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Siempre existía la posibilidad de elegir a una mujer más cosmopolita, que comprendiera mejor las necesidades de Roman. Tendría que consultar su PalmPilot cuando volviera a casa, pero le vinieron a la mente unas cuantas a las que había conocido en sus viajes y con las que había intimado en el pasado, como por ejemplo Cynthia Hartwick, una heredera inglesa. Pero Roman en seguida negó con la cabeza. Contrataría niñeras para cuidar de sus hijos y Roman quería que los niños que él tuviera se criaran con el amor de una madre cariñosa.

Yvette Gauthier siempre le había gustado, era una guapa pelirroja muy vivaracha capaz de hacer que un hombre se sintiera como un dios. Acto seguido, justo cuando recordaba que ese rasgo de su personalidad casi lo había hecho sucumbir, cayó en la cuenta de que había empezado a trabajar como azafata de vuelo, lo cual significaba que no estaría en casa si su hijo se caía y se hacía una herida o si necesitaba ayuda con los deberes. Raina siempre había estado disponible para sus chicos. Aunque a Roman no le importaba que su esposa trabajara, era impensable que ambos progenitores lo hicieran lejos del hogar.

Su madre no miraría con buenos ojos a ninguna de esas dos mujeres. Se rió al pensar en la reacción de Raina ante la fría inglesa o la sensual tigresa francesa. Su madre era el quid de la cuestión, ella era la que quería nietos, así que la mujer tendría que vivir o estar dispuesta a instalarse en Yorkshire Falls.

Menudas mujeres había conocido por ahí, pensó Roman con ironía. En cierto modo se sintió aliviado. No se imaginaba casado con ninguna de ellas.

El sol le daba de lleno en la dolorida cabeza. Sin duda alguna todavía no estaba de humor para ver a nadie. No hasta que ingiriera un poco de cafeína, pero su soledad quedó truncada cuando se acercaba al pueblo. Una voz aguda lo llamó y, al volverse, vio a Pearl Robinson, una anciana a la que conocía desde siempre, corriendo hacia él vestida con una bata de estar por casa y con el mismo moño de pelo cano con el que siempre la había visto.

– ¡Roman Chandler! Hay que ver tu madre, ¡mira qué no decirme que estabas en el pueblo! De todos modos, tiene más cosas en que pensar aparte de los cotilleos. ¿Cómo se encuentra? He preparado una bandeja de bizcocho de chocolate y nueces para llevárselo esta tarde. ¿Le apetecerá que le haga compañía?

Roman se rió de las divagaciones de Pearl. Era una mujer encantadora, inofensiva si a uno no le importaban el parloteo y la curiosidad y, tras haber pasado tanto tiempo fuera, Roman se sorprendió de que no le importaran.

– Mamá está bien, Pearl, gracias por preguntar. Y estoy convencido de que hoy le encantará tener visita. -Dio un abrazo rápido a la anciana-. ¿Qué tal estás, y cómo está Eldin? ¿Todavía pinta?

Para ser una pareja mayor, Pearl Robinson y Eldin Wingate tenían un planteamiento de vida poco convencional. No estaban casados, pero compartían una vieja casa propiedad de Crystal Sutton, otra amiga de Raina, que había tenido que irse a una residencia geriátrica hacía más o menos un año.

– Eldin sigue pintando, aunque no es precisamente Picasso. Pero está bien y sano, toco madera. -Y se golpeteó la cabeza con el puño-. Aunque a veces la espalda le juega malas pasadas y todavía no me puede entrar en casa en brazos. Por eso seguimos viviendo en pecado -dijo, empleando su frase preferida para describir su relación.

A Pearl le encantaba proclamar su situación a quienquiera que estuviera dispuesto a escuchar, y tantas veces como fuera posible en el transcurso de una conversación. Era obvio que esa idiosincrasia no había cambiado. Pero la reacción de Roman ante ella sí. En vez de molestarse por su fijación personal, se dio cuenta de que había echado de menos su pueblo y las distintas personas que lo habitaban.

Incluso la tranquilidad de su paseo matutino suponía un cambio reconfortante con respecto a su ajetreada vida diaria. Sin embargo, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que el aburrimiento y la reclusión que había sentido en su juventud surgieran de nuevo a la superficie y lo embargaran? ¿Cuánto duraría su disfrute cuando estuviera amarrado? Se estremeció al pensar en su destino inminente.

– ¿Te sientes mal? -Pearl le puso la mano en la frente-. No puede ser que tengas frío con el día tan bueno que hace. A lo mejor tu madre debería cuidarte a ti en vez de al revés…

Roman parpadeó y se dio cuenta de que se había quedado absorto en sus pensamientos.

– Estoy bien, de verdad.

– Bueno, te dejo marcharte. Yo sólo voy al banco y luego a casa. Más tarde ya pasaré a ver a tu madre.

– Saluda a Eldin de mi parte.

Pearl se dirigió al banco de la calle principal y Roman aceleró la marcha. La mayor parte del pueblo no había cambiado, pero lo que le interesaba eran las cosas nuevas y distintas, y se dirigió directamente a la tienda de Charlotte. Estaba claro que era una mujer que siempre le atraía, por mucho que ella intentara apartarlo.

Aunque eran opuestos e incompatibles, ella le tentaba. Por desgracia, no cumplía el requisito más importante: estar dispuesta a aceptar los viajes de él. Sentía un fuerte deseo de asaltar la tienda y las defensas de ella, pero la realidad prevaleció. Todo contacto entre ellos no haría sino herirlos todavía más.

Resignado, se dio la vuelta y se encontró con Rick en el mismo sitio donde estaba la noche anterior, observándole con expresión especulativa.

– ¿Patrullando otra vez? -preguntó Roman.

– Estoy buscando a sospechosos como tú -rió Rick.

Roman dejó escapar un gemido y se frotó los ojos.

– No empieces.

Rick lo miró con cautela.

– Veo que esta mañana estás susceptible.

Roman no lo había estado hasta que Rick empezó a pincharle.

– Más tarde, hermano. Necesito un café.

– Ah, sí. Para que te ayude a despertarte y empezar así la búsqueda de esposa.

Al oír las palabras de Rick, a Roman le dolió todavía más la cabeza.

– Buena suerte. -Rick pasó por su lado en dirección a la tienda de lencería.

– ¿Qué te trae por aquí?

Rick se volvió sin atisbo de diversión en la mirada.

– Trabajo.

– El ladrón de bragas.

Asintió pero no dijo nada más. No hacía falta. Ya le había dado más información a Roman de la que debía, toda ella de forma extraoficial. Alguien entraba por la fuerza en casa de las clientas de la tienda y robaba una marca concreta de bragas. Rick imaginó que Charlotte podría proporcionar datos relevantes que la policía necesitaba para su investigación.

– ¿Quieres venir conmigo? -sugirió Rick.

Roman intentó discernir si Rick se estaba divirtiendo a su costa. Al fin y al cabo, se trataba del hermano que, de adolescentes, respondía al teléfono por él y aceptaba citas a ciegas en su nombre. Pero Rick estaba a la espera, sin atisbo de sonrisa.

Roman calibró sus opciones. No tenía ninguna. La mujer de sus sueños estaba allí dentro. Roman dedicó una mirada de agradecimiento a su hermano mediano. Aunque la intuición y el instinto de conservación le decían que se mantuviera al margen, la curiosidad le empujó al interior.

Al igual que su deseo de ver a Charlotte una vez más, reconoció.

Al oír las campanillas de la puerta, Charlotte dejó de doblar ropa interior de encaje azul lavanda. Alzó la mirada y vio al agente Rick Chandler entrando en la tienda.

Le dedicó un saludo amistoso, pero la mano se le quedó petrificada en el aire al ver que Roman iba detrás de él. Se humedeció los labios secos mientras los observaba recorrer su tienda para mujeres.

Cuando se los veía juntos, el contraste entre los hermanos quedaba muy claro. Los tres hombres Chandler eran guapísimos, pero por muy apuesto que fuera Rick, no ejercía el mismo efecto devastador en ella que Roman. Desde que Charlotte había vuelto al pueblo, Rick y ella se habían hecho buenos amigos, nada más. Incluso Chase, que se parecía físicamente a Roman, no llegaba a un nivel tan elevado en la escala de Richter como Roman.