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Pasaron largo rato tomando café, fumando puros y hablando de sus vidas y, en el caso de Adam y Grey, de su infancia. A Charlie le llamaba la atención observar de qué forma tan diferente procesaban las cosas. Gray había aceptado hacía tiempo que sus padres adoptivos eran caprichosos y egoístas y, en consecuencia, ineptos como padres. Nunca había tenido sensación de segundad en su juventud, ni un verdadero hogar. Habían ido de un continente a otro, siempre en busca de algo, sin encontrarlo jamás. El los comparaba con los israelitas perdidos en el desierto durante cuarenta años, pero sin columna de fuego que los guiara.

Y cuando se asentaron en Nuevo México y adoptaron a Boy, Gray hacía tiempo que se había marchado. Había visto a su hermano en sus escasas visitas a casa, pero se había negado a establecer fuertes vínculos con él. No quería nada en su vida que lo atara a sus padres. La última vez que había visto a Boy fue en el funeral de estos, y después le perdió la pista a propósito. En ocasiones se sentía culpable, pero se negaba a pensar demasiado en ello. Acabó desprendiéndose de los últimos vestigios de una familia que únicamente le había causado dolor. Para él, la palabra «familia» solo evocaba dolor. De vez en cuando se preguntaba qué habría sido de Boy tras la muerte de sus padres. En cualquier caso, seguro que estaría mejor que con la vida que había llevado con aquellos progenitores tan irresponsables.

Hasta entonces se había resistido a la necesidad de sentirse responsable de él. Pensaba que a lo mejor se ponía en contacto con él algún día, pero aún no había llegado el momento, y dudaba de que llegara. Era mejor que Boy quedara como un recuerdo del pasado remoto, una parte de su vida de la que Gray no quería saber nada, si bien recordaba a su hermano como un buen chiquillo. Por otra parte, Adam sentía gran amargura hacia sus padres. Su versión de los hechos, en pocas palabras, era que su madre era una arpía y su padre un simple pelele en sus manos. Estaba enfadado con los dos por lo que habían aportado a su vida, o más bien lo que no habían aportado, y por la deprimente vida familiar.

Decía que lo único que recordaba de su infancia era la continua mala leche de su madre, que no paraba de incordiar a todo el mundo y se cebaba en él, porque era el pequeño, y que lo trataban como a un intruso por haber llegado demasiado tarde a la vida de sus padres. Su recuerdo más vivido era el de su padre, cuando no volvía a casa del trabajo. ¿Quién podría criticarlo? En cuanto se marchó a Harvard, a los dieciocho años, Adam no volvió a vivir en su casa. Ya era bastante con pasar las vacaciones con ellos. Aseguraba que la desagradable atmósfera que se respiraba en la casa había provocado un distanciamiento irreparable entre los tres hijos. Lo único que habían aprendido de sus padres era a criticar, a menospreciarse, a encontrarse defectos los unos a los otros, a sentir lástima los unos de los otros por sus respectivas vidas.

– En nuestra familia no había respeto. Mi madre no respetaba a mi padre, y creo que él la odia, aunque jamás lo reconocería, y entre los hermanos tampoco hay ningún respeto. Mi hermana me parece una aburrida y me da lástima, mi hermano es un gilipollas y un pedante y su mujer es como mi madre, y todos piensan que estoy rodeado de canallas y de putas. No respetan lo que hago, y ni siquiera quieren saber a qué me dedico. Solo les interesa saber con qué mujeres salgo, y no quién soy. Solo los veo en bodas, funerales y fiestas de guardar, y ojalá no tuviera que hacerlo, pero no se me ocurre ninguna excusa. Rachel lleva a los niños a verlos, así que yo no tengo que hacerlo. A ellos les cae mejor ella que yo, y siempre ha sido así. Incluso les parece bien que se casara con un cristiano, siempre y cuando eduque a los niños en el judaísmo. Según ellos, Rachel no puede hacerle daño a nadie, pero yo todo lo contrario. Y ahora, supongo que ya solo les doy por saco. Me da igual.

Su tono denotaba una gran amargura.

– Pero sigues viéndolos -comentó Gray con interés. -A lo mejor es que te importan. A lo mejor necesitas que te acepten, o quieres que te acepten. En ese caso, bien. Lo que pasa es que a veces tenemos que reconocer que nuestros padres no son capaces, que sencillamente no tenían ese amor que tanto necesitábamos cuando éramos niños, porque no les salía de dentro. Al menos los míos. Bastante tuvieron con las drogas cuando eran jóvenes, y después con ir en busca del Santo Grial o lo que fuera. Estaban locos. Creo que nos querían a mi hermana y a mí, a su manera, pero no sabían ser padres. Cuando adoptaron a Boy, mi hermano, sentí lástima de él. Tendrían que haberse comprado un perro cuando nosotros nos marchamos de casa, pero se sentían solos y por eso se llevaron al niño.

»Mi pobre hermana está en la India, Dios sabe dónde, viviendo en la calle con los pobres, porque es monja. Siempre quiso hacerse pasar por asiática, y ahora cree que lo es. No tiene ni idea de quién es, y nuestros padres tampoco. Ni yo, hasta que me alejé de ellos, y todavía me sigo cuestionando quién demonios soy. Creo que al final esa es la clave para todos nosotros: ¿quiénes somos, en qué creemos, cómo vivimos, es esta la vida que queremos llevar? Yo me lo pregunto todos los días, y no siempre tengo respuestas, pero al menos intento encontrarlas sin hacerle daño a nadie.

»Estoy convencido de que el problema de que las personas como mis padres tengan hijos o que los adopten es que no tienen por qué hacerlo. Es una farsa. A mí me pasa lo mismo, y por eso no quiero hijos ni nunca los he querido. Pero intento convencerme de que mis padres hicieron lo que pudieron, por mucho que para mí fuera horrible. Es que no quiero provocar el mismo sufrimiento, ni herir a nadie por la necesidad de reproducirme. En mi caso, creo que es mejor que no lo lleve más adelante, por la sangre y la locura.

Siempre se había sentido muy responsable con lo de no tener hijos, y no se arrepentía de su decisión. Se sentía completamente incapaz de cuidar de unos hijos y de cubrir sus necesidades. La sola idea de establecer un vínculo con ellos o que fueran a depender de él lo aterrorizaba. No quería decepcionarlos, ni que esperaran de él más de lo que podía ofrecerles. No quería hacer daño ni defraudar a nadie, como le había ocurrido a él en su juventud. No se le había pasado por la cabeza que en realidad las mujeres que rescataba y de las que se ocupaba continuamente eran como criaturas, como pájaros con las alas rotas. Sentía una imperiosa necesidad de cuidar de alguien, y ellas satisfacían esa necesidad. Adam pensaba que sería buen padre, porque era un hombre amable, inteligente y con sólidos valores morales, pero Gray no estaba de acuerdo con él.

– ¿Y tú, Charlie? -preguntó Adam, que era más osado a la hora de irrumpir por puertas sagradas y traspasar límites, allí donde ni siquiera los ángeles se atrevían a pisar. Adam siempre hacía preguntas dolorosas, que daban que pensar. -Cuando eras pequeño, ¿tu familia era normal? Gray y yo competimos por los padres más asquerosos del año, y no sé quiénes ganarían el primer premio, si los suyos o los míos. Desde luego, los míos eran mucho más tradicionales, pero no tenían mucho más que ofrecerme que los suyos.