Él suspiró profundamente antes de acercarse más a Charlotte. Poderoso y seguro, se situó a su lado. El corazón le latía más rápido en el pecho y el pulso se le iba acelerando. El calor corporal de Roman la rodeó junto con una oleada de calidez y emoción que iba más allá del mero deseo. El hombre tenía recovecos ocultos y la bondad innata propia de su familia. Podía darle todo lo que deseaba menos él para siempre, pensó Charlotte entristecida.
Él alargó la mano y le levantó el mentón para obligarla a mirarlo.
– Ten cuidado. Afrontémoslo, Rick no sabe a ciencia cierta si se trata de un incidente excepcional o si es obra de algún chiflado peligroso.
Charlotte sintió un escalofrío.
– No me pasará nada.
– Ya me aseguraré yo de eso. -Su voz ronca destilaba el cariño que ella deseaba y se le hizo un nudo en la garganta.
– Una cosa más -añadió-. Rick quiere que todo esto se mantenga en secreto. La policía no desea que cunda el pánico en el pueblo ni que los rumores sobre el ladrón se propaguen como la pólvora.
– Como si aquí pudieran controlarse los cotilleos. -Hizo una mueca-. Pero yo no diré esta boca es mía.
Charlotte lo acompañó a la puerta, debatiéndose entre el deseo de que se quedara y la necesidad lógica de verle marcharse. Él la miró de hito en hito una última vez antes de dejar que la puerta se cerrara tras de sí. Charlotte tenía las palmas húmedas y el pulso acelerado, y no era por culpa del ladrón.
Al volver a la ropa interior de color lavanda que había dejado en el mostrador, repasó la realidad mentalmente. Era imposible que en la faz de la tierra existieran dos personas más distintas que ella y Roman. Él prosperaba gracias a la transitoriedad y los desafíos, ella necesitaba permanencia y el bienestar de la rutina. Incluso su breve estancia en Nueva York, por emocionante que hubiera sido, se debió a la escuela de moda y el aprendizaje, y regresó a Yorkshire Falls en cuanto le fue posible. Roman, en cambio, había convertido el estar lejos de allí en el objetivo de su vida.
Había roto con él en el pasado porque su ansia de marcharse de Yorkshire Falls la había convencido de que no le ofrecería más que dolor. Nada de lo que él había hecho en la vida desde entonces le indicaba que hubiera cambiado. Agarró las bragas con fuerza deseando de todo corazón que las cosas entre ellos pudieran ser distintas, pero aceptando la realidad como sólo podía hacerlo alguien que viviese en ella.
Tanto en el pasado como en la actualidad, su único consuelo era el hecho de que no le quedaba otra opción. Había hecho lo correcto. No quería repetir la vida de su madre, viviendo en un limbo hasta que su hombre volvía y se dignaba dedicarle un poco de atención bajo sus propias condiciones, para volver a desaparecer al cabo de poco.
No podía permitirse el lujo de reconocer lo mucho que Roman la excitaba ni admitir la verdad que se ocultaba en lo más profundo de su corazón: que tanto su osada personalidad como su estilo de vida la atraían. Y así, había silenciado la parte de ella que deseaba a Roman Chandler y el germen de insatisfacción que crecía en su alma.
Incluso ahora.
Capítulo 4
La brisa primaveral que flotaba en el ambiente matutino y aportaba una calidez inusual a Yorkshire Falls llenaba los pulmones de Raina con un aire increíblemente dulce y fresco. Tan fresco como sus hijos cuando eran adolescentes, pensó con ironía.
Salió de Norman's, recorrió la calle principal y se dirigió al montículo cubierto de hierba del centro del pueblo que tenía un mirador en la esquina. Iba a reunirse con Eric en su hora del almuerzo, antes de que tuviera que volver a la consulta para las visitas de la tarde. Aunque era él quien la había invitado, ella había elegido el lugar y comprado la comida. ¿Quién podía resistirse a un picnic al aire libre? Había comprado unos deliciosos sándwiches de pollo asado.
Al llegar, se detuvo de repente, sorprendida de ver allí a Charlotte Bronson y Samson Humphrey, el hombre pato, como lo llamaban los niños del pueblo. Samson vivía en las afueras, en una casa desvencijada de su familia que había pasado de generación en generación. Raina no tenía ni idea de qué vivía o a qué dedicaba el tiempo aparte de sentarse en el parque y dar de comer a los patos, pero era un personaje habitual del pueblo y en concreto de aquel lugar.
Se acercó a ellos.
– Hola, Charlotte. Samson. -Les sonrió a los dos.
– Hola, Raina. -Charlotte inclinó la cabeza-. Me alegro de verte.
– Lo mismo digo. -Como Samson guardaba silencio, Raina insistió-. Qué buen día hace. Perfecto para dar de comer a los patos.
– Ya te he dicho que me llamo Sam -refunfuñó con voz apenas audible-. ¿No eres capaz de recordar una puñetera cosa?
– Está gruñón porque todavía no ha comido, ¿verdad, Sam? -dijo Charlotte.
Raina se rió a sabiendas de que siempre estaba gruñón. Charlotte era experta en templar los ánimos más ariscos.
– ¿Y tú qué sabes? -dijo él.
Raina pensó que probablemente Charlotte tuviera razón. De hecho, había traído un sándwich de más para él por si acaso.
– Bueno, sí sé que perro ladrador, poco mordedor -dijo Charlotte-. Toma esto. -Y le tendió una bolsa de papel marrón, con lo que se adelantó a la buena obra de Raina.
Desde la época en que Roman se había enamorado de Charlotte en el instituto, Raina sabía que la chica tenía un corazón de oro. Recordaba que habían tenido una cita y que su hijo estuvo de un humor de perros al día siguiente. Entre Roman y Charlotte había habido algo más que una cita nefasta. Raina lo supo entonces y lo sabía ahora. Igual que sabía que Charlotte Bronson y su buen corazón eran perfectos para su hijo pequeño.
– Venga, Sam, tómalo -insistió Charlotte.
Él agarró la bolsa y farfulló un «gracias» apenas audible. Quitó el papel de plata rápidamente y dio un primer bocado enorme.
– Lo habría preferido con mostaza.
Raina y Charlotte se echaron a reír.
– Norman se niega a ponerle mostaza al pollo asado, y de nada -dijo Charlotte.
Raina pensó que era obvio que el condimento del sándwich no importaba, porque Sam se zampó la mitad en dos bocados.
– Tengo que volver al trabajo. -Charlotte se despidió de Raina, luego de Sam y se dispuso a regresar a la tienda.
– Buena chica -dijo Raina.
– Tendría que ser más sensata y no perder el tiempo conmigo -musitó él.
Raina negó con la cabeza.
– Eso no hace más que demostrar su buen gusto. Bueno, que aproveche. -Raina siguió caminando y se sentó en el extremo opuesto del banco del mirador.
Sabía que no tenía sentido sentarse con Sam. Llegado el momento, él se levantaría y se marcharía, como hacía siempre. Era un hombre solitario y antisocial. Los niños pequeños le temían y los jóvenes se burlaban de él, mientras que el resto del pueblo en general no le hacía caso. Pero Raina siempre se había compadecido de Sam y le caía bien a pesar del caparazón bronco. Cuando se compraba algo de comer en Norman's, siempre añadía algo para Samson. Era obvio que Charlotte compartía sus sentimientos. Era algo que Raina y la joven tenían en común, aparte de Roman.
– Tendría que haber sabido que llegarías antes que yo -dijo una voz masculina conocida.
– Eric. -Raina se levantó para saludar a su amigo. El doctor Eric Fallón y Raina habían crecido en la misma calle de Yorkshire Falls. Eran amigos mientras ambos estaban casados y siguieron siéndolo una vez fallecidos sus respectivos cónyuges, la esposa de Eric mucho después de que Raina perdió a John.
– Más te vale no haber venido caminando hasta aquí o conducido por el pueblo a más velocidad de la permitida. Con indigestión o sin ella, debes ser precavida. -El cejo se le frunció en una mueca de preocupación.
Raina no quería que se preocupara por ella, pero tenía otra cuestión más apremiante de la que ocuparse antes. Debía recordarle a su querido amigo la ética médica antes de que, sin querer, se le escapara delante de sus hijos que no había sufrido más que un ardor de estómago más intenso de lo normal.