– Por no decir que el color aguamarina será el complemento perfecto del resto del escaparate para el verano.
La voz de Beth se filtró en los pensamientos de Charlotte y ésta abrió un ojo.
– Eso también. Ahora cállate y déjame volver a mi ensoñación. -Pero el hechizo ya se había roto.
– Cuesta acostumbrarse a ver bañadores cuando apenas estamos saliendo del invierno.
– Desde luego. -Aparte de ropa interior, tanto lujosa como sencilla, Charlotte también vendía prendas modernas y eclécticas: jerséis en invierno, ropa de baño y pareos a juego en verano-. Pero el mundo de la moda sigue su propio ritmo -concluyó.
Igual que ella. El aire frío apenas había empezado a ceder paso a la brisa de marzo, ligeramente cálida, pero Charlotte ya iba vestida de verano, con colores sumamente brillantes y tejidos ligeros. Lo que en un principio era una táctica para atraer clientes había funcionado. Ahora el boca oreja atraía clientela a la tienda, y a ella había acabado gustándole la ropa que llevaba.
– Estaba pensando que podríamos colocar los bañadores en la esquina derecha del escaparate -le sugirió a Beth.
– Me parece buena idea.
Charlotte arrastró el maniquí hacia el escaparate que daba a First Avenue, la calle principal de Yorkshire Falls. Había tenido la suerte de encontrar la ubicación perfecta, ocupada anteriormente por un almacén de ropa. A Charlotte no le preocupaba abrir una tienda de venta al por menor en el mismo sitio, porque su mercancía era de temporada. Le habían mantenido el alquiler anterior durante seis meses antes de aumentárselo, tiempo suficiente para afianzar el negocio, y su éxito le decía que iba por buen camino.
– Oye, estoy muerta de hambre. Voy a comer algo aquí al lado. ¿Te apuntas? -Beth cogió la chaqueta del perchero del fondo y se la puso.
– No, gracias. Creo que me quedaré un rato y daré los últimos toques al escaparate.
Charlotte y Beth habían revisado casi todo el inventario en un día. Era más fácil hacer cosas cuando la tienda estaba cerrada que cuando estaba abierta. A las clientas no sólo les gustaba comprar, sino también charlar.
Beth exhaló un suspiro.
– Como quieras. Pero tu vida social es patética. Incluso yo soy mejor compañía que esos maniquíes.
Charlotte se disponía a reír, pero miró a Beth y en su mirada advirtió algo más que una buena broma.
– Le echas de menos, ¿verdad?
Beth asintió. Su prometido había ido casi todos los fines de semana, quedándose de viernes a domingo antes de regresar a la ciudad para trabajar. Dado que ese fin de semana no había ido, Charlotte imaginó que Beth probablemente no quería comer otra vez sola.
Charlotte tampoco.
– ¿Sabes qué? Ve a conseguir mesa y yo me reuniré contigo dentro de cinco… -Se calló al ver a un hombre al otro lado del escaparate.
El pelo negro le brillaba bajo la luz del sol y llevaba unas gafas de sol muy sexys que impedían que se le viera bien la cara. Una cazadora tejana gastada cubría sus anchos hombros y sus largas piernas estaban enfundadas en vaqueros. A Charlotte le dio un vuelco el corazón y notó una sensación cálida en el estómago cuando le pareció reconocerlo.
Parpadeó convencida de que se había equivocado, pero él ya se había alejado lo suficiente como para perderlo de vista. Negó con la cabeza. Imposible, pensó. Todo el mundo sabía que Roman Chandler estaba en el extranjero a la caza de noticias. Charlotte siempre había respetado sus ideales, el deseo ardiente de sacar a la luz injusticias no denunciadas, aunque no comprendiera su necesidad de permanecer lejos de su hogar.
Sus aspiraciones siempre le habían recordado a las de su padre actor. Igual que su buena presencia y su encanto. Un guiño, una sonrisa y las mujeres caían rendidas a sus pies. Vaya, ella misma había caído, y después de mucho coqueteo y miradas insinuantes, habían tenido su primera cita una noche. Una noche en la que ambos habían conectado a un nivel más profundo. Se enamoró de él con locura, con el amor repentino e intenso de la adolescencia. Y la misma noche en la que Charlotte descubrió que él tenía intenciones de marcharse de Yorkshire Falls en cuanto se le presentara la ocasión.
Años atrás, el padre de Charlotte las había abandonado a ella y a su madre para irse a Hollywood. Después de la confesión de Roman, ella vio inmediatamente la devastación que él podría dejar tras de sí.
Le bastó con pensar en la vida solitaria de su madre para tener las agallas de actuar según sus convicciones. Dejó a Roman esa misma noche, le mintió diciendo que no «pegaba» con ella. Y no se había permitido mirar atrás, por mucho que les hubiese dolido tanto a ella como a él.
Se mira pero no se toca. Normas sensatas para una chica que deseaba mantener su corazón y su alma intactos. Quizá ahora no le apeteciera salir con hombres, pero cuando apareciera el tipo adecuado, sí querría. Hasta entonces, se atendría a sus normas. No tenía ninguna intención de seguir los pasos de su madre, siempre esperando a que el trotamundos regresara esporádicamente, así que no se liaría con un alma inquieta como Roman Chandler. Tampoco es que tuviera que preocuparse por ello. No era probable que estuviera en el pueblo, y, si resultaba que sí estaba allí, se mantendría alejado de ella.
La mano que Beth le puso en el hombro la pilló desprevenida y se sobresaltó.
– Oye, ¿estás bien?
– Sí, es que me he distraído.
Beth se puso la chaqueta y abrió la puerta que daba a la calle.
– Bueno, pues voy a coger mesa y te espero dentro de unos minutos. -Dejó que la puerta se cerrara detrás de ella y Charlotte se volvió hacia el maniquí, decidida a acabar el trabajo y a tranquilizarse antes de ir a cenar.
Era imposible que Roman hubiera vuelto al pueblo, se dijo. Imposible.
estado de salud y su mayor deseo desde hacía años.
Capítulo 2
El sol se ponía en el horizonte cuando Roman entró en el Norman's Garden Restaurant, llamado así en parte por Norman Hanover padre, fundador del local, y en parte por el jardín que había al otro lado de la calle. Ahora Norman hijo era quien regentaba el establecimiento, además de ser el chef. La mañana después del cara o cruz y su primer día entero en Yorkshire Falls, Roman se levantó tarde, estuvo jugando a las cartas con su madre y haciéndole compañía. También se dedicó a ponderar una oferta que le había llegado esa mañana del Washington Post para ocupar un puesto de redactor jefe en la capital.
Roman sabía que cualquier periodista mataría por el cargo. Pero aunque tenía que reconocer que quizá disfrutara de la intriga política y del cambio de ritmo, aposentarse en un lugar nunca había entrado en sus planes. Había viajado lo suyo pero quedaba más por ver, más noticias de las que informar e injusticias que sacar a la luz, aunque, con la corrupción que reinaba en Washington D. C, Roman se imaginó que no se aburriría.
Dudaba que se sintiera tan confinado viviendo en la capital de la nación como se sentía en su pueblo natal, y quizá se habría tomado la oferta más en serio de no haber perdido en el a cara o cruz. Ahora que tenía en perspectiva una posible esposa, una que probablemente querría vivir con su marido en Estados Unidos, tenía un buen motivo para no aceptar el trabajo. En esos momentos, marcharse al extranjero sonaba incluso más apetecible que nunca.