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Una cuestión de vida o muerte. Lo único que convencería a sus hijos de la necesidad de casarse. La vida o muerte de su madre.

Mientras el plan empezaba a tomar forma en su mente, la conciencia le decía a Raina que desechara la idea. Era cruel hacer creer a sus hijos que estaba enferma. Por otro lado, era por su propio bien. No eran capaces de negarle nada, no si ella lo necesitaba de verdad y, aprovechando su naturaleza bondadosa, acabaría conduciéndolos al «y comieron perdices». Aunque no lo supieran ni lo agradecieran al principio.

Se mordió el labio. Era un riesgo. Pero sin nietos, el futuro se le presentaba demasiado solitario, al igual que, sin mujer e hijos, resultaba igualmente triste para sus hijos. Quería para ellos algo más que una casa vacía y una vida incluso más vacía, el tipo de vida que ella llevaba desde la muerte de su esposo.

– Doctora, mi diagnóstico… ¿es confidencial?

La joven la miró con suspicacia. Sin duda estaba acostumbrada a esa pregunta sólo en los casos más graves. Raina consultó su reloj. Cada vez faltaba menos para que llegaran los chicos. El plan que acababa de urdir y el futuro de su familia dependían de la respuesta de la mujer, y Raina esperó, dando golpecitos con el pie con impaciencia.

– Sí, es confidencial -respondió la doctora Gaines con una buena carcajada.

Raina se relajó un poco más y se abrazó con fuerza a sí misma, todavía con el camisón de algodón del hospital.

– Bien. Estoy segura de que no querrá tener que esquivar las preguntas de mis hijos, así que gracias por todo. -Le tendió la mano para estrechársela educadamente cuando en realidad lo que quería era empujar a la doctora al otro lado de la cortina antes de que llegara la caballería con incisivas preguntas.

– Conocerla ha sido un placer y toda una experiencia -dijo la doctora-. El doctor Fallón vuelve a su consulta mañana. Si tiene algún problema mientras tanto, no dude en llamarme.

– Oh, descuide -repuso Raina.

– Bueno, ¿qué pasa? -Rick, el hijo mediano, irrumpió desde detrás de la cortina seguido de Chase. El desparpajo de Rick recordaba al de su madre. Su pelo castaño oscuro y los ojos color avellana eran parecidos a los de Raina antes de que el peluquero le echara mano y la convirtiera en rubia oscura para disimular las canas.

Por el contrario, Roman y Chase tenían el pelo negro azabache y unos ojos azules centelleantes. Tanto el hijo mayor como el menor eran el vivo retrato de su padre. Su constitución imponente y su pelo oscuro siempre le recordaban a John. Lo que realmente los diferenciaba era su personalidad.

Chase se situó delante de su nervioso hermano y abordó a la doctora sin tapujos.

– ¿Qué ocurre?

– Creo que vuestra madre quiere hablar con vosotros de su estado -dijo la doctora antes de desaparecer tras la horrible cortina multicolor.

Haciendo caso omiso de la punzada de culpabilidad, y convencida de que lo hacía por una buena causa y sus hijos acabarían agradeciéndoselo, Raina contuvo las lágrimas y se llevó una mano temblorosa al pecho. Acto seguido, explicó a sus hijos lo delicado de su estado de salud y su mayor deseo desde hacía años.

Capítulo 1

"Roman Chandler fulminó con la mirada a su hermano mayor o, para ser exactos, fulminó con la mirada la moneda de veinticinco centavos que Chase tenía en la mano derecha. Tras recibir la llamada informándole del problema de corazón de su madre, Roman había tomado el primer vuelo que salía desde Londres con destino al aeropuerto JFK, otro avión hasta Albany y luego había alquilado un coche para dirigirse a Yorkshire Falls, su pueblo natal, cercano a Saratoga Springs, en el estado de Nueva York. Estaba tan agotado que le dolían hasta los huesos.

Y encima ahora tenía que añadir la presión a sus problemas. Debido a la enfermedad de corazón de su madre, uno de los hermanos Chandler tendría que sacrificar su libertad para darle un nieto. Una moneda lanzada al aire decidiría qué hermano iba a cargar con tamaña responsabilidad, pero sólo Rick y Roman participarían en el sorteo a cara o cruz. Dado que Chase ya había cumplido con sus obligaciones familiares al dejar los estudios para hacerse cargo del periódico y ayudar a su madre a criar a sus hermanos pequeños, quedaría exento, a pesar de haber argumentado lo contrario. Él quería que participaran todos, pero Rick y Roman insistieron en que se quedara fuera.

Así pues, representaría el papel de verdugo.

– Decidid. Cara o cruz -dijo Chase.

Roman alzó la vista hacia el techo despintado, hacia la parte superior de la casa en la que había pasado su infancia, y donde su madre estaba descansando siguiendo las recomendaciones de la doctora. Mientras tanto, él y sus hermanos permanecían en el garaje polvoriento y manchado de tierra anejo a la casa familiar. El mismo garaje donde de niños guardaban las bicicletas y las pelotas, y donde Roman escondía cervezas cuando creía que sus hermanos mayores no le veían. La misma casa en la que se habían criado y que aún pertenecía a su madre, gracias al esfuerzo de Chase y al éxito del periódico.

– Vamos, chicos, que alguien se decida -los instó Chase ante el silencio que lo rodeaba.

– No hace falta que parezca que disfrutas con la situación -farfulló Rick.

– ¿Crees que me hace gracia? -Chase dio vueltas a la moneda entre los dedos con una mueca de frustración en los labios-. Menuda tontería. Tengo claro que no quiero ver a ninguno de los dos dejar la vida que le gusta por una tontería.

Roman sabía que su hermano mayor hablaba con ese convencimiento porque él no había elegido la vida que quería. Se había visto forzado a desempeñar el doble papel de editor y padre de la noche a la mañana. Con diecisiete años cuando murió su padre, y siendo el hermano mayor, Chase se vio obligado a ocupar el lugar de su progenitor como cabeza de familia. Y ése era el motivo por el que Roman participaba en el lanzamiento de la moneda. Roman fue quien dejó Yorkshire Falls e hizo realidad sus sueños, mientras Chase se quedaba y renunciaba a los suyos.

Tanto Roman como Rick consideraban a Chase su modelo de conducta. Si Chase pensaba que la frágil salud de su madre y su profundo deseo de tener un nieto exigían un sacrificio, había que estar de acuerdo. No sólo se lo debían a su hermano, sino que compartían la misma devoción por la familia.

– Lo que ha tenido nuestra madre no es ninguna tontería -les dijo Roman a sus hermanos-. Ha dicho que con el corazón débil no debe enfrentarse a disgustos.

– Ni a decepciones -añadió Rick-. Mamá no ha empleado esa palabra, pero sabéis perfectamente que eso es lo que quería decir. La hemos decepcionado.

Roman asintió para mostrar su acuerdo.

– Así que si tener nietos la hace feliz, entonces a uno de nosotros le toca darle uno para que lo mime y disfrute de ser abuela mientras viva.

– Saber que uno de nosotros está felizmente casado reducirá el estrés que se supone que debe evitar -dijo Chase-. Y un nieto le dará motivos para vivir.

– ¿No podemos comprarle un cachorrito? -sugirió Rick.

Con treinta y un años, en los planes de vida de Roman no entraba sentar la cabeza. Hasta el momento, no se había planteado casarse y tener hijos. No es que a Roman no le gustaran las mujeres. Desde luego que le gustaban. Le encantaban: su olor y el tacto de su suave piel en contacto con su cuerpo excitado. Pero no se imaginaba dejando atrás su trayectoria para contemplar el mismo rostro femenino a la hora del desayuno el resto de sus días. Se estremeció, asombrado de que sus opciones de vida fueran a quedar decididas en ese preciso instante.

Se volvió hacia su hermano mediano.

– Rick, tú ya te has casado una vez. No hace falta que repitas. -Aunque Roman no tema ningunas ganas de convertirse en responsable de la misión, no podía permitir que su hermano repitiera su pasado: casarse para ayudar a otra persona, sacrificándose él.