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Se centró en el escaparate y se quedó boquiabierto. ¿Aquel maniquí increíblemente real llevaba unas bragas de encaje? ¿En el conservador pueblo de Yorkshire Falls? No daba crédito a sus ojos. Sintió una clara punzada de excitación cuando se dio cuenta de que el maniquí de pelo negro se parecía mucho a Charlotte. De repente pensó que debía de parecer un viejo verde babeando ante la lencería femenina y retrocedió. Cielos, esperaba que nadie le hubiera visto o se moriría de vergüenza.

Román dio otro paso atrás y chocó contra algo duro. Al volverse se encontró con Rick, que le sonreía con los brazos cruzados.

– ¿Has visto algo que te guste?

– Eres la monda -farfulló Roman.

– Me he imaginado que estabas recordando tus años mozos.

Roman entendió claramente a qué se refería Rick. Su hermano mediano no olvidaba las travesuras de Roman en el instituto, cuando su idea de diversión había sido, por ejemplo, hacer una redada de bragas en casa de una amiga donde varias chicas se habían quedado a dormir. No sólo había sido idea de él, sino que se había sentido tan orgulloso que colgó un par de ellas en el retrovisor durante unas veinticuatro horas. Hasta que su madre las encontró, le echó un sermón y le impuso un duro castigo que nunca olvidaría.

Raina Chandler tenía una forma especial de curar los hábitos más incorregibles de sus hijos. Tras un verano lavándose él mismo los calzoncillos y tendiéndolos al sol delante de la casa, Roman nunca volvería a someter a nadie a la misma humillación.

Con un poco de suerte, haría tiempo que el resto del pueblo lo habría olvidado.

– No puedo creer que una tienda como ésta tenga éxito aquí -dijo, cambiando de tema.

– Pues lo tiene. Las jóvenes y las viejas, las delgadas y las más… llenitas, todas compran aquí. Sobre todo las más jóvenes. Mamá hace campaña para que las mujeres mayores también lo hagan y es una de las clientas más fieles.

– ¿Mamá lleva ese tipo de bragas?

Los dos hermanos negaron con la cabeza a la vez, porque ninguno de ellos quería que su imaginación fuera por ese camino.

– ¿Cómo está mamá?

– Es difícil de saber. Cuando he llamado me ha parecido que jadeaba, como si hubiera llegado al teléfono corriendo, lo cual es imposible. Así que voy para allá para comprobarlo con mis propios ojos.

Roman suspiró con fuerza.

– Llevo el móvil. Llámame si me necesitas.

Rick asintió.

– Descuida. -Acto seguido, caminó hasta la esquina, giró a la derecha, dio la vuelta al edificio y regresó casi en seguida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Roman al darse cuenta de que se trataba de una ronda de reconocimiento. Su hermano estaba inspeccionando la zona y Roman quería saber el motivo.

Rick se encogió de hombros.

– Esta semana ha habido un par de robos en Yorkshire Falls. El instinto de reportero de Roman se despertó.

– ¿Qué han robado?

Roman se dio cuenta de que su hermano esbozaba una sonrisa maliciosa.

– De no ser porque no puedo situarte en la escena del robo, serías mi único sospechoso.

– ¿Bragas? -Roman desvió la mirada de su hermano hacia la exhibición del escaparate y miró de nuevo a su hermano-. ¿Insinúas que algún idiota entró en una casa y robó ropa interior femenina?

Rick asintió.

– Os lo habría contado a ti y a Chase durante la cena pero Norman's estaba demasiado lleno como para hablar en privado. Parece ser que la buena gente de Yorkshire Falls se enfrenta a una ola delictiva.

Rick le contó a Roman todos los detalles de los robos. Resultaba que todas las bragas robadas se habían comprado en la tienda delante de cuyo escaparate se encontraban entonces.

Roman volvió a mirar el escaparate. Las bragas en cuestión parecían una provocación. ¿De quién era la tienda? La Charlotte que había conocido quizá no habría tenido la osadía de abrir esa tienda, pero la que acababa de ver vestida con colores vivos y la que le había planteado ese reto… era una mujer totalmente distinta.

– ¿Vas a decirme de quién es esta tienda? -le preguntó a Rick.

Los ojos de su hermano centellearon y Roman aguzó su instinto, confirmando lo que ya sospechaba. Al ver que Rick guardaba silencio con una expresión de complicidad, Roman hizo lo obvio: dio un paso atrás y alzó la mirada hacia el toldo.

Un saliente color borgoña con unas letras rosa fuerte y letras de trazo grueso informaba: EL DESVÁN DE CHARLOTTE: TESOROS ESCONDIDOS PARA EL CUERPO, EL CORAZÓN Y EL ALMA.

– Joder. -Al parecer se había precipitado al descartar la posibilidad. Charlotte, la Charlotte «de Roman» era en efecto la dueña de aquella tienda sensual y erótica.

No cabía duda de que era una mujer sensual y erótica, tal como le había demostrado en el pasillo de Norman's. Y él también se había demostrado algo a sí mismo. Que era un hombre con un apetito carnal saludable y hacía demasiado tiempo que no lo había saciado.

– ¿No tienes nada más que hacer? -preguntó Rick.

Roman hizo caso omiso de la risa de su hermano, le dio una palmada en la espalda y se encaminó al ayuntamiento.

Al cabo de veinte minutos, Roman se sentía embargado por el aburrimiento más absoluto. Había que ver lo que era capaz de hacer por la familia, pensó, al tiempo que bostezaba mientras esperaba que terminara la parte correspondiente al repaso arquitectónico de la jornada. Aunque apenas era capaz de concentrarse, iba tomando notas. Ahora esperaba, con el boli suspendido sobre la libreta.

– Siguiente. Recurso por desacuerdo con la instalación de una puerta para perros en la entrada principal del 311 de Sullivan Street, en el complejo de Sullivan. Los vecinos se quejan de que dicha puerta destruirá la uniformidad y belleza del complejo…

– Mi sabueso Mick tiene derecho a acceder libremente a la casa. -George Carlton, el peticionario, se puso en pie, pero su mujer, Rose, le dio un tirón para que volviera a sentarse.

– Cállate, George. No es nuestro turno de palabra.

– Continúe -le dio permiso un hombre de la junta.

– Estamos envejeciendo, igual que Mick. Tener que entrar y salir cada vez que tiene que hacer sus necesidades nos está agotando. -La mujer permanecía sentada y juntó las manos sobre la falda.

La gente se moría de hambre en Etiopía y se mataba en Oriente Próximo, pero ahí, en Yorkshire Falls, las preocupaciones caninas estaban a la orden del día. Roman recordó que había empezado a ansiar marcharse del pueblo durante su aprendizaje con Chase, y que esas ansias habían ido aumentando con cada reunión a la que asistía que degeneraba en discusiones banales entre vecinos a los que les sobraba el tiempo.

Por aquel entonces, la imaginación de Roman seguía dos rumbos de pensamiento: por un lado, los lugares extranjeros con historias intrigantes y de evolución rápida que visitaría, y por otro, Charlotte Bronson, su enamorada. Ahora que había estado en la mayoría de los lugares con los que había soñado, sólo tenía una cosa en mente. Volvió a pensar en Charlotte y en la atracción que sentían el uno por el otro.

Había intentado acorralarla, hacerle reconocer que había querido evitarlo y averiguar por qué le había dejado en el instituto. Tenía un presentimiento, pero quería oírlo de su boca. No había planeado seducirla y que los dos se excitasen. No hasta que la había mirado fijamente a los ojos y había visto la misma conexión emocional crepitando en lo más profundo de su ser.

No había cambiado nada. Ella se alegraba de verle, por mucho que se resistiera a reconocerlo. Además, estaba el brillo color coral recién aplicado a sus labios carnosos, a los que ningún hombre fogoso sería capaz de resistirse. Había inhalado su fragancia y rozado su suave y perfumada piel. Había estado lo suficientemente cerca como para provocarla sin satisfacer su deseo.

Roman gruñó interiormente porque, aunque el cuerpo de ella había gritado «tómame», que es lo que él había querido, su mente se había revelado. Y ahora sabía por qué. Por fin le había dado un motivo para rechazarlo que él alcanzaba a comprender. El que había sospechado desde un buen principio. «Tendremos esa cita, lo que tú digas. El día que decidas quedarte en el pueblo.»