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Habían bebido bastante, y Adam le preguntó abiertamente a Charlie, sin cortarse, por la etapa de su juventud. No había secretos entre ellos, y Adam siempre había sido muy abierto y lo contaba todo, al igual que Gray. Charlie tenía un carácter más reservado y no demasiado comunicativo en cuanto a su pasado.

– La verdad, mi familia era perfecta -respondió Charlie con un suspiro. -Eran cariñosos, generosos, comprensivos… Mi madre era la mujer más cariñosa y sensible del mundo, además de inteligente, divertida y guapísima. Y mi padre era una bellísima persona. Yo lo consideraba un héroe, mi modelo en todos los sentidos. Eran maravillosos, como maravillosa fue mi infancia, pero se me murieron. Y todo acabó. Dieciséis años de felicidad, y de repente mi hermana y yo nos quedamos solos en una casa enorme, con un montón de dinero, criados que se ocupaban de nosotros y una fundación que ella tuvo que aprender a dirigir. Dejó Vassar para ocuparse de mí, y lo hizo maravillosamente durante dos años, hasta que me fui a la universidad. No tenía otra vida más que yo, y creo que ni siquiera salió con nadie durante esa época. Después me fui a Princeton, y ella ya estaba enferma, aunque yo no me enteré hasta más tarde, y después murió. Las tres mejores personas del mundo, muertas. Al oíros a vosotros me doy cuenta de la suerte que tuve, no por el dinero, sino por la clase de personas que eran. Fueron unos padres maravillosos, y Ellen estupenda. Pero las personas mueren, se marchan. Ocurren cosas, y de repente un mundo desaparece y todo cambia. Preferiría haber perdido el dinero que a ellos, pero no se puede elegir. Hay que jugar con las cartas que se reparten. Hablando de lo cual, ¿alguien se apunta a la ruleta? -preguntó en tono jovial, cambiando de tema, y los otros dos asintieron en silencio.

Era una historia muy triste, y Gray y Adam sabían que probablemente por eso Charlie nunca había mantenido una relación permanente. Debía de darle miedo que esa persona muriese, se marchase o lo abandonase. Él también lo sabía. Lo había hablado miles de veces con su terapeuta, pero no servía de nada. Por muchos años que acudiera a la terapia, sus padres habían muerto cuando él tenía dieciséis, y el último miembro de su familia que le quedaba, su hermana, había sufrido una muerte horrible cuando él contaba veintiuno. Después de aquello, le costaba trabajo confiar en nada ni en nadie. ¿Y si quería a alguien y ese alguien moría o lo abandonaba? Era más fácil descubrir sus defectos imperdonables y largarse antes de que lo dejaran a él. Aun con una familia perfecta cuando era pequeño, la muerte de sus padres y su hermana cuando era tan joven lo había condenado a una vida de terror para siempre jamás. Si se atrevía a volver a querer a alguien, seguro que moriría o lo abandonaría, e incluso si no lo hacía, o parecía una persona en la que se podía confiar, siempre se corría ese riesgo. La mera posibilidad aún lo aterrorizaba, y no estaba dispuesto a ofrecer su corazón a nadie sin estar seguro al ciento por ciento. Quería todas las garantías posibles. Y hasta la fecha, no había conocido a ninguna mujer con garantías, solo con la bandera roja, que le metía el miedo en el cuerpo. Por eso, si bien con suma educación, siempre acababa abandonándolas. Aún no había encontrado a ninguna por la que mereciera la pena arriesgarse, pero estaba seguro de que algún día la encontraría. Adam y Gray no estaban tan seguros. A los dos les parecía que Charlie seguiría siempre solo. Los tres encajaban a la perfección, porque todos estaban convencidos de lo mismo. Emparejarse durante algo más que una temporada suponía para los tres un riesgo excesivo. Era una maldición que les habían impuesto sus respectivas familias, y que ninguno de olios podía borrar ni exorcizar. La desconfianza y el temor con los que vivían eran los regalos que les habían dejado sus familias.

Charlie jugó al bacará mientras Gray observaba a Adam jugando a la veintiuna, y después los tres jugaron a la ruleta. Charlie le dejó algo de dinero a Gray, que ganó trescientos dólares apostando al negro. Le devolvió los cien dólares que le había dado Charlie, que insistió en que se lo quedara todo.

Cuando volvieron al barco eran las dos de la mañana, una hora temprana para ellos, y se fueron inmediatamente a sus respectivos camarotes. Había sido un día agradable y relajado entre amigos. Partirían para Portofino al día siguiente. Charlie le había dicho al capitán que salieran del muelle antes de que ellos se levantaran, alrededor de las siete. Así llegarían a Portofino a última hora de la tarde, y les daría tiempo de dar una vuelta. Era una de sus paradas preferidas en el viaje veraniego. A Gray le encantaban el arte y la arquitectura del lugar, y sobre todo le gustaba la iglesia de la colina. A Charlie le gustaban el relajado ambiente italiano, los restaurantes y la gente. Era un sitio excepcionalmente bonito. A Adam le fascinaban las tiendas, y el hotel Splendido en lo alto de la colina, que se asomaba al diminuto puerto. También le gustaban las preciosas chicas italianas que conocía todos los años allí, así como las de otros países que iban de turismo. Para todos ellos tenía un toque mágico, y al acostarse en sus camarotes aquella noche sonrieron antes de quedarse dormidos, pensando en la llegada a Portofino al día siguiente. Como cada año, el mes que pasaban juntos en el Blue Moon era como un trocito del paraíso.

CAPÍTULO 03

Llegaron a Portofino a las cuatro de la tarde, justo cuando estaban abriendo las tiendas después del almuerzo. Tuvieron que fondear fuera del puerto, porque la quilla del Blue Moon era demasiado profunda y las aguas del puerto demasiado superficiales. Había gente nadando alrededor de sus barcos, y lo mismo hicieron Adam, Gray y Charlie cuando se despertaron de la siesta. A las seis llegaron varios yates, también de gran tamaño, y se respiraba una atmósfera festiva. La tarde estaba preciosa, dorada. Cuando se aproximó la hora de la cena, ninguno quería bajar del barco, pero decidieron que debían hacerlo. Se sentían contentos y relajados, disfrutando del ambiente, y además la comida a bordo siempre era deliciosa. Pero los restaurantes de la ciudad también eran buenos. Había varios sitios magníficos para comer, muchos de ellos en el puerto, entre las tiendas. Las tiendas de Portofino eran incluso más sofisticadas que las de Saint Tropez: Cartier, Hermés, Vuitton, Dolce & Gabbana, Celine y diversos joyeros italianos. El lujo se veía por todas partes, a pesar de que la ciudad era diminuta. Todo se centraba en el puerto, y la campiña y los acantilados que se alzaban por encima de los barcos eran una maravilla. La iglesia de San Giorgio y el hotel Splendido parecían colgados de las dos colinas a ambos lados del puerto.

– Cómo me gusta todo esto -dijo Adam con una amplia sonrisa, contemplando el movimiento a su alrededor.

Un grupo de mujeres acababa de saltar al agua sin la parte cíe arriba del bañador desde un barco cercano. Gray ya había sacado un cuaderno y se había puesto a dibujar y Charlie estaba sentado en cubierta, con expresión de felicidad, fumando un puro. Era el puerto que prefería de toda Italia. No tenía prisa por continuar el viaje. Lo prefería incluso a los puertos de Francia. Resultaba mucho más fácil estar allí, sin tener que esquivar a los paparazzi de Saint Tropez ni abrirse paso entre las multitudes que atestaban las calles al salir y entrar de bares y discotecas. En Portofino había una atmósfera mucho más rural, con el encanto, la despreocupación y la pintoresca belleza de Italia. A Charlie le encantaba, y también a sus dos amigos.

Los tres llevaban vaqueros y camiseta cuando fueron a la ciudad a cenar. Tenían reserva en un restaurante encantador cerca de la plaza, al que habían ido varias veces los años anteriores. Los camareros los reconocieron en cuanto entraron; estaban bien informados sobre el Blue Moon. Les dieron una magnífica mesa fuera, desde la que podían observar a la gente que pasaba. Pidieron pasta, mariscos y un vino italiano sencillo pero bueno. Gray estaba hablando sobre la arquitectura local cuando lo interrumpió una voz femenina desde la otra mesa.