El sonido de unos pasos, de Beth, obviamente, llegó hasta la trastienda.
– Preparadas o no, aquí estoy yo -anunció Charlotte, y saliendo de la pequeña estancia, se plantó en la zona abierta donde estaban los sillones estilo reina Ana. Pero en vez de por su madre y por Beth, el público que encontró allí estaba formado por una sola persona.
Un hombre increíblemente sexy y viril llamado Roman Chandler.
Roman observó el cuerpo prácticamente desnudo de Charlotte completamente anonadado. El sujetador y las bragas más eróticas que había visto en su vida envolvían las cimbreantes curvas de la mujer más bella que había visto jamás. La mujer a la que había deseado siempre.
No estaba preparado para aquello en absoluto. Cuando por fin había decidido guardar las distancias, se encontraba con eso.
– ¿Roman? -Abrió los ojos como platos y, para alivio de él, Charlotte se dispuso a buscar la protección de las puertas batientes. Por desgracia, se detuvo.
¿Estaba esperando? ¿Se lo estaba replanteando? Roman no lo sabía pero disfrutaba de una vista perfecta de su esbelta y blanca espalda, la delgada cintura y los tentadores atisbos de piel de su delicioso trasero.
Y entonces ella se volvió, lentamente, y colocó una mano encima de la puerta. Sus pechos blancos como la nieve se perfilaban bajo el tejido negro, generosos y lozanos, llamándole. Rogándole que olvidara su voto recién hecho de apartarse de ella.
Charlotte se situó delante de él sin correr a vestirse. Roman no sabía que fuera tan valiente. Otra faceta más que descubría de ella. Pero el descaro no era lo único que caracterizaba a aquella increíble mujer. El temblor y su aliento irregular le indicaron que no estaba ni mucho menos serena. Gracias a Dios no era una seductora nata, pensó él. Su lado más tímido e inocente lo mantendrían centrado y contenido. Algo tenía que cumplir ese cometido porque su cuerpo luchaba contra su mente a cada paso.
– ¿Dónde están mi madre y Beth? -preguntó ella.
Sus espectaculares ojos verdes se clavaron en los de él y una cascada de pelo negro le cayó sobre el hombro desnudo, lo cual hizo que se preguntara cómo sería el tacto de aquellos sedosos cabellos contra su piel.
– Beth me ha pedido que te dijera que llevaba a Annie a casa y que volvería más tarde. Mucho más tarde. -Era obvio que Beth, la futura esposa, había visto la oportunidad de hacer de celestina y la había aprovechado.
– Un montaje -musitó Charlotte, dándose cuenta de lo mismo que Roman-. Y tú has venido aquí porque…
– Tienes una cosa que necesito. -Se maldijo en silencio. No había querido sonar tan sugerente.
Ella respiró hondo. ¿Para armarse de valor? Roman no lo sabía, pero desde luego, él sí necesitaba una buena dosis del mismo, porque ella empezó a caminar y no se detuvo hasta llegar muy cerca de él. Tan cerca que él advirtió su aroma fresco y primaveral y quiso más.
– ¿De qué se trata? -preguntó Charlotte.
– Rick me ha dicho que había llamado y te había pedido una lista con nombres de clientes que le dejarías en un sobre a su nombre. -Algo relacionado con el ladrón de bragas, aunque Roman no había preguntado qué cosa en concreto.
Charlotte asintió, pero no hizo ademán alguno de coger el sobre que Rick había mandado a Roman a buscar, ni tampoco parecía tener intención de vestirse. No sabía qué había motivado el cambio de opinión de Charlotte desde la última vez que se habían visto, pero no cabía la menor duda de que ahora lo tenía bien acorralado. Al parecer tenía planes propios que él desconocía por completo.
Roman suspiró bruscamente. Se habían vuelto las tornas. El cazador se había convertido en cazado, lo cual no dejaba de ser irónico.
– ¿Dónde está tu ropa? -preguntó.
– ¿Por qué te interesa?
Una llama de deseo ardió en su interior, potente y devoradora. Tenía que esforzarse sobremanera para fijar la vista en su rostro en vez de en su cuerpo apetitoso.
– ¿Qué pasa aquí, Charlotte? -Maldita sea. Su nombre sonaba como una caricia, y lo embargó una oleada de calidez.
Ella levantó uno de sus delicados hombros.
– ¿Por qué de repente te resistes a lo que dijiste que querías, lo que me retaste a dar?
Charlotte había evitado la pregunta de él formulándole otra, con voz vacilante a pesar de su actitud osada. Pero él no podía responderle sin traicionar a sus hermanos, el sorteo a cara o cruz y su propio plan. Él mismo apenas era capaz de hacerle frente.
Se negó a revelárselo a Charlotte.
– Me rechazaste de plano. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
Iba prácticamente desnuda y le ofrecía lo que su corazón más deseaba. Pero tenía que controlarse o, de lo contrario, se arriesgaba a poner en peligro un trabajo que le encantaba y el futuro que quería.
– No pensaba que te fuera a importar el cómo o el porqué. -Charlotte le sujetó el cuello de la camisa vaquera y deslizó un dedo tembloroso hasta el pico.
Roman empezó a sudar.
– Tengo moral y principios, ¿sabes?
– También honestidad respecto a tus intenciones. No piensas quedarte aquí. Agradezco tu sinceridad.
– Siempre seré sincero contigo, Charlotte.
– Bueno, he decidido que con eso me basta. -Esbozó una sonrisa vacilante-. ¿Quieres que reconozca la atracción? Está bien, la reconozco. -Tragó saliva-. Te…, te deseo, Roman.
– Oh, lo que faltaba -farfulló. ¿Qué hombre podría resistirse a una declaración como ésa? Roman le posó la mano en la nuca, introdujo los dedos en su cabello y le selló los labios con los suyos.
El primer beso empezó suavemente, consintiéndose la necesidad de explorar, pero rápidamente se descontroló gracias al apetito acumulado durante demasiados años de contención. Lo consumía la necesidad acuciante de recuperar el tiempo perdido. Excitado y voraz, Roman le recorrió la comisura de los labios con la lengua, solicitando la entrada, que ella le permitió. Tenía la boca húmeda y acuosa, dulce y pura, y sabía a gloria.
Un gemido gutural escapó de los labios de Charlotte. Roman no estaba seguro de quién se movió primero, pero ella retrocedió y él la siguió, sin que sus bocas se separaran. Llegaron a la pared que tenían detrás. En cuanto estuvieron en el pequeño probador, las puertas batientes se cerraron y ellos quedaron dentro. Las manos de Roman viajaron de la nuca a la cintura de ella, lo cual les llevó a intimar el contacto. La entrepierna de él quedó anidada en la ingle de ella y su erección iba en aumento, hinchiéndose mientras buscaba un hogar cálido y acogedor.
Percibió su femenina y húmeda calidez a través del grueso tejido de los vaqueros.
– Cielo santo -musitó él, con el cuerpo a punto de estallar. La barrera de ropa lo confinaba y un sufrimiento dulce pero doloroso le suplicaba que le pusiera fin. Se desplazó lateralmente para profundizar el acceso al máximo.
Como si ella le hubiera leído el pensamiento, separó las piernas, y Roman tomó aire de forma entrecortada. Estaban mejilla contra mejilla, ella lo sujetaba por los hombros mientras le hundía los dedos debajo de la camisa y respiraba de forma superficial e irregular.
Ella lo rodeó. Físicamente, lo acunó con su cuerpo y, al respirar, Roman quedó embriagado por su esencia. El aroma que despedía lo embargó de tal manera que sobrepasó la mera necesidad sexual, y eso fue lo que le hizo regresar a la realidad.
– ¿Qué demonios estamos haciendo? -alcanzó a preguntar.
Ella emitió una sonrisa temblorosa mientras él notaba la calidez de su aliento en la piel.
– No sé cómo lo llamarías tú, pero yo estoy intentando apartarte de mi mente.
«Como si tal cosa fuera posible», pensó él. Habían pasado más de diez años y aquélla era la única mujer que ponía en jaque sus sentimientos, junto con sus hormonas. Tenía la capacidad de hacerle tirar por la borda sus decisiones.