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Su estómago gruñó mientras tomaba asiento en su silla preferida de la infancia. Extrajo el último ejemplar del Gazette, examinó la nueva y mejorada maquetación y se sintió henchido de orgullo.

Chase había logrado que el periódico creciera al mismo tiempo que la población del pueblo iba aumentando.

Le sobresaltó el sonido de alguien que bajaba la escalera corriendo y, al volverse, vio que su madre se detenía de golpe al entrar en la cocina.

– ¡Roman!

– ¿Esperabas a otra persona?

Ella negó con la cabeza.

– Es que… pensaba que ya habías salido de casa.

– ¿Y has decidido correr el maratón en mi ausencia?

– ¿No se suponía que ibas a desayunar con tus hermanos?

Entrecerró los ojos para mirarla.

– Esta mañana no podía levantarme de la cama, y no cambies de tema. ¿Has bajado corriendo la escalera? Porque se supone que tienes que hacer reposo, ¿recuerdas? -Pero ¿no había dicho Rick la noche anterior que le había parecido que jadeaba?

– ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? -Se llevó una mano temblorosa al pecho y entró lentamente en la cocina hasta situarse junto a él-. ¿Y qué tal tú? ¿Te encuentras bien?

Aparte de desconcertado por la conversación, estaba bien.

– ¿Por qué no iba a encontrarme bien? Porque seguro que todavía tienes los oídos tapados por el viaje en avión si resulta que te parece haber oído algo tan absurdo como que yo corría, nada más y nada menos. ¿Quieres que te concierte una visita con el doctor Fallon?-preguntó.

Negó con la cabeza con la fuerza suficiente para destaparse los oídos en caso de que los tuviera tapados y miró a su madre de hito en hito.

– Estoy bien, quien me preocupa eres tú.

– No hay por qué. -Se sentó lentamente en la silla de al lado y observó el cuenco de cereales con el cejo fruncido-. Bueno, ya veo que ciertas cosas no han cambiado. Todavía no sé por qué guardo esa basura a mano. Se te van a…

– Pudrir los dientes, ya lo sé. -Se lo había dicho un montón de veces de niño. Pero le quería lo suficiente como para permitirle esos caprichos-. ¿Eres consciente de que todavía no he perdido ni un diente?

– Todavía, tú lo has dicho. Un hombre soltero necesita todos los dientes, Roman. A ninguna mujer le gustaría despertarse de madrugada y descubrir que tienes la dentadura postiza en remojo en la mesita de noche.

Roman puso los ojos en blanco.

– Menos mal que soy un hombre respetuoso y no dejo que las mujeres se queden a pasar la noche. -Que su madre cavilara sobre eso, pensó Roman con ironía.

– El respeto no tiene nada que ver con eso -masculló ella.

Como de costumbre, su madre tenía razón. Las mujeres no se quedaban a pasar la noche porque él no se implicaba con ninguna, y así había sido desde hacía mucho; aparte, las mujeres que se quedan a pasar la noche dan por supuesto que pueden hacerlo otra vez. Y otra más. Y antes de que los hombres se den cuenta, están inmersos en una relación, lo cual Roman pensaba que no sería algo malo si fuera capaz de encontrar a una mujer que le interesara durante más de un par de semanas. Chase y Rick pensaban lo mismo. A esas alturas, Roman se imaginó que los hermanos Chandler llevaban la frase NO PASAR grabada en el corazón. Cualquier mujer inteligente leía la letra pequeña antes de comprometerse a nada.

– Te pasas de lista, mamá.

Cuando Roman se levantó, se dio cuenta de que Raina iba vestida de punta en blanco. Llevaba unos pantalones holgados azul marino, una blusa blanca con lazo y la insignia con tres bates de béisbol con un diamante en cada uno prendida en el centro -regalo de su padre después del nacimiento de Chase y ampliada con cada hijo que había tenido-. Dejando de lado que estaba ligeramente pálida, tenía un aspecto estupendo. Lo normal en su madre, pensó orgulloso.

– ¿Vas a algún sitio? -preguntó.

Raina asintió.

– Al hospital, a leerles a los niños.

Él abrió la boca para hablar pero Raina se lo impidió.

– Y antes de que me lo discutas, como han intentado hacer Chase y Rick, déjame decirte una cosa. Llevo en cama desde el viernes pasado, cuando tus hermanos me trajeron a casa. Hace un día precioso. La doctora me dijo que el aire fresco me iría bien siempre y cuando me tomara las cosas con calma.

– Ma…

– No he terminado.

Ella le hizo un gesto y él volvió a sentarse, sabiendo que no valía la pena intentar contradecirla.

– Siempre voy a leerles a los niños los lunes y los viernes. Jean Parker recibe sesiones de quimioterapia esos días y le encanta el cuento de «Jorge el curioso va al hospital».

Bendita fuese su madre por ser tan altruista, se dijo. «Incluso enferma, piensa antes en los demás.» Siempre había tenido espacio más que suficiente en su corazón para cualquier niño que entrara en su casa.

Como si le hubiera leído el pensamiento, se llevó la mano al pecho y se lo frotó suavemente.

– Además, no hay nada como los niños para rejuvenecer el corazón.

Roman puso los ojos en blanco.

– Si descansas más conseguirás el mismo efecto, así que después de la lectura, espero verte en casa y en la cama. -No pensaba responder a la indirecta sobre los niños. No cuando estaba a punto de embarcarse en la búsqueda de una madre para sus hijos-. ¿Has acabado el monólogo? -preguntó cortésmente.

Raina asintió.

– No pensaba discutir. Sólo quería saber si podía prepararte el desayuno. No me gustaría que te cansaras antes de realizar tu labor de voluntaria.

Raina esbozó por fin una sonrisa. Considerando que tenía más de sesenta años, su cutis poseía un brillo que muchas mujeres envidiaban, y no tenía las líneas de expresión tan marcadas como otras muchas mujeres de su edad. De repente le embargó el temor a perderla. Se puso en pie de nuevo y le tendió los brazos.

– Te quiero, mamá. Y no vuelvas a darme un susto como ése.

Raina se levantó y lo abrazó con fuerza y seguridad. Aquélla era su madre, la mujer que lo había criado y, aunque hablaban sólo de vez en cuando debido a las diferencias horarias, él la adoraba. No se imaginaba su vida sin ella.

– Quiero que vivas mucho, mucho tiempo.

– Yo también -dijo ella.

– No te limpies la nariz en mi camisa. -Las lágrimas femeninas lo incomodaban, y quería volver a ver a su madre vivaracha y fuerte-. La doctora dijo que si te cuidas no habrá ningún problema, ¿entendido? Nada de estrés ni de exigirte demasiado.

Ella asintió.

– Supongo que leer no tiene nada de malo. ¿Te llevo en coche al centro?

– Chase va a venir a recogerme.

– ¿Cómo volverás a casa?

– Eric me traerá después del almuerzo.

– ¿Qué tal está el doctor Fallon? -preguntó Roman.

– Bien. Cuidando de mí igual que vosotros, chicos. -Retrocedió, se secó los ojos con una servilleta de papel que cogió de la mesa y, aunque no lo miró fijamente, volvía a ser su tranquila madre.

– ¿Te apetece un bagel y una taza de café descafeinado? -preguntó Roman.

– No me malcríes. Cuando te marches estaré perdida.

Él sonrió.

– No sé por qué pero lo dudo. Eres la mujer más fuerte que conozco.

Raina rió.

– Y que no se te olvide.

Al cabo de una hora, Roman salió de casa para ir caminando hasta el pueblo, agradecido de que la conversación matutina con su madre sólo hubiera incluido cotilleos y nada más sobre niños. Sabía qué tenía que hacer y ni quería ni necesitaba que se lo recordaran.

La misión que le esperaba no sería nada fácil. A las mujeres del pueblo las educaban para ser esposas y madres, trabajadoras o amas de casa, daba igual. Lo que ponía nervioso a Roman era la parte de esposa, y hacía que se preguntara cómo demonios iba a encontrar a alguna dispuesta a aceptar sus necesidades. Necesitaba a una mujer poco convencional que aceptara sus ausencias y se planteó si era posible encontrar a alguien así en Yorkshire Falls.