió, desviando la mirada. Pero Darcy se había decepcionado a sí mismo. En el castillo de Norwycke había visto las oscuras profundidades que alcanzaba su corazón, que no había sido capaz de eliminar. Siguió hablando, pero comenzó a sentirse cada vez menos seguro de sí mismo-: Que pudiera ser… en todos los aspectos… un caballero de verdad… -Se detuvo al sentir que se le atragantaba en la garganta la palabra que Elizabeth le había echado en cara durante su entrevista, y que lo había golpeado tanto.

Se levantó bruscamente del asiento y abandonó la mesa; pero no parecía haber ningún lugar adonde ir, ningún lugar donde pudiera escapar de lo que se había convertido en una aplastante verdad. Aunque fuera cierto que se portaba como un caballero en el resto de los aspectos de la vida, era evidente que había fallado ante los ojos de la persona que más deseaba que lo admirara. Y si había fallado de una manera tan estrepitosa en el pequeño mundo de Elizabeth, ¿podía decir que alguna vez se había conocido de verdad? Las provocaciones de Sylvanie adquirieron ahora un nuevo significado. ¿Sería posible que ella se hubiese dado cuenta de sus defectos y hubiese tratado de aprovecharlos? Con esa revelación surgió la sospecha de que los otros calificativos de Elizabeth también pudieran ser ciertos: arrogante, vanidoso, con egoísta desdén hacia los sentimientos ajenos. Todos parecían describir el carácter de una especie de monstruo, cuya existencia él había atribuido a la rabia de Elizabeth, y por eso los había desechado rápidamente como si no tuvieran ninguna relación con él. Sin embargo, ¿no llevaba varios días dándoles vueltas a esos mismos calificativos, resentido por la desconsideración con que Elizabeth se los había aplicado? ¿Por qué las palabras de aquella joven no le habían provocado un odio furibundo hacia ella? Porque, a pesar de toda la ira y el resentimiento que sentía, le dolía haberla perdido. Se dirigió hasta la ventana, extendió los brazos y se agarró del marco, mientras miraba la luz del sol que entraba por el cristal. ¿Odiar a Elizabeth? ¿Cómo podría llegar a hacerlo? ¿Cómo podría odiar a la mujer que amaba, por exigirle que fuera el hombre que él mismo siempre había deseado ser?