Annie sostuvo el vestido, contenta con todo menos con las palabras de su hija, lo que dio a Charlotte la oportunidad de mirar a su madre de nuevo. El peinado y el tinte le cubrían las canas, y el maquillaje le iluminaba las facciones. Parecía haber rejuvenecido diez años.
– ¿Por qué me miras con esa cara?
– Estás… preciosa. -Un adjetivo que Charlotte raramente utilizaba para describir a su madre, aunque sólo fuera porque Annie muy pocas veces se preocupaba de su aspecto.
Al verla ahora, Charlotte recordó la foto de boda del tocador de su madre. Russell y Annie no habían celebrado una boda lujosa, pero aun así, su madre había llevado el clásico vestido blanco y, gracias al brillo que otorgan la juventud y el amor, no había estado sólo preciosa sino exquisita. Y, a juzgar por el rubor de sus mejillas y la luz de sus ojos, en ese momento también era delirantemente feliz. Charlotte pensó que podía volver a serlo. Pero sólo si lo decidía, lo cual hacía que la situación fuera mucho más frustrante.
Charlotte culpaba a su madre de negarse a aceptar ayuda, al igual que culpaba a su padre por esfumarse como por arte de magia. Pero Annie era la más vulnerable de los dos, y estaba claro que Charlotte la quería.
– Estás realmente preciosa, mamá -repitió mientras le acariciaba el pelo.
Annie le restó importancia al halago, pero, para sorpresa de Charlotte, su madre le acarició la mejilla.
– Tú en cambio eres preciosa, Charlotte. Tanto por dentro como por fuera.
Era raro que Annie saliera de su nebulosa el tiempo suficiente para ver el mundo que la rodeaba. Y el halago era tan poco propio de ella que a Charlotte se le hizo un nudo en la garganta y por un momento no supo qué contestar.
– Me parezco a ti -dijo en cuanto se hubo recuperado. Annie se limitó a sonreír y toqueteó los suaves volantes del vestido con evidente nostalgia. Su madre estaba empezando a ceder.
– Ven al baile, mamá.
– ¿Sabes qué? Iré al baile si dejas de discutir sobre tu padre.
Charlotte sabía cuándo conformarse con algo. Salir una noche ya era avance suficiente. ¿Qué más daba cuáles fueran los motivos de Annie?
– De acuerdo. -Levantó las manos en señal de rendición-. ¿Qué te parece si pagamos esto y vamos a mi tienda? Elegiremos algunas prendas de ropa interior, daremos por concluida nuestra salida y entonces te llevaré a casa.
Al oír la palabra «casa» a su madre se le iluminó el semblante y Charlotte tomó nota mentalmente de concertar visita con el doctor Fallon. Tenía que haber algo más en esa necesidad de Annie de estar en casa, y tal vez el médico pudiera hablar con ella.
Cuando entraron en la tienda, Charlotte iba decidida a proporcionar a su madre otra media hora más de diversión fuera de casa. A juzgar por la expresión de Beth cuando Charlotte le ordenó que sacara la ropa interior más reducida y atrevida, su ayudante obedeció más que contenta.
Charlotte colgó el cartel de VUELVO EN SEGUIDA en la puerta de entrada y se volvió hacia su madre y su amiga.
– ¿Alguien se ofrece a hacer un pase de modelos? Venga, mamá. Puedes escoger lo que quieras. Libera tu yo interno para que acompañe a tu nuevo yo externo. ¿Qué te parece?
– Soy demasiado mayor para ir por ahí paseándome en paños menores. -De todos modos se rió, y ese sonido regocijó a Charlotte-. Pero os haré de espectadora.
– ¿Prometes llevarte a casa al menos un par?
Su madre asintió.
La tarde transcurrió como una fiesta entre amigas y Charlotte y Beth se probaron los conjuntos de ropa interior más seductores. Incluso Annie pareció disfrutar, no sólo del espectáculo, sino de la idea de cuidarse por una vez.
Los progresos se materializaban de distintas formas, pero Charlotte consideró que ese día había realizado unos cuantos.
– El último -dijo a su madre y a Beth, que esperaban en la zona de exposición privada, justo en el exterior de los probadores individuales.
– Vale. Estoy vestida y tu madre sigue esperando en las sillas, disfrutando del espectáculo, ¿verdad, Annie? -preguntó Beth.
– Así es. Hacéis que eche de menos mi juventud.
Que había desperdiciado con un hombre que no se la merecía, pensó Charlotte, pero sabía que no era el momento de decirlo en voz alta y estropear el que había sido un día perfecto. Así pues, se enfundó las bragas que había reservado para el final, unas de su línea de encaje hechas a mano. Nunca le había contado a su madre que había aplicado lo que le había enseñado en su trabajo, pues nunca había pensado que Annie saldría de su caparazón el tiempo suficiente como para que le importara. Pero ese día había llegado.
Alguien llamó a la puerta con fuerza.
– Ya voy -dijo Beth-. Hemos cerrado el tiempo suficiente como para despertar la curiosidad de la gente del pueblo.
– Sea quien sea, diles que esperen unos minutos, ¿de acuerdo? -A Charlotte no le preocupaba tanto el negocio como los lazos de unión que estaba estableciendo con su madre. Aquella última parte del día podía unirlas todavía más.
– De acuerdo.
Charlotte oyó cómo las dos mujeres iban hacia la puerta delantera para ver quién llamaba. Mientras tanto, se abrochó el sujetador a juego, una nueva adquisición de la línea. Aquellas prendas estaban destinadas a los juegos de seducción más íntimos.
Se miró en el espejo. No había contado con el efecto excitante de llevar esas prendas. Se le erizaron los pezones, que se marcaban a través de la fina tela, mientras notaba una dolorosa sensación de vacío en la boca del estómago.
Una vez excitada, se puso a pensar en Roman. Paseó las manos por las caderas, y giró hacia los lados, recorriendo su perfil, las largas piernas y el vientre plano. Tenía que reconocer que llenaba bien el sujetador. Si tuviera el mismo arrojo que intentaba transmitir a sus cuentas, entonces… ¿qué? Charlotte se lo preguntó a sí misma y se obligó a encontrar respuesta.
Iría a por Roman Chandler. Se permitiría dar rienda suelta a los sentimientos que albergaba por él desde el instituto. Lo que había empezado como un enamoramiento juvenil se había metamorfoseado en curiosidad y anhelo adultos. ¿Cómo era Roman ahora? ¿En qué tipo de hombre se había convertido? Para empezar, sabía que adoraba a su madre, pero había muchas más facetas que le gustaría explorar.
La única forma de saciar su curiosidad era ceder a sus sentimientos. Aceptar lo que él le ofreciera durante el tiempo que lo ofreciera y, cuando se marchara, tener el valor de seguir adelante con su vida. A diferencia de su madre, que nunca había tenido la intención de seguir adelante, Charlotte satisfaría su pasión más profunda y luego se alejaría.
Pero mientras Roman estuviera allí, siguió fantaseando, mientras fuera de ella, iría a por todas. Posaría con sus creaciones hechas a mano delante de él y observaría cómo se le dilatarían los ojos por el anhelo y el deseo. Como si estuviera representando la realidad, su cuerpo se estremeció como reacción a la osadía de sus pensamientos. Centrándose de nuevo en el aquí y el ahora, Charlotte se preguntó si tenía el valor suficiente para poner en práctica sus fantasías. Sin duda podía justificar su deseo. Después de más de diez años, era obvio que no iba a quitarse ahora a Roman de la cabeza fingiendo que no existía o que no la atraía.
Ignorando sus sentimientos no lo había conseguido. Así pues, ¿por qué no intentar superarlo materializándolos? No estaba condenada a repetir los errores de su madre si aprendía de ellos.
El corazón se le aceleró mientras se planteaba la idea de permitirse caer en la tentación. Caer en Roman. Con Roman.
– De acuerdo, estamos preparadas -anunció Beth desde la parte delantera de la tienda. El tintineo de las campanillas de la puerta la devolvió de golpe a la realidad. Por desgracia, la excitación no se esfumó con tanta rapidez.
Charlotte negó con la cabeza. Había llegado el momento de concentrarse en sus motivos para llevar esa ropa interior. Demostrar su habilidad manual y quizá hacer que Annie utilizara esa misma ropa para escapar de su prisión particular. Charlotte pensó que tanto ella como su madre tenían que dar grandes pasos en su vida.